11 may 2012
Viviendo, jugando
25 abr 2010
Vuelta a empezar
—Oh, cariño, cuánto lo siento…, de verdad que lo siento —decía Kayla apoyada en la puerta de mi despacho. Yo ni la miraba, seguía con la vista puesta en mi ordenador quitando importancia al asunto—. Ellos se lo pierden, ¿qué quieres que te diga?, ¡tú vales mucho!
—¿Qué pasa? —Mi jefa, al oírla, acababa de entrar en mi despacho.
—A Elvira no le han dado la beca —contestó Kayla en un tono confidencial.
—Oh, ¿la de Nueva York?
—Sí —afirmó Kayla.
—¡Asquerosos! —gritó mi jefa.
—No, Luisa —dije yo mirándola—, la cuestión es que no me han dado la beca porque ni siquiera me han admitido en el máster.
—¡Ay! ¡Más asquerosos todavía!
—Luisa, hija, que te estaba buscando, que dice Richard que si la reunión de las tres se puede pasar a las cuatro y cuarto, que tiene no sé qué cosas que hacer —preguntó Juan Manuel desde el pasillo mientras se abanicaba con una carpetita amarilla.
—Bien, pero que no venga más tarde, que luego tengo cena a las seis en casa y todavía me queda por preparar todo.
—Pues na’, que ya se lo digo —confirmó con su acento cordobés. Después nos miró a las tres y, entrando en la oficina, preguntó—: Y ¿de qué tenéis esa cara tan mustia?, hijas, que parece que os deben y no os pagan.
—A Elvira no le han dado la beca —explicó nuevamente Kayla con solemnidad.
—Porque no me han admitido —puntualicé.
Juan Manuel apartó a Luisa para colocarse delante.
—Mira, Repollo, la culpa la tienes tú —inquirió enfadado, señalándome con el dedo—, que si no volaras tan alto, las caídas no serían tan gordas, porque ya puestos ¿por qué no solicitaste Yale o Harvard?
—¡Juan Manuel, deja a la niña!
—Pero Luisa, si la niña ya tiene sus treinta añitos y mira el disgusto que se está llevando. —Juan Manuel volvió a mirarme—. Pero ¿de dónde ibas a sacar tú los cincuenta mil dólares que costaba el máster?, ¿eh? Que se trata de una de las universidades más prestigiosas de este país y tú no tienes un duro. Que está muy bien que seamos de Bilbao, Repo, y que vayamos a lo grande pero, 'ja mía, ¡una pizquita de sentido común!
Apoyé los codos en la mesa y me sostuve la cabeza entre las manos. Tenía toda la razón del mundo. Me sentía mal, muy mal. Empezaba a tener inmensas ganas de llorar. Sí, que se fuera todo el mundo, quería llorar.
—¡Hey, estáis aquí! —Richard asomó la cabeza por la puerta—. Luisa, ¿te ha comentado Juan Manuel lo de...
—Sí, ya me ha dicho, no hay problema —dijo sin dejarle terminar. Después se hizo el silencio otra vez y todos volvieron a mirarme.
—Es que a Elvira no le han dado la beca… —susurró Kayla a Richard.
—No me han admitido… no es que no me hayan dado la beca, es que no me han admitido… —dije desganada, sin levantar la cabeza.
—No la han admitido… —se autocorrigió Kayla manteniendo el bajito tono de voz.
—¿El máster de New York…? —preguntó Richard imitando el mismo susurro.
—Sí…
—Pobre…
—Sí, me da penita porque tenía mucha ilusión…
—Ay, pobre…
—¡Hala, ya está! —gritó Juan Manuel dándose la vuelta hacia ellos y haciendo aspavientos con la carpeta al aire—. ¡Que parecéis dos viejas en misa! Tanto chisme, tanto chisme, ¡ya está!, ¡no se lo han dado y punto!
—Bueno, chica, ¿y qué vas a hacer ahora? —me preguntó Luisa sin parecer oír los gritos de Juan Manuel.
Levanté la cabeza. Vi a los cuatro mirándome con intriga. Un reguero de angustia me avinagró la garganta. Tragué saliva pero el ardor no se me iba. ¿Qué iba a hacer yo ahora? ¿Qué iba a hacer yo ahora? ¿Qué iba a hacer…?
—La Repollo se queda. Si no se va a Nueva York, la Repo, se queda otro año —afirmó con seguridad Juan Manuel.
—Hombre, podría —dijo Luisa antes de empezar a explicarse—, pero claro, como me dijo que se iba, pues la plaza se la ofrecí a Justyna Swiderska, que es polaca.
—¿Polaca? —preguntó sorprendido Juan Manuel.
—Sí, polaca de Kentucky.
—¿Polaca de Kentucky?
—Profesora de español e italiano.
—¡Joder con los polacos!
—Pero al final que no, porque su marido ha encontrado plaza en Ohio State.
—¿Polaco?
—¿Su marido?
—Sí.
—No, ¡qué va! Es ruso.
—Ah, bueno.
—Sí, ruso de Minnesota.
—Ah, mira, éste es de Minnesota…
—Sí, profesor de física cuántica.
—¡Joder con los rusos! Bueno, a lo que vamos —dijo Juan Manuel pretendiendo centrar nuevamente la conversación—, y ¿Elvira?
—¿Elvira? Elvira es de Bilbao —y diciendo esto mi jefa se quedó más ancha que larga.
—La madre que la parió… —empezó diciendo Juan Manuel—, y no te digo más porque, como Chair del departamento, mereces un respeto pero, hija mía…
A mí me entró tímidamente la risa pero Kayla y Richard, que se habían mantenido en un segundo plano hasta el momento, estaban a carcajada limpia.
—Bueno, pues si la polaca al final no ha aceptado, tú te quedas con la plaza, niña, que es muy tuya —me dijo el cordobés con convicción.
