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4 jul 2025

Viejo, sordo y ciego

 

Viaggio alla fine de la notte  de Carmen Mansilla

Pegaba un sorbito de café con la mirada baja, fingía ser complaciente, era lo menos que podía hacer por él, a fin de cuentas, era el marido de mi amigo Enrique.

Me agradeció por octava vez haberlo invitado al Museo del Prado. Dejé la taza en el platito y lo sonreí.

—No, dáselas al Gobierno, que me concede la entrada gratuita… y de paso también al que me lleve del brazo. Maravillas del sistema: si eres ciega, puedes pasarte la vida yendo a ver cuadros gratis. Creo que lo hacen porque saben que no los desgastamos.

Évidemment. Con vosotrrgos no hasen gasto de mantenimiento.

Al final iba a resultar que el francés tenía sentido del humor. Me explicó que el martes debía visitar el Reina Sofía y el jueves y el viernes el Thyssen. Prometió compensarme, decía ser consciente del dineral que se estaba ahorrando en las entradas y de mi tiempo dedicado.

—No te preocupes, me encantan las cafeterías de los museos. —Levanté la tacita y mostré una artificiosa sonrisa—. Cuando termines tu TFM ya me invitarás a una buena cena, ¿no?

Au final, seremos buenos amis.

—Tampoco te pases, ¡ni amís ni amós! Seremos eternamente conocidos y ya.

—Ah, mais non! ¡Nous somos familia! Yo soy el esposo de tu hegmano, de tu mejog amigo.

Sonreí vanidosa.

—¿Eso dice Enrique?

Quoi?

Que soy su mejor amiga. —Me retiré el flequillo hacia un lado y después, con delicadeza, apoyé el codo sobre la mesa con la mano bajo la barbilla.

Me llamó infantil. Sí, claro que era infantil. Últimamente iba tirando amigas del tren deseándoles una buena caída; las que me quedaban se podían contar con los dedos de una mano y me sobraban cuatro. Así que, sí, elevar un camarada a la categoría de mejor amigo me daba la vida.

—¿Cómo está? —Debía preocuparme, eso hacen las mejores amigas.

Jérôme apretó los labios y supe que quizá debía ponerme seria.

—Bueno, tú sabes, él es así como él es. Habla poco de eso.

No añadió mucho más, me dejó intranquila. Así que, antes de despedirnos, le propuse que el martes, en vez de vernos en la entrada del museo, le iría a recoger a casa y que, con la excusa, me tomaría un café con Enrique. Le pedí que no le dijera nada, que pareciera todo improvisado.

Seis días más tardes Jérôme me abría la puerta de su casa.

Oh, Elviga, oh, oh, mais, oh, ¿cómo es posible? Mais, yo he pensado que nos encontrrrgamos en el museo, mais, ah, quelle surprise!!!, ¡Bebé, Elviga está aquí! Mon doudou, me escuchas?

Con la mirada le recriminé su terrible actuación. Entré al salón. En el precioso sofá de ante verde estaba Enrique con Vicente despeluchado en el regazo.

—Hola, camarada —dije.

—Hola, amiga.

Me senté a su lado y acaricié al perro.

—¿Cuántos años dices que tiene? ¿Setenta? —pregunté.

—Once.

—¿No había perro más viejo para adoptar?

Sí, había dos de trece y uno de catorce, pero Vicente es sordo y ciego de un ojo. Vamos, irresistible.

Enrique siempre ha sido complicado, seco, con ese encanto de persona que parece que te tolera por obligación. Pero luego va y rescata un fósil peludo…  Supongo que el cambio climático le afecta a cada uno de diferente manera.

Alargué la mano y acaricié el lomito de Vicente, dije que lo veía mucho mejor que la última vez; hacía tres meses tenía calvas, ahora el pelaje parecía algo más uniforme. Lo arrastré hacia mí y lo abracé, era pequeño y escuálido, lo que provocaba quererlo sin condición. Lo besé en la cabeza y le rasqué detrás de las orejas mientras lo llamaba “feo-feo-refeo-requetefeo” con voz de niña. Miré a Enrique y afirmé:

—Te estará ayudando mucho estás semanas. Tenerlo se te hará más fácil.