Las risas se acabaron y todos me miraban esperando mi confirmación. Pero, lo cierto es que, yo allí no me quería quedar. No tenía queja con respecto a mi trabajo pero mi vida personal… buff, mi vida personal estaba hipotecada.
Era divertido ver, por la tele, las rocambolescas situaciones a las que se enfrentaba diariamente el doctor Fleichman en Alaska, pero cuando tú te convertías en la protagonista de la serie dejaba de tener su gracia. Odiaba la naturaleza bruta y vivía en plena montaña de West Virginia. Las calles estaban vacías a cualquier hora del día. Las arañas eran tan grandes que hasta tenían el pelo rizado. Las carreteras estaban llenas de agujeros y cuando preguntaba que por qué no las arreglaban, me decían que porque vivíamos en un estado pobre. Los bancos no sabían lo que era el IBAN porque nunca antes habían hecho una transferencia internacional. Mis alumnos de las nueve de la mañana llegaban en pijama a clase. Tuve que aguantar, en casa, dos gastroenteritis y un dolor de muelas de infarto porque el seguro médico de la universidad no cubría asistencia médica de urgencias. Era deprimente ver como el setenta por ciento de la población era obesa por pura dejadez. Y echaba de menos mis tacones, mis mechas en el pelo y el sexo porque la vida monacal, a la que esa ciudad me había sometido, estaba haciendo estragos en mi cutis. Todo ello, sin mencionar esa soledad espesa que se te agarra a la piel y, como sanguijuela cualquiera, te chupa hasta las ganas de vivir. Necesitaba salir de allí.
—No… —dije finalmente—, no me voy a quedar… no, buscaré otra cosa, no sé.
—Ay, Repo, qué disgusto me das —dijo Juan Manuel atizándome con la carpetilla amarilla.
—Bueno, chica, es tu decisión, algo encontrarás. El mundo es muy grande y, como a ti no te importa viajar, pues vete a saber dónde terminas —dijo mi jefa y, dándome un golpecito en la espalda, salió del despacho.
Todos se marcharon menos Kayla que se acercó y se apoyó en mi mesa.
—Desertora —me dijo con una mueca de medio lado—. ¿Nos echarás de menos?
—Claro —dije sin levantar la vista.
—Pero qué mentirosa eres, cariño.
La miré y a las dos nos entró la risa.
—Venga, desertora, que te invito a un café —propuso al tiempo que me golpeaba el brazo.
Recogí las cosas, me coloqué el bolso al hombro y, junto a Kayla, salí del despacho. Antes de cerrar, eché un vistazo para cerciorarme de que no me olvidaba de nada. No, nada me dejaba allí. Click. La puerta se cerró.
5 mar 2010
Pide un deseo...

—¿Qué? —preguntó Elvira levantando la cabeza de su taco de exámenes.
Era lunes, la semana acababa de empezar y las dos profesoras estaban compartiendo su momento post weekend en el despacho de Elvira.
—La beca, para el Máster, ¿cuándo te lo confirman?
—Buff, no sé… ¿en mayo?, ¿junio? —y ladeando la cabeza volvió a la corrección de exámenes—. No me la van a dar, es imposible, no me la van a dar… —musitaba enormemente desanimada.
—Bueno, no adelantemos acontecimientos, ¿eh? No lo sabemos, ¿vale? Además, ¿qué más te da la beca? —dijo Kayla sin darle demasiada importancia a lo que acababa de preguntar.
—¡¿Que qué más me da la beca?! —repitió con rintintín poniéndose de pie—. ¡Kayla, el Máster cuesta cuarenta y dos mil dólares, y la universidad está en una de las ciudades más caras del mundo, New York! Me quieres decir ¿cómo podría pagar semejante gasto? ¡Kayla, por favor, piensa!
—Bueno… bueno… tranquila…—decía moviendo los brazos lentamente, hacia arriba y hacia abajo, para que volviera a tomar asiento y se tranquilizara. Elvira la obedeció y se sentó refunfuñando—. Muy bien, así, tranquilita, cariño. Ahora vamos a buscar la manera de pagar los cuarenta y dos mil dólares del Máster más los otros cuarenta mil que te costaría vivir en New York por dos años, ¿sí?
Elvira se desplomó sobre la mesa al oír aquellas cantidades de dinero. Ay… me voy a morir, decía, ay… que me muero…
A Kayla le entró la risa viendo a su compañera de trabajo tan apesadumbrada dándose cabezazos contra la mesa. Esperó un poquito y después decidió intervenir para evitar aquel haraquiri de oficina.
—Cariño, puedes trabajar al mismo tiempo.
—Tendría visado de estudiante y sería ilegal trabajar, necesitaría conseguir el J1 otra vez —dijo sin levantar la cabeza.
—Ya… mmm… —pensaba Kayla con la mano apretándose los labios—. Y ¿un crédito?
—No tengo permiso de residencia, ningún banco americano me daría un préstamo, ayyyyyyy... —dijo esta vez elevando un poco más el tono de sus gemidos.
—Ya, claro… bueno, pues… —Kayla se rascó la cabeza, después se frotó el cuello poniendo labios de pato y, al final, también se golpeó la cabeza contra la estantería, se daba por vencida —Oh, lo siento, cariño, no sé…—dijo dando un manotazo a la balda. Del golpe un libro cayó al suelo. Kayla lo miró primero y, sin mucha decisión, lo recogió con un lento movimiento, como si lo estuviera meditando. Con el libro ante sus ojos exclamó:
—¡Elvira, ya lo tengo!, ¡tu libro!
—¿Eh? —dijo incorporándose en la silla con carilla de ojos tristes—. Ah, bah, tranquila, déjalo por ahí —y volvió a la posición haraquiri—. Ayyyy...
—¡No! ¡Éste no, tu libro! Elvira, ¡tu libro, el de verdad!
—¿Qué libro? —preguntó esta vez sin intención de levantar la cabeza.
—Tu libro, ¡tu-no-ve-la! —deletreó agitando el libro delante de su cara.
Elvira reaccionó pero no dijo nada, no sabía si estaba entendiendo lo que quería decir Kayla, pero algo estaba captando, así que dejó que continuara.
—Elvira, ¿ves esto?, hojas —y abrió el libro sacudiendo las páginas de un lado a otro—, pastas, título —y subrayó el título de la portada con el dedo índice—. Cariño, derechos de autor, ¡así de fácil! —y chasqueó los dedos victoriosa—. Sólo tienes que vender un número determinado de ejemplares de tu novela y ¡voilà!, tus gastos cubiertos.
—¿Número determinado de ejemplares? Kayla, ¡¡tendría que vender ochenta mil ejemplares para conseguir ochenta mil dólares!!
—Bueno, pues los vendes.
—Kayla, por favor, es mi primera novela, nadie la va a comprar —dijo desganada apoyando la nuca en el respaldo de la silla.
—Así, no, ¿eh? Cariño, así, no —echó un vistazo rápido al despacho y luego tomó una silla que estaba junto a la puerta y la arrastró hasta colocarse frente a Elvira—. Vale, ¿cómo se llama tu editor?
—¿Qué editor? —preguntó erguiéndose de golpe, como si le picara el culo.
—Tu editor, cariño, has firmado un contrato con una editorial, vas a publicar una novela, eso significa que tienes un editor.
—¿Yo? Yo no tengo de eso.
Kayla resopló, se retiró el pelo hacia atrás y rumiando las palabras en la boca volvió a decir:
—Sí tienes un editor. A ver, piensa en la persona que te dijo que le gustaba la novela, la que te ofreció el contrato…
—Ah, ¿ése? —dijo sin dejarla terminar.
—Sí, ése es tu editor.
—Vaya, tengo un editor, mi editor… —repitió saboreando el jugoso posesivo en su boca.
—Bueno, ¿cómo se llama?
—Chete.
—¿Chete? ¡Ése no es nombre de un editor!
—Hombre, imagino que será un diminutivo, ¿no?
—¿De qué? ¿De Tranchete o de Chochete?
Elvira rompió en un tremendo ataque de risa, porque la verdad es que nunca se había percatado de ello. Siempre lo había visto escrito con nombre y apellido: Chete Bustamante, y las pocas veces que había hablado con él nunca lo llamaba por su nombre de pila, le parecía poco respetuoso.
—Chica, no sé —intentó explicarse todavía entrecortada por la risa—. Imagino que será de Francisco, ¿no? Fancisco, Francisquete…
—Sí, sí, claro, lo veo, ahora lo veo, Francisco, Francisquete, Casquete, cuidado que te veo el Chete, ¡Elvira, por favor!
Pero Elvira estaba tronchada de la risa, haciendo verdaderos esfuerzos para no caerse de la silla.
—Cariño —empezó diciendo Kayla fingiendo seriedad aunque su propio chiste le había hecho tanta gracia como a Elvira—, vamos a visualizar la situación, ¿sí? La cuestión es que el señor Chete te llamará un día y te soltará el rollo de que una novela es como un hijo y bla, bla, bla, pero que hay problemas.
—¿Hay problemas con mi novela?
—Sí y tú, a todo esto, ya estás viviendo en New York, compartiendo un diminuto apartamento con cuatro personas más en Queens, fregando platos en un restaurante y dando clases particulares porque tu visado no te va a permitir otro tipo de trabajo. Asistirás todas las tardes al Máster y por las noches escribirás tu segunda novela.
—Vaya, ¿y cuándo duermo? —preguntó angustiada agarrándose las tetas.
—No dormirás pero Chete, como te he dicho, te llamará y te dirá que lo lamenta pero la publicación de tu novela se retrasa hasta finales de octubre.
—Oh, no… ¿finales de octubre? —seguía agarrándose las tetas.
—Sí, pero nos conviene, ¿por qué?
—¿Por qué?
—Porque en esos meses de retraso tú, que te repito que ya estarás viviendo en New York, harás una extraordinaria publicidad de tu novela, moviéndote por lo más bohemio e intelectual de la ciudad.
—Pero ¡si iba a estar fregando platos!
Se le escapó la risa a Kayla, le empezaba a dar penita su amiga, reflejaba en su cara tanta tensión.
—Tonta, ya me entiendes. Y ¿entonces?
—¿Entonces?
—Llega noviembre, tu novela en la calle, primera semana los mil ejemplares vendidos. Segunda edición, otros mil en dos semanas. Te vuelve a llamar Chete y te propone hacer una tercera edición de diez mil ejemplares, confían en ti.
—¡Ay, madre mía! —dijo con las manos aplastándose la carita.
—Vendidas. Cuarta, quinta, sexta edición, esto es un no parar. Va de boca en boca. Se convierte en el regalo por excelencia de las navidades. Elvira.
—¿Qué?
—Llega febrero del año que viene, y tu novela lleva vendidas casi cien mil copias.
Elvira se puso en pie de un brinco.
—¡Con eso tengo más que de sobra! —gritó entusiasmada.
Kayla se rió y dándole un beso en la mejilla se despidió, tenía dos clases más antes de terminar el día.
Era viernes y la semana estaba terminando. Elvira guardaba los manuales de español en el primer cajón de su escritorio, cuando el teléfono de su despacho sonó.
—¿Dígame? … Uy, sí, sí, soy yo… sí, claro, pero me sorprende que me llames, ¿todo bien?... ah, ya… ya… sí… vale, entiendo… claro, claro… normal ¿no?... ya… imagino, claro… bueno, pues si es así… vale… no te preocupes, son cosas que pasan, está bien, lo entiendo… gracias por llamarme… sí, sí, adiós, adiós, sí, adiós.
Elvira colgó el teléfono y todavía tardó un instante en reaccionar. Se apretó la nariz con los dos deditos pinza de la mano derecha, aguantó la respiración, miró la puerta y tras contar hasta tres, salió disparada.