—¿A qué has venido, Elvira?

¡C’est qui que quiega café que se levantas el mano! —gritó Jérôme desde la puerta del salón.

—¿Tu marido nunca va a aprender español? —dije y levanté la mano—. Con leche sin lactosa, porfi.

Oui, bien sûr, je sais. Bebé, Elviga y yo ya somos súper amis.

—Me alegro, cariño, eso es todo un logro.

—¡No es cierto! ¡Jamás seré amiga de un francés!

—Tarde, ma chérie… —y regresó a la cocina tarareando Count on me de Bruno Mars.

Me reí, Jérôme tenía algo como Vicente, había que quererlo.

—Entiendo que te casaras con él no solo por ser un yogurín de treinta y tres años.

Enrique cogió de la mesita de café el tabaco de liar. Se hizo un cigarro, lo encendió y, sujetando el cenicero con la otra mano, saboreó la primera calada y exhaló el humo con calma. Aquella manera de sostener el cenicero me recordó a mi tío Dámaso, pensaba en él como en un viejo fumador, pero tendría la misma edad que Enrique ahora, cerca de los cincuenta. La perspectiva del tiempo te rejuvenece o avejenta a su antojo.

Cruzó las piernas y volvió a preguntarme que qué quería. En nuestra amistad no cabían los formalismos.

—Saber cómo estás.

Estoy bien. Tú andas bastante peor, tu ojo izquierdo empieza a fallar y ya no te quedan más flotadores, te hundes, Elvira.

Apreté a Vicente contra mi regazo, sentirlo me recordaba que Enrique no era un carroñero. No dije nada y mirando al frente esperé los cafés. Al poco, Jérôme llegó portándolos sobre una bandejita de cristal naranja. Los repartió y se sentó en el suelo, al otro lado de la mesita, frente a nosotros. Me aconsejó que dejara a Vicente en el suelo, me dijo que estaría más cómoda. Le hice caso y, con una sincera sonrisa, le agradecí el café, también le recordé que era mejor llegar antes de las cinco al museo, que si no habría demasiada gente. Me fijé en Enrique, parecía completamente ausente sosteniendo el cenicero con la colilla retorcida dentro.

***

Jérôme me dice que mi hermana ha llamado. Que tenga diecisiete años más que yo hace que sea una madre más que una hermana, que insista con su llamada mensual de rigor al teléfono fijo me enferma. El infantilismo con el que me trata se me atasca. Suspiro y me dejo caer en el sofá. Vicente me mira desde el suelo, lo ayudo a subir. Todos deberíamos ser así: viejos, sordos y ciegos, pocos problemas tendríamos con los demás, suficiente aguantarnos a nosotros mismos. Es tu padre, dice Jérôme. Me incorporo y le pido que me lo repita. Mi hermana se lo había dicho. El viejo ha muerto. En el coche de camino a Toledo, Jérôme me habla de una compañera del Máster, lo oigo y lo intento escuchar, sin embargo, las palabras se convierten en chicle, pegajosas se solapan unas a otras, quizá ya me esté quedando sordo, quizá siempre lo haya sido: sordo y perro. Aparco frente a la casa. Veo primero el coche de la funeraria, luego los dos de policía y después a mi hermana. A dónde vas, me pregunta. Quiero subir a casa. No puedes, me dice. Sí puedo, quiero subir. No puedes, Enrique, nadie puede, está la policía. La veo vieja, lo que es. El pelo corto le hace parecerse a mamá. Su forma de decirme las cosas le hace parecerse a mamá. Sus prohibiciones le hacen parecerse a mamá. ¡Sí puedo, voy a subir!

—Enrique… —Mi hermana me sujeta del brazo—. Llevaba muerto dos semanas.

***

Giró la cabeza y me miró con inmensa pena sin soltar su sucio cenicero, como mi tío Dámaso.

Perdóname, amiga —dijo—. Cuando siento dolor yo también me ciego.