—¡Kayla! —dijo tocando con los nudillos la puerta abierta del despacho de su compañera—. ¿A que no adivinas quién me ha llamado?
Kayla se dio la vuelta porque estaba girada hacia el ordenador. Levantó los hombres, ni idea, dijo.
—Chete.
—¿Francisquete?
Elvira se rió como una boba. Después añadió:
—Hay problemas con mi novela. No sabe muy bien, pero es seguro que para septiembre no la pueden editar, por lo menos habrá que esperar hasta octubre, dice.
Kayla se tapó la boca con ambas manos. Su expresión era una mezcolanza de pánico e ilusión. Por fin, se levantó, extendió sus brazos hacia Elvira y gritó:
—¡Cariño, tenemos poderes! ¡Tenemos poderes! —y mirando al techo y alzando las manos empezó a recitar—: ¡Por favor, yo quiero que sea médico, cirujano plástico, forrado y que todas las noche me masajeé los pies! ¡Casa en Los Ángeles con playa privada! ¡Un Mini Cooper verde descapotable y un…
3 feb 2010
Decepción
—Hola, Jeannie.
—Hola, abejita.
—Bueno, quiero un trozo del New York.
—Cariño, no queda.
—Pero, Jeannie —dije mirando mi reloj—, es lunes y no son ni las nueve de la mañana.
—Lo siento, cuenquito de miel, se terminó ayer, vino Edna con un grupo de amigas y no dejaron nada.
Esperé junto a la puerta. Era domingo, las diez de la mañana. La cafetería seguía cerrada, sería la primera en entrar y la primera en probar el maravilloso New York. Vi a Jeannie acercarse.
—Abejita, ¿qué haces aquí?
—No quiero que nadie se coma mi porción de New York.
—¿El New York, dices? Hoy no es posible, Shannon lleva toda la semana enferma, no tenemos nada de repostería, ya sabes que es la única que sabe de esto. Ninguna otra se atreve a meterse en la cocina y competir con ella. ¡Ven la próxima semana!, te guardaré un trozo, te lo prometo.
—No Jeannie… —dije desmoralizada—, me voy a España por navidades, no volveré hasta enero.
—Oh, cariño, lo siento, bueno, pues en enero tendrás tu porción de New York, el mejor pastel que jamás hayas comido.
Bueno, ¿qué te pareció? Pero si todavía no lo he probado. ¿Cómo que no? ¿De qué habláis? De nada, que Elvira sigue sin conocer el orgasmo del New York. ¡Ay, dios mío!, ¡puro pecado!, ¿a qué esperas, chica? Si yo quiero comerlo pero no he tenido suerte hasta el momento, además me pillaron las vacaciones de navidad por medio. Vale, pero estamos casi a febrero, cariño. Lo sé, lo sé, Kayla, pero como es un poco caro quiero esperar a un momento realmente especial. ¡Ja, ja, ja, ja!, esta chica, es un encanto. Boba, diría yo. ¡Son casi doce dólares de trozo de pastel! Dentro de tres meses y medio es tu cumpleaños, ¿te parece razón suficientemente especial, cariño? ¡Uy!, a mí me lo parecería, chica, ¡vete!
Eran las cuatro de la tarde, miré por la ventana del salón. Había dejado de nevar. Al ser domingo las carreteras estaban cubiertas de nieve, casi no había movimiento de coches que las despejaran, así que decidí ir andando. Me calcé las botas de oso y el forro polar, me encasqueté el gorro y me metí, en el bolsillo de los apretados jeans, los quince dólares que había separo para la ocasión.
—Hola, Jeannie.
—Hola, abejita.
Me senté en la barra. Saqué de mi bolsillo los quince dólares y los coloqué en el mostrador, frente a ella.
—Un-New-York, por favor —dije muy lentamente, vocalizando a la perfección el nombre.
Jeannie, tras reírse burlona un rato, se dio media vuelta y acercándose a la neverita giratoria me preguntó con misterio:
—¿Estás segura de que quieres probarlo…?
—¡Jeannie, tráelo de una vez! —grité impaciente porque me moría de ganas, salivaba como el perro de Pávlov. Llevaba meses esperando aquel momento, mi New York y yo nos íbamos a ver las caras por fin.
Jeannie se acercó con un platito, lo portaba ceremoniosamente con ambas manos, y tarareaba una facilona melodía de intriga.
—Y… ¡Ta-chaaaaaán! —exclamó Jeannie dejando el plato en el mostrador, bajo mi depredadora mirada.
Lo miré, lo volví a mirar, me acerqué el platito un poco más por si no lo estaba viendo bien y finalmente dije:
—Pero… Jeannie, tiene crema…
—Claro, abejita, el secreto del pastel New York es su crema.
—Jeannie, no me gusta la crema… —dije bajándome del taburete y con paso lento llegué hasta la puerta.
—Pero, abejita, ¡¿adónde vas?!
—A mi casa, a comerme un yogur.
31 oct 2009
Mal de ojo

―Pues eso dice aquí ―y ladeé la pantalla del portátil para que pudiera verlo. Pasé el dedo bajo algunas líneas del texto mientras leía―: Lo que se debe hacer es poner la tijera abierta dentro de un plato hondo con un poco de agua.
Kayla y yo estábamos sentadas en la mesa de mi cocina. Comíamos unos nachos reblandecidos por el queso fundido en el micro, con salsa picante de espinacas, mientras organizábamos todos los ingredientes necesarios para quitar el mal de ojo.
―¿Y el aceite?
―Con el aceite te mojas el dedo anular, ¿no? y luego… espera que creo que lo decía por aquí… ―dije intentado buscar esa parte del texto pero no pude y se lo expliqué con mis propias palabras―, luego… echas tres gotitas en el plato de la tijera, ¿no?, recitando una oración.
―Ya... Lo que no tengo muy claro es cómo sabes que tienes mal de ojo ―dijo Kayla llevándose un nacho a la boca.
―Ah, ¿eso?, mira, pincha aquí ―y le señalé una página minimizada en la parte baja de la pantalla.
―¿Esto?
Miré al portátil un segundo con la botella de aceite en la mano. Sí, eso, le dije.
―Insomnio, pesadillas repetitivas, ¿qué pesadillas tienes tú?
―Arañas.
―Pero eso no es una pesadilla, cariño. Vivimos en las montañas de West Virginia, aquí hay más seres de ocho patas que de dos. Sueñas con las imágenes que has visto a lo largo del día ―razonó Kayla removiendo un ahogado nacho en la salsa.
―Te aseguro que llevar encima un abrigo de tarántulas peludas no es una imagen que vea frecuentemente a lo largo del día.
―¡Buaj…! ―exclamó y continuó leyendo―. Opresión en el pecho, nerviosismo generalizado, ¡normal!, ¡soñando con eso! ―e hizo una pausa para comer otro nacho―. Cansancio, depresión, mareos, falta de concentración, pérdida de memoria, inapetencia sexual… ¡Joder! Si tienes todo esto, más que mal de ojo lo que te pasa es que ¡estás hecha una mierda, cariño!
Me reí diciendo:
―¡Anda, calla! A ver, que esto ya está.
―Ay, estoy nerviosa, ¿eh?, ¡estoy nerviosa! ¡Venga, unta el dedo! ―Kayla parecía disfrutar de aquello como una niña pequeña.
Extendí el dedo anular de mi mano derecha y lo mojé en el platito de aceite que había preparado.
―¿Y ahora? ―preguntó Kayla impaciente.
―Echo una gota en el plato con la tijera mientras digo un padre nuestro ―dije llevando el dedo al otro plato, con cuidado de no derramar el aceite por el camino.
―¿Un qué?
Estaba muy concentrada en lo mío así que no contesté a su pregunta y empecé:
―Padre nuestro que estás en los cielos, no nos dejes, no, no, danos el pan y no caer en la tentación, santificado, ay… santificado el pan de tu nombre, ay… ¿cómo era?, más líbranos del mal… ―miré con angustia a Kayla―. Se me ha olvidado, se me ha olvidado…
―¡Uy, pues a mí no me mires que soy judía!
―¡Mierda! Se me ha caído una gota ―las dos miramos rápidamente dentro del plato de la tijera―, ¿pasa algo fuera de lo normal? ―pregunté sin levantar la vista.
―La tijera no parece desintegrarse…
―Corre, Kayla, ¡busca el padre nuestro en internet!
―¿En internet?, ¿no crees que vamos a perder toda la espiritualidad del conjuro?
―¡Venga! ―grité nerviosa, mientras colocaba la mano izquierda bajo mi dedo chorreante de aceite para no dejar caer más gotas.
―¿Padre nuestro, así como suena?
―Sí, así como suena: Padre Nuestro ―dije vocalizando perfectamente las dos palabras.
―Aquí está, a ver, repite: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre ―hizo una pausa, yo la miré sin saber qué hacer―. ¡Que repitas, cariño!
―¡Ah! ―retiré la mano izquierda y zarandeé el dedo anular para soltar otra gota de aceite mientras recitaba las frases de la oración, chivadas por Kayla.
―Venga a nosotros tu reino…
―Venga a nosotros tu reino… ―repetí.
―Hágase tu voluntad…
―Hágase tu voluntad…―repetí de nuevo.
Frase tras frase terminamos con el primer Padre Nuestro, luego llegó la segunda gota y el segundo Padre Nuestro, y por último el tercero.
―¿Qué? ―pregunté a Kayla mientras me secaba el dedo con una servilleta de papel.
―Mmm… no sé… ―respondió Kayla examinando las gotas flotando en el plato.
―Pero ¿están separadas o apelotonadas en una gran gota?, ¡ay, quita!, déjame ver ―dije apartando la cabeza de Kayla de encima del plato.
―Bueno, pues, ¿qué ves tú?
―Mmm… no sé ―dije con enorme duda.
―¡Ves! ―exclamó Kayla victoriosa―. No se puede saber, ¡ahí no se puede saber nada! Se ha quedado un charquito aceitoso sobre unas tijeras… ¡Tú me dirás!
―Ya bueno… pero hay que saber si las tres gotas…
―Las cuatro ―interrumpió Kayla.
―¿Qué?
―Que al final se te cayeron cuatro gotas.
―Aaaaah… claro… igual es por eso… ―dije levantando la cabeza y mirando a Kayla como si acabara de descubrir que la Tierra era redonda.
―Espera, parece que se separan, ¿no? Ahora se ve más claro, las gotas están más definidas, sí.
―¿Se separan? ―pregunté nerviosa mirando el plato al igual que Kayla.
Me levanté aturdida de la mesa y me acerqué a la cafetera. Tomé un vaso del armario y lo llené de café mientras le explicaba a Kayla que si las gotas quedaban separadas, significaba que continuaba con el mal de ojo, por eso que las gotas debían permanecer juntas. Kayla no dijo nada. De espaldas a la mesa eché azúcar al café y lo removí con una pequeña cucharilla.
―Ay, pues se están juntando… ¿eh?, se están juntando ahora, ¡mira, mira! ―dijo Kayla exitada.
―¿Sí? ―dije dándome la vuelta con ilusión.
―¡Sí, sí, sí!
Nuevamente de espaldas, tiré la cucharilla a la fregadera y, al darme la vuelta para acercarme a la mesa con mi café, vi como Kayla soplaba dentro del plato.
―¡¿Qué haces?!
―Nada… ―contestó con vergüenza al haber sido descubierta.
―Kayla, ¡esto no funciona así!, ¡no puedes juntar las gotas con tus soplos! ―grité llena de rabia―, ¡no puedes!, ¡lo has estropeado todo!, ¡todo! ―y me senté en la silla intentando contenerme pero se me escurrieron las lágrimas.