 

 

12 oct 2020

Madre, hijo y espíritu santo

Fotograma de Psicosis de Alfred Hitchcock de 1960


—Ha cruzado la línea, Elvira, y yo no puedo más, no puedo más… —dijo Almudena mirándome en la cocina de su casa. Después, abrió la nevera, cogió un botellín de cerveza y me lo dio—. Tienes en ese cajón el abridor. De verdad que lo intento, lo intento con todas mis fuerzas pero es inútil.

Me senté en uno de los taburetes de la mesa y apoyé la espalda contra la pared. Bebí el primer trago de cerveza y, después, sujetándola con una mano la sostuve en mi rodilla cruzada.

—Imagino que no tiene que ser fácil —dije.

—¿Fácil? El sábado llegó a las 5 de la mañana completamente borracho y tiene 12 años recién cumplidos. ¿Fácil?, no es que no sea fácil es que es innecesario. Es completamente innecesario que tenga que aguantar esto. Yo, Elvira… Yo… Yo nunca lo quise, a ti no te voy a engañar… En mis planes no estaba el ser madre, pero llegó y ya. Y no piensas, no piensas, lo tomas, lo crías, y dices qué duro, oh, qué duro es  tener un niño, lo dice todo el mundo, ¿no?, así que lo repites, sí, sí, durísimo. Pero lo realmente duro es ver cómo ese bebé se convierte en una persona completamente ajena a ti… Mi hijo, mi hijo, dice la gente, mi hijo, ¿qué tiene tuyo?, dime, ¿qué hay de ti en él? ¿Quién es? —Se quitó las gafas, las dejó sobre la encimera y se frotó los ojos—. Siempre he tenido miedo a que ocurriera esto, a reconocerlo a él en mi hijo. Abel es igual que su padre y ni te imaginas el rechazo, por no decir el asco, que me produce… yo… es asco… yo… no puedo…

Comenzó a llorar. Dejé el botellín sobre la mesa y me levanté. Me acerqué a ella y la abracé. Almu es casi tan bajita como yo, así que nos quedamos unos minutos completamente solapadas en silencio.

—Tú me entiendes, ¿verdad, Elvi? Entiendes que no pueda quererlo…

La miré y le retiré su pelito de Amélie por detrás de las orejas.

—Voy a hablar con él, ¿vale?

La habitación estaba bastante desordenada. Aparté algunos cuadernos que había sobre su escritorio, una bolsa de patatas fritas vacía y una camiseta sudada, y aposenté mi trasero; supongo que lo de sentarme encima de las mesas era marca de mi profesión.

—¿Vas a salir hoy? —pregunté.

Abel me miró con despreocupación, estaba tumbado en su cama.

—No puedo, tu amiga me ha castigado.

—¿Mi amiga? —Me reí, a sus ojos era tan cómplice como ella—. Tu madre —dije.

—No es mi madre. La odio, no sabe nada, no entiende nada, la odio, ojalá se muera.

—Sí, bueno, pero si se muere Almudena, ¿qué harías tú?

—¡Irme con mi padre! —gritó incorporándose.

—Pensaba que no sabías donde vivía.

—¡Claro que no lo sé!, porque tu amiga no me lo dice. Por su culpa se marchó y ahora no sé dónde está, por su culpa. Siempre va de víctima y siempre tiene que ser lo que ella diga. No entiende nada, no entiende nada, y cree que… joder, ojalá se muera, ¡que se muera!, del virus o de lo que le dé la gana, que me deje en paz, que me puto deje en paz.

—¿Puto deje en paz? ¿Desde cuándo puto califica a verbos?

—Joder, Elvira, no me puto enseñes.

Puto enseñes… De acuerdo, de acuerdo, vale.

Me bajé de la mesa y me senté en la silla del escritorio. Pensé en mi padre, en lo mucho que lo detestaba y en el constante deseo de su muerte. Pensé en mi madre, en sus continuos gritos, me culpaba por tener el pelo tan fino, tienes un pelo de mierda, me decía. Me reí.

—¿De qué te ríes?

—Menuda estafa, ¿no? —contesté.

—¿Qué estafa?

—La familia. Es una estafa. Una estafa de las gordas. Te lo venden como algo idílico y luego te das cuenta de que, si no tienes el número ganador, todo es una mierda.