―Pero, cariño… tú no tienes mal de ojo, tú lo que tienes es mucho dolor y tristeza aquí dentro ―dijo casi en un susurro apretándome el pecho―. Pero un día, ¿sabes…?, un día esa tristeza se irá y tu mundo volverá a estar lleno de colores, cariño…
―¿Cuándo…? ―pregunté abrazándola sin dejar de llorar.
25 sept 2009
Nanga Parbat

―Me dijo que te llamó dos veces este verano y que no cogiste el teléfono, quería hablar contigo, me lo dijo, Elvi, de verdad, ha estado loco perdido, yo… no sé, no me quiero meter, pero… ―se justificaba una y otra vez Ankit.
―¿Con Anilah Raza? ―pregunté sujetando el auricular con las dos manos de tanto que temblaba.
―¿Por qué no le contestaste? Un mensaje, Elvi, ¿eh? Sólo necesitaba un mensaje para, no sé… para saber algo de…
―¿Con Anilah Raza?, por favor, Ankit… por favor, ¿con Anilah Raza?
―Sí…
―¿Cuándo?
―No lo sé, eso no lo sé…
―¿Cuándo, Ankit? Por favor, ¡¿cuándo?! ―pregunté derramando parte de la ansiedad que me estaba inundando lentamente.
―La fecha oficial no la sé, porque la celebran en Pakistán ―dijo liberando un suspiro contenido―, pero el diecinueve de diciembre es la recepción para los amigos en Singapur.
***
En la bandeja llevaba un cheese Naan y una coca-cola. Tuve que dar dos vueltas antes de encontrar una mesa libre. Eran las doce del mediodía y estaba a tope.
Cuando me senté llamé a Montse porque me acababa de mandar un mensaje.
―Uy, qué de ruido ¿dónde te pillo?
―En el Food Court de debajo de la escuela ―dije pegando un tarisco al aceitoso pan de ajo.
―¿El de Bencoolen Street?
―El mismo ―dije mordiendo otro poco.
―Bueno, Elvi, lo que te tengo que contar… muy fuerte, muy fuerte.
Esperé en silencio, Montse continuó.
―Hace una hora me llama la pedorra de Janine, la francesa, ¿sabes?, ¿no?, la de turismo del consulado francés, que parece la mismísima embajadora con esos aires que se da…
―Que sí, que sí, la hortera del bolso de lentejuelas.
―¡Ay, qué fuerte! ¿Te acuerdas?, vamos, dime tú, las cosas que no se vean en Singapur… porque si te cuento las pintas que tenía hoy una tía en el metro te…
―Montse, ¡quieres arrancar que sólo tengo veinte minutos para comer!
―Bueno, vale, pues me dice la chunga de Janine que te vio ayer entrando en la zona VIP de Attica de la mano del jeque entre los jeques: ¡Abid-Shah-Mir!
―¡Uy, uy, uy, uy! ―dije escupiendo el Naan sobre el plato. Del susto se me habían cerrado todos los conductos.
―Hace falta ser mala, inventarse tonterías para arruinar la reputación de la gente. Y ya ves, que el Mir está como un queso y quién pudiera, pero…
―Ya te digo, ya te digo, jo, vaya, vaya, cómo está el Mir ―dije en un intento vergonzoso de disimular.
―Pero, tía, no es cuestión, ¡hombre!, que todo el mundo sabe que está comprometido con Anilah Raza, y quita, quita, que los musulmanes son muy suyos, y a ver si por el rumor te vas a meter en un embola’o de no veas.
―¿Qué? ―pregunté estupefacta.
―Que eso, que la Janine es muy mala, que siempre...
―¡Que no, Montse, coño! ―estaba fuera de mí― lo de la Manila Reza ―dije esta vez intentando controlar la furia.
―¿Cuál? ¿Anilah Raza? Pues una preciosidad de Cachemira, de esas indias con los ojos verdes, ¿como las de Bollywood?, ¿sabes?, pues lo mismo, maja. Es hija de un armero multimillonario y viven en Nueva Delhi. Yo es que la conocí el año pasado, en una cena en la embajada de Francia, fui con Gérôme y estaba la Anilah con el Mir, pues… les tocó en la mesa de al lado y, para que veas, también estaba Janine, y también los vio, y aun así se inventa el bulo para hacerte daño, si es que…
Volví a la escuela y di las tres clases que me faltaban de cualquier manera. No me podía quitar de la cabeza lo insistente que había sido Abid con respecto a ocultar nuestra relación, es mejor ser discretos, me decía, Singapur es muy pequeño, me explicaba cínicamente, hasta que no formalicemos lo nuestro es mejor que nadie lo sepa, no lo comentes a tus amigos, por favor, tampoco a Ankit, me pedía una y otra vez. ¡Pero seré estúpida!, grité en mitad de la última clase con las quince caras de mis alumnos mirándome atónitos, estúpida… estúpida... porque no es la actividad de la página quince, no, no… es la de la dieciocho. No coló, claro que no coló.
Tomé un taxi y en veinte minutos me planté en la oficina de Abid.
Durante el camino había repasado una y otra vez el discurso. Tenía tanta rabia contenida que los diálogos se me escapaban en voz alta y el taxista me miraba con cierta preocupación por el retrovisor.
Con una falsa sonrisa sorteé la seguridad de la entrada, ya me conocían. A su secretaría le aseguré que el señor Mir me esperaba y sin más me colé directamente en su despacho, sin llamar si quiera.
Frente a él contuve la respiración. Sentía que me temblaba la boca. Nerviosa me acaricié el cuello con ambas manos e intenté decir algo sin mucho éxito. Estaba paralizada. Abid se asustó al verme así. Se levantó con rapidez de su mesa y se acercó. Qué pasa, loca, qué pasa, preguntó mirándome a los a ojos. Ay, no… así no vale, con él tan cerca no puedo pensar, no me mires así, Abid, no me mires así… Agaché la cabeza y me derrumbé llorando sobre él. Entre sollozos intentaba explicarme, describir una mínima parte de lo humillada que me sentía. Estaba abatida, me había creído un cuento de hadas por ser tan idiota. Cálmate, Elvira, por favor, cálmate… loca, mi loca… por favor, pero… cálmate… me decía Abid intentando tranquilizarme, no sé, pero parecía tan sincero...
Abid me abrazó y me juró y perjuró que su compromiso era un arreglo entre familias. Desde los dieciséis años sabía que debía casarse con Anilah, pero tan sólo se habían visto en seis o siete ocasiones y siempre en actos públicos. Lo miré y lo creí, no porque estuviera convencida de que aquello fuera verdad, sino porque tenía la inmensa necesidad de creerlo.
―Yo no contaba con esto, Elvira, no esperaba conocerte… créeme, por favor… ¿eh?, loca, mi pequeña loca…
Llamó a su secretaria y pidió que me trajera un té. Nos sentamos en el sofá. No dejaba de sujetarme la mano y pedirme perdón continuamente. Se lamentaba de haberme hecho tanto daño. Su secretaria abrió la puerta después de tocar y se acercó a nosotros con mi té. Abid le hizo un gesto con la cabeza para que saliera inmediatamente. Después, solos de nuevo, me preguntó con cierta inseguridad:
―¿Elvira, confías en mí?
―No lo sé… ―respondí.
Me pidió que me quedara allí, sin moverme. Me dijo que debía irse, que no sabía cuándo volvería, pero que por favor tuviera paciencia. Le vi marchar y cerrar la puerta detrás de sí. Miré a mi alrededor, me sentía muy incómoda. Contemplé detenidamente mi taza de té y lamenté que no fuera café. La dejé sobre la mesita y esperé. Había pasado más de una hora y seguía esperando. Podría haberme ido, sí, pero no tenía fuerzas ni para levantarme. Me había recostado a lo largo de todo el sofá y sentía pocas ganas de moverme.
Por fin, oí la voz de Abid llegar por el pasillo. Me incorporé y lo esperé de pie. Ya está, me dijo, ahora ya está todo, repitió nada más entrar en la habitación. Sin más explicación, Abid me dio la mano y me llevó a la planta de arriba. Cruzamos un luminoso pasillo y cuando llegamos ante una puerta me pidió, con el dedo en los labios, silencio. Guardé silencio. Abid entró dejando la puerta abierta. Habló con un hombre, no pude entender nada, era urdu. Poco después, Abid salió, me tomó de la mano y me invitó a entrar. Era un elegante despacho, con una alta biblioteca al fondo. Una alfombra desgastada colgaba al otro lado de la pared. A nuestra derecha, un hombre, no muy mayor, nos miraba detrás de su escritorio. Abid volviendo al inglés me dijo:
―Elvira, te presento a mi padre Shah Tajdar Mir.
No dije nada, no tenía palabras. No podía creer que Abid estuviera haciendo aquello por mí.
El hombre se levantó de su mesa y se acercó a mí. Me sonrió sincero y me tomó de las dos manos.
―Dicen que pequeños ríos pueden desplazar montañas pero tú ―hizo una pausa y miró a su hijo― acabas de engullir el Nanga Parbat.
***
Colgué el teléfono sin despedirme de Ankit y con una exagerada calma me senté en mi escritorio frente al ordenador. Coloqué derecho el teclado y miré al frente sin ver nada.
―Cariño, ¿estás bien? ―preguntó Kayla desde la puerta de mi despacho.
―Sí.
―Pues tienes una cara, guapa…
―Estoy bien, ciérrame la puerta, por favor ―y volviendo a la erguida posición de antes, esperé oír el click de la puerta al cerrarse. Click. Dejé caer borrachos mis párpados y me abandoné sobre la mesa tapándome la boca, para que Kayla no me oyera desde su despacho.
21 sept 2009
Un día y dos vidas

―Uy, ¿qué haces aquí? ―pregunté a Kayla que estaba pasando el dedo índice por el lomo de mis libros de la estantería.
―Hola, cariño… ―dijo sin despegar sus ojos ni su dedo de los libros―. Estoy… estoy buscando un manual… un manual… ―decía mientras parecía prestar poca atención a sus propias palabras―, vamos, un manual con actividades… esto del… pero de manera gráfica, ¿sabes?
―Pues… ni idea, Kayla ―y me reí sentándome en la silla de mi escritorio.
―Ay, mujer, esto del… lo del imperativo pero… pero, pero con… ¡mierda, no tienes nada! ―gritó dándose la vuelta y mirándome, por fin, de frente.
Levanté los hombros riéndome porque seguía sin entender qué era lo que realmente estaba buscando.
―Imperativo con verbos reflexivos ―explicó finalmente marcando cada una de sus palabras.
Abrí el primer cajón del escritorio y saqué una pequeña caja. Había viñetas plastificadas de una joven, en la ducha, limpiándose los dientes, secándose el pelo, frente a un sillón con un libro, en una discoteca, en su cama con un enorme reloj que marcaba las siete, y así hasta quince escenas.
―Divide la clase en grupos ―dije mostrándole la caja abierta― y a cada grupo da unas cuantas tarjetas. Han de tomar el rol de una madre desquiciada que da diferentes instrucciones, qué sé yo… por ejemplo, levántate, dúchate, o en imperativo negativo, pues… no te rías y estudia ―dije cogiendo una tarjeta en la que la joven se reía teniendo un examen con una D en la mano― o… bufff... no sé… no te diviertas tanto ―y señalé la viñeta de la discoteca.
―Ah, me gusta, me gusta...
―Cuando terminen, los grupos se intercambian las tarjetas y vuelta a empezar, vamos, que te puede llevar unos veinte minutos la actividad.
―Oh, cariño, eres un genio. Hasta me da tiempo de tomarme un café mientras tanto, ¿no…? ―dijo en un tono confidencial mientras cogía la caja de mis manos―. Bueno, ¿tú qué tal?, ¿cómo lo llevas?