—No sé…

—Sí, claro. Un ejemplo: mi familia. Un padre psicópata, una madre neurótica, un hijo mayor anormal y una hija pequeña subnormal.

Abel se empezó a reír.

—Joder, Elvira, eres mazo de idiota.

Idiota, pues sí, eso siempre me lo decía mi madre.

—¿De verdad? ¿Te llamaba idiota?

—No, no, no, no, nunca me llamó idiota. Solo me llamaba retrasada mental e inútil.

Se empezó a reír a carcajadas. Lo miré, era un niño grande, un niño de 12 años de casi metro setenta, largo como él solo pero un niño a fin de cuentas. Quería buscar a su padre, ¿por qué no?, era un niño. Supongo que necesitará de 20 años más para darse cuenta de quién es su padre, de lo que hizo y de lo que seguirá haciendo, para dejar de buscarlo, de necesitarlo, de vincularse a él emocionalmente sin sentirse culpable. Necesitará de 20 años más, no sé si para querer a su madre pero sí para darse cuenta de todo lo que hizo y hará por él, de respetarla y empatizar con su esfuerzo. Necesitará de 20 años más, porque ahora es un niño, es todavía un niño.

—¿Qué me miras? —preguntó ya serio.

—Nada, pensaba en lo que me acaba de decir tu madre en la cocina, pero no, no, nada, déjalo.

—¿Qué te ha dicho?

—Nada, nada, bueno, me ha hablado de ti, claro, pero no… Le he prometido que no te diría nada, es algo entre nosotras, ya sabes…

—Joder, ¿qué te ha dicho?

—Bueno, a ver, ella está preocupada, lo entiendes, ¿no? Y bueno, se culpa, dice que hace las cosas mal, que no sabe cómo acertar contigo, que no te entiende.

—Ya, joder… Es que no me entiende.

—Sí, lo sabe y se siente muy mal. Me ha dicho que ya no sabe ni cómo decirte lo mucho que te quiere, que le da vergüenza, que se siente rechazada, bueno, no sé, ya sabes, Almudena es muy especial para los sentimientos. Me ha dicho textualmente que se muere por abrazarte y comerte a besos como antes. Madre mía, qué tonta, ¿no?

—Sí, qué tonta…

—Sí, tu madre es muy puto tonta.

—¡Elvira, que no se dice así! Eres mazo de idiota.

Y ahí lo dejé muerto de la risa en su cama. Al llegar a la cocina, Almudena me esperaba sentada en un taburete.

—Tendrás ya la cerveza caliente —dijo.

—Ah, no me importa. —La cogí y le pegué un sorbo, sí, estaba realmente caliente, la dejé de nuevo sobre la mesa y me senté—. Pobre.

—¿Pobre quién?

—¿Eh? Ah, nada, nada, estaba pensando en alto, en lo que Abel me acaba de decir y pobre… En fin…

—¿Qué te ha dicho?

—No, no puedo decírtelo, se lo he prometido. Le he dicho que no te diría nada.

—¡Elvira, por favor!

—Bueno, vale, pero no le digas que te lo he dicho, además él lo va a negar todo, ya sabes cómo es.

—¡Que sí! ¿Qué te ha dicho, coño?

—A ver, pues se siente mal porque sabe que no está haciendo bien las cosas.

—¡Claro que no está haciendo bien las cosas!

—Sí, lo sabe y se siente muy mal, y me ha reconocido que lo hace para llamar tu atención, porque hace tiempo como que pasas de él y que te echa de menos.

—¿Que me echa de menos? Imposible, eso no te lo ha podido decir, no habla así.

—No, claro que no, a ver, textualmente me ha dicho que te puto quiere pero que no sabe cómo decírtelo, que le da mucha vergüenza, que ninguno de sus amigos lo dice y que ya nada es como antes y que le gustaría estar más tiempo contigo pero que ya no es un niño y sin embargo tú le sigues tratando como tal.

—¿Me puto quiere…?

—Sí, te puto quiere.

—Ay, pobre… Y yo que pensaba que deseaba mi muerte. —Se llevó las manos al pecho y me sonrió.

—¡Mujer, cómo va a querer que te mueras, por favor! ¡Por favor! —Pegué otro trago a la cerveza, me ardía la garganta y la conciencia.

Abel apareció en la cocina. No dijo nada. Abrió la nevera y se quedó un rato largo mirándola.

—¿Vas a cenar? ¿Quieres hacerte un sándwich y te lo llevas a la habitación? Esta mañana he comprado jamón, lo tienes en el táper de abajo, el de la tapita azul —dijo su madre.

—No sé, ¿tú vas a cenar? —preguntó cerrando la nevera.

—Sí, más tarde, en una hora, cuando se vaya Elvira. Me haré una ensalada y la carne empanada que ha sobrado este mediodía.

—¿Hay para los dos?

Almudena se quedó un minuto en silencio.

—Claro… —dijo con cierta sorpresa. Se levantó, abrió la nevera, sacó el plato de la carne empanada y se la mostró a su hijo—. Ves, hay de sobra.

—Vale, pues ceno contigo.

—Sí, claro, cenamos juntos… —respondió sujetando el plato con fuerza.

Abel salió de la cocina y a Almudena se le cayeron las lágrimas.

—Me puto quiere…

No pude evitar abrazarla de nuevo aunque, esta vez, nos separara el plato de carne empanada al que se había aferrado como a un salvavidas.

16 jul 2020

Así, veranos en Madrid

¡Agüita fresca! Cibeles, Madrid, años 50. Autor desconocido.


LA IDA
Libérate del pasado y vuelve a nacer…
Beatriz bajó el volumen de los Quentin Gas & Los Zíngaros y atendió la llamada entrante en manos libres.
—Hola, papi —contestó sonriendo a Elvira que desde el asiento del copiloto se ajustaba, con precaución, las oscuras gafas.
—Hola, princesa, ¿habéis llegado ya? —preguntó su padre.
—No, estamos de camino. Hemos tenido que volver porque a Elvira se le había olvidado la cortisona.
—Pobre criatura, menuda pesadilla constante.
—Papi, estoy con el manos libres, Elvira te está oyendo.
—Estoy bien, José Miguel, no te preocupes, la operación salió genial, ahora reposo, por eso que te agradezco muchísimo este fin de semana en el balneario.
—Nada, bonita, qué menos, qué menos, preciosa… Ya me ha dicho Beatriz que no te conviene ni la piscina ni masajes ni yoga, pero puedes optar a talleres de los de respirar...
—Meditación, papá.
—Sí, sí, meditación. También organizan paseos y charlas y tienen una gran biblioteca, puedes leer.
—¡Papá, está ciega!
—Bueno, no estoy ciega…
—Sí, lo siento, bonita, es que eres tan joven que olvido…
—No estoy ciega, José Miguel, no te lleves mal rato, estoy muy bien.
—Como un topo, papá.
Elvira sonrió, no daba crédito.
—Oye, princesa, mándame un mensaje cuando lleguéis. Está todo pagado pero si Elvira necesita cualquier extra lo cargas en mi tarjeta, ¿de acuerdo? Y conduce con cuidado.
Se despidieron.
—Siempre quise tener un padre millonario —dijo Elvira.
—Siempre quisiste tener un padre, punto.
 Beatriz volvió a subir la música.
…de allí vengo y todo, todo, todo, todo no es de color…

LA ESTANCIA
Und du weinst und ich schreie, ich schreie auf dich ein…
Cuando Elvira vio a la joven delante de ella se quitó los auriculares y Faber dejó de sonar.
—Hola, eres Elvira, ¿verdad? Me han dicho que has reservado una hora conmigo para charlar un poco —dijo la joven y se sentó junto a ella, en el banquito de madera de aquel enorme jardín.
—Sí, bueno, creo que algo de terapia no me vendría mal. Llevo 10 años con Óscar, mi psicólogo porque, bueno, me cuesta un poco llevarme bien con la vida. —Se rio algo nerviosa—. Quizá escuchar a una psicóloga diferente me venga bien.
—Oh, no, no, no soy psicóloga, soy coach.
—¿Perdona?
Coach motivacional.
—¿Perdona? —Y apretó tanto la mandíbula que le dio un calambre.
—¿Estás bien? —Elvira agitó la cabeza con la mano en la boca—. Me llamo Adriana, y me encanta escuchar tu enfado con la vida, soy adicta a los retos, ¿sabes?, y creo que en esta hora que vamos a pasar juntas terminarás haciendo buenas migas con ella.
Elvira la miró atónita. Adriana continuó:
—Vengo preparada. Mira, elige una cartulina. —De una bolsa de tela sacó 4 trocitos de cartulina: negra, roja, blanca y verde. Elvira eligió la negra—. Estupendo, sabía que escogerías ese color. Porque elegimos lo que somos y no al revés.
—Fenomenal, soy negra…
—Bien, ahora, haz una pelota con la cartulina, ¡estrújala!, ¡aplástala! Y mientras lo haces piensa en esa ira que hace que no ames la vida como deberías. Canaliza esos sentimientos que te impiden saborear el placer de ser quién y cómo eres. De sentirte viva. ¡Machaca esa pelota débil y vulnerable de papel! ¡Adiós a las sombras! ¡Adiós a esa voz interna que te pisotea poniéndote límites, barreras, obstáculos! ¡Adiós a esa voz de niña malcriada y caprichosa que no te deja avanzar porque cree que siempre le debes algo! ¡Acaba con el pasado! ¡Tritura esa pelota para avanzar, Elvira! ¡Abre la puerta de tu poder y cambia!
—…
—¿Elvira?
—¿Sí?
—Debes estrujar tu cartulina y decir en voz alta qué aplastas en ella.
—Oh… vale, vale, ya, claro, entiendo. —Carraspeó dos o tres veces, se retiró el pelo detrás de la oreja con parsimonia y empezó a aplastar la cartulina lentamente—. Yo te estrujo porque en Madrid hace mucho calor en verano…
—¡Muy bien, Elvira! ¡La asfixia! ¡Acaba con ella!
—Yo te estrujo porque… porque el café ha subido a 3€ en la Plaza de la Paja.
—¡Excelente, Elvira! ¡Eres muy valiente! ¡Mucho! Te estás enfrentando a la sociedad, a esos códigos que no podemos entender, esas reglas que te hacen infeliz. ¡Eres muy fuerte, Elvira, increíblemente fuerte! ¿Sabes que pocos se atreven a verbalizar su incomodidad ante las normas sociales? Pero tú lo haces, ¡vaya si lo haces! Sigue, vamos, ¿qué más hay en esa destrucción de la cartulina?
—Sí, vale… Yo te estrujo porque, a ver… mi gato Tomás me muerde los pies por las noches y no me deja dormir.
Adriana empezó a aplaudir lenta pero apasionadamente.
—¡Bravo, Elvira! ¿Lo has visto? Sin darte cuenta hemos llegado al quid del dolor: la responsabilidad con los demás. La responsabilidad, Elvira. Tú sola has avanzado el camino para descubrir tus sombras, tus propias sombras que frenan la felicidad que tanto necesitas. Lo has hecho tú sola Elvira, porque eres una mujer increíble, fuerte, valerosa, sincera, que no se amedranta por nada y que sabe reconocer su camino de vuelta y remodelarlo para retomar el viaje sin incidencias. Tú, Elvira. ¡Tú!
A Elvira le volvió a dar otro calambre.
—Estoy bien, estoy bien.
—Ahora, Elvira, ¿confías en mí?
—…
—Tu mirada me dice que sí.
—Bueno, soy ciega de un ojo y medio…
—¡Agarra tu pelota de cartulina y lánzala! ¡Lánzala lejos! Sácala de tu zona de confort, arráncala de tu espacio vital. Asume que todo se terminó, que tu dolor debe ir y déjalo ir, déjalo marchar, ¡lánzala! ¡Lejos!
Elvira la lanzó con fuerza, pero al pesar tan poco aterrizó sobre sus pies. Las dos miraron la pelota en silencio.
—Bien, Elvira, tu dolor se ha ido.
—Bueno, muy lejos no…
—Eres una mujer diferente desde ahora mismo. ¿Notas el cambio?
—…
—Bien, voy a dejarte a solas para que asimiles la transformación y pases el duelo por la pérdida, la pérdida de ese dolor que hemos dejado ir y que ya nunca volverá a ti. Eres libre, eres mujer, eres poderosa, eres feliz.
—Ajá…
Adriana se levantó y se alejó por el jardín, hacia el edificio principal del balneario. Elvira, sin moverse del banco, se agachó, recogió la pelotita de cartón, la dejó a su lado y volvió a colocarse los auriculares.
…Eigentlich will ich nur, dass du weißt, dass ich will, dass du bleibst…

LA VUELTA
Llega la hora de ir a Bilbao, te duchas, te arreglas y coges el carné…
Beatriz bajó el volumen de Los Ronaldos y atendió la llamada entrante en manos libres.
—Hola, papi —contestó sonriendo a Elvira que desde el asiento del copiloto se ajustaba, con precaución, las oscuras gafas.
—Hola, princesa, ¿habéis llegado ya? —preguntó su padre.
—No, acabamos de salir del balneario.
—¿Todo ha ido bien, cariño?
—Uy, sí, he disfrutado mucho, mucho, mucho… —Y volvió a sonreír a su amiga que se tapaba la cara con las manos.
—Me alegro, princesa, ¿y Elvira?
—Estoy aquí, te oigo. También muy bien, muy inspirador. —Beatriz soltó una carcajada—. Te agradezco mucho todo este fin de semana. Un regalazo.
—Nada, nada, por favor, y ya sabes que para Beatriz eres como una hermana así que para mí como una hija. —Elvira sonrió con cierta pena—. Oye, princesa, conduce con cuidado, ¿vale?
—Que sííííí...
—Te quiero, pajarito mío.
—Y yo, pesado.
Elvira la miró y se tocó el esternón como si por un momento se le estuviera hundiendo.
—Elvi —dijo tras colgar—, ¿te parece que, cuando lleguemos a Madrid, intente aparcar en San Bernardo para tomarnos unas cañitas por Malasaña? Así te cuento con detalle lo del instructor de yoga.
—Claro —contestó riéndose y, al percatarse, retiró la mano del esternón.
Beatriz gritó una obscenidad y volvió a subir la música.
…es verano, es verano aquí, los días son todos iguales cuando es verano aquí…

4 may 2020

Pandemia hay más que una

My opinion about you por Agnes Ceciles


Eran poco más de las 10 de la noche. Subía por la calle Montera. Estaba nerviosa. El Gobierno había elaborado un plan de  desescalada para salir del confinamiento por la pandemia y volver, en poco más de dos meses, a la supuesta normalidad.
Al llegar al semáforo de la Gran Vía los vi bajando Fuencarral.
—¡Almudena! —grité, y tanto ella como su hijo Abel me miraron.
Empecé a zarandear los brazos en el aire, como si estuviera parando un avión en plena pista de aterrizaje. Almudena hizo lo mismo. Su hijo, en cambio, metió las manos en los bolsillos y agachó la cabeza. Me reí. El semáforo se puso en verde y crucé corriendo. Ya en la acera opuesta, Almu y yo empezamos a saltar y a gritar a casi dos metros de distancia.
 —Jo, mamá, para ya, me estáis dando mucha vergüenza.
Aquello era imposible pararlo, las dos estábamos dobladas de risa y como no podíamos abrazarnos perdíamos solas el equilibrio.
Continuamos el paseo por la Gran Vía. Abel pidió prestado el móvil de su madre y se adelantó casi 10 metros, éramos dos viejas bochornosas para él. Almu y yo caminábamos en paralelo, a uno o dos metros de distancia, no lo sé bien, la cosa es que cada dos por tres un runner atravesaba nuestro espacio de seguridad, nos reíamos, Madrid nunca había tenido tantos corredores en sus calles como en estos últimos dos días.
—¿De verdad crees que es seguro esto de llevar mascarilla? —pregunté—. Yo la tengo empapada, es que cuando me río se me cae la baba por dentro.
—Joder, qué cerda eres.
Y las dos otra vez partiéndonos de risa y cuanto más me reía, más se me subía la mascarilla, me tapaba casi los ojos. Así que hice la gracia completa y me la subí hasta la frente, tenía la cara tan pequeña que la mascarilla me la cubría entera.
—¡Mira, mira! —le gritaba a Almudena que me pedía que parara porque se estaba meando pero meando de verdad, lo dicho, dos viejas bochornosas.
Y así era imposible avanzar. Supongo que las cosas no tendrían tanta gracia pero, por decirlo de alguna manera, habíamos destapado una lata de cerveza que llevábamos agitando desde hacía dos meses.
Me contó anécdotas de su teletrabajo y yo de mis estudiantes y por supuesto aquellos chismes no nos tranquilizaron, todo los contrario, el ataque de risa iba en aumento. No llevábamos ni 15 minutos juntas y ya me empezaba a doler la tripa, al día siguiente tendría agujetas fijo, ¡y sin correr!
Más o menos a la altura de Callao, Almudena me hablaba de Carlos y en ese momento yo le hice un par de bromas sobre lo agotador que debía ser salir con un coach, ella se llevó las manos al estómago y se paró en seco.
—Almu, no te lo tomes así, no hablaba en serio, bueno, es cierto que debe ser agotador e insoportable pero ya sabes que siempre me refiero a ellos como…
—¿Dónde está Abel? ¡¿Dónde está Abel?!
—Ahí delante —dije y lo señalé. El crío seguía yendo a 8 o 10 metros por delante de nosotras absorto en el móvil.
Almudena todavía inmóvil se dio la vuelta, vi cómo observaba al chico que nos acabábamos de cruzar. Se bajó la mascarilla y respiró nerviosa.
—No es él, Almu, no es él —dije al entender la situación.
—Es que con mascarilla puede ser cualquiera.
—Ya no vive en Madrid.
—Eso no lo sabemos —dijo dándose la vuelta y mirándome de nuevo. Después me preguntó—: ¿Aquella noche lo hubieras hecho de verdad?
Creo que fue hace 8 o 9 años, no sé, no lo recuerdo bien. Abel era muy pequeño, tendría poco más de dos añitos. Almudena me llamó de madrugada, lo sé porque estaba de fiesta en casa de Gael y al ver la llamada contesté gritando que se viniera, ella decía cosas, no la oía así que me metí en el baño y le repetí una y otra vez que se viniera, cuando dejé de hacerlo oí su voz claramente.
 —Me ha llamado, dice que viene a buscar a Abel, dice que se lo lleva.
Salí del baño. ¡Mi bolso, mi bolso!, pedía a gritos a Gael. Lo encontró, me lo dio y corrí como nunca por Madrid. Atravesé Chueca, Tribunal, Glorieta Bilbao, Quevedo, hasta llegar al 39 de Bravo Murillo. Los pulmones se me iban a salir por la boca. Almudena abrió la puerta y, tras cerrarla con prisa detrás de mí, nos abrazamos.
La relación con el padre de Abel nunca fue buena, por describirlo de la manera más maquillada. Hacía unos meses que los había abandonado de la noche a la mañana. En verdad fue un alivio para Almu, el problema llegó unas semanas más tarde cuando empezó a acosarla con llamadas y amenazas de llevarse al niño. Llegó a aparecer en la guardería e incluso, hasta en 6 ocasiones, los esperó dentro del portal de casa. Doce denuncias llevaba puestas Almudena contra él sin que la policía pudiera hacer nada ya que, según la ley, aquel hombre no había cometido ningún delito.
—Va a venir —dijo. Temblaba.
—Vale, ¿has llamado a la policía?
—¿Para qué?          
Me costaba mucho pensar.
—¿Estaba tranquilo o…?
—No, no lo estaba, supongo que habría bebido.
—Vale, vale… —Necesitaba pensar pero no podía—. Dame un poquito de agua, Almu, por favor.
Al regresar con el vaso de agua, Almu tropezó con la alfombra, dio un pequeño