―Pues, chica, muy bien, estupendamente, la verdad ―dije estirándome en la silla―. No sé, pero con mucha ilusión, creo que este año va a ser mi año. Seguro que al final una editorial se apiada de mí y me publica el libro, ¡lo veo, lo veo, lo veo! ―dije alzando mis manos en alto.
―Vaya, cuánto optimismo a las nueve de la mañana…
―¡Y conoceré a Ron Adkins!
―Y ¿ése quién es? ―preguntó Kayla asustada por mi enorme entusiasmo.
―Pues… no sé, digamos que es un importante ejecutivo de Chicago, no, no, ¡escritor!, sí, escrito de Nueva York pero instalado en San Francisco, sí… ¡eso!, y, bueno, nos conocimos en una firma de libros en Manhattan, moreno de ojos verdes…
―¡Ay, no! Negros, que expresan mucho más.
―Bueno, pues de ojos negros, entonces le pido que me firme el libro y me presento, porque yo también soy escritora, ¿sabes? ―pregunté a Kayla que me miraba con atención.
―¡Claro, claro!
―Escritora de cinco grandes best sellers, bueno, así que le digo que vivo en el Soho y que conozco un restaurante indio estupendo al que podríamos ir después de su firma.
―Ay, qué atrevida y ¿qué te dice?
―Que está muy ocupado y me devuelve el libro firmado.
―Vaya… qué soso…
―Pero mientras me tomo un delicioso espresso en esa cafetería tan de andar por casa, donde ya me conocen y me tratan como a una hija, en Little Italy…
―Que sí, que sí... pero ¿qué pasa luego?
―Abro el libro y…
―Ay, ¡dios mío!, ¡dime que no, dime que no! ―gritó Kayla pellizcándose los labios.
―Pues sí… además de su dedicatoria, me deja el nombre del hotel donde se hospeda...
―¿En el Hilton?
―Mmm… no, no… algo con más clase…
―¡En el Ritz de Central Park!
―¡Sí, perfecto!, bueno, y también me había escrito su teléfono móvil, así que lo llamo, entonces…
―¡Espera! ―Kayla dejó la caja de las viñetas en mi mesa, me miró fijamente y me habló con seriedad―. Cariño, vale, lo puedes llamar y puedes ir a su hotel, pero no te acuestes con él porque hasta la tercera cita eso está muy mal visto en América, y ya sabemos que a las españolas el sexo os pierde.
―Vale, no sexo ―respondí obediente.
―No, no sexo ―confirmó inmediatamente detrás de mí.
―Así que lo llamo y quedo con él para esa noche. Me voy a mi apartamento, bueno, a mi dúplex, ¿eh?, un gran dúplex del Soho, porque he vendido más de diez millones de copias de mi última novela, en tres meses, y ha sido traducida a treinta y cuatro idiomas.
―¡¡¿A treinta y cuatro?!!, ¡pero si ni siquiera sabía que existieran tantos idiomas en el mundo! Oh, cariño, pero qué orgullosa estoy de ti…
―Abro mi vestidor, mmm… bueno, tengo dos, ¿vale?, uno sólo para zapatos y el otro…
―Me encanta, ¿ordenados por colores u ocasiones?
―Ocasiones, bueno, pues eso, bla, bla, y me pongo… una sencilla camiseta blanca de tirantes de Donna Karan, una chaqueta beige, de ante, ceñida de Stella MacCartney y unos infinitos Levi Skinny desgastados, porque yo ya no mido un metro y medio.
―Ah ¿no?
―No, me operé en Los Ángeles, lo último en cirugía estética, hueso artificial en las rodillas, me estiraron hasta casi el metro setenta y cinco
―¡Wow! Debes llamar la atención…
―Sí… bueno, ¡imagínate!, tuve que dejar de usar el trasporte público porque era un acoso continuo el de los hombres, bueno y el de mujeres…
―Perdonad, chicas ―Luisa, jefa del departamento, estaba en la puerta con unos papeles en la mano―, Elvira, aquí hay quejas de once alumnos tuyos del grupo 203 de por la tarde ―dijo zarandeando en alto el taco de papeles―, dicen que no te entienden, que tus clases son muy difíciles y que los contenidos no se ajustan a lo que explicas en tu Syllabus, ¡chica, baja en nivel!, cuántas veces te lo he repetido, ¡esto no es Yale!
―Lo siento, Luisa, hablaré con ellos y llegaremos a un acuerdo ―dije resentida.
―De acuerdos ¡nada!, ¡lo bajas y punto! Ah, oye, ayer me reuní con el decano, y… lo siento mucho, chica, pero andamos en crisis, así que se te congela el salario, la subida que te habíamos prometido antes de verano, no va a poder ser, y tampoco te vamos a abonar el billete de avión de este año. Lo siento, guapa, pero ya ves que estamos fatal…
―Tranquila, lo entiendo ―dije tragándome un profundo suspiro.
―Bueno, pues os dejo ―dijo despidiéndose con los papeles―, ah, ¡oye, Elvira!, ¿este año vamos a conocer a tu novio español?, dile que se venga por Acción de Gracias, todos los años preparo una gran cena, estáis invitados.
―Oh… gracias, Luisa, pero hemos roto este verano.
―Ups…vaya, chica, lo siento ―dijo compareciéndose de mí y se marchó.
―Bueno… ¡Bienvenida a tu vida real! ―exclamó Kayla con los brazos en cruz.
―Gracias, Kayla, muy amable ―dije con desgana y le señalé la caja de viñetas, encima de mi mesa, para que no se le olvidara.
―Gracias, cariño. Oye... otra cosa… ni se te ocurra ponerte botas de tacón alto con esos Levi Skinny, te daría un toque muy ordinario, creo que unos botines planos de Christian Louboutin sería perfecto, ¡además!, ¡¡¡¿quién necesita tacones con tu metro setenta y cinco?!!! ―Kayla me guiñó un ojo y se fue con la caja bajo el brazo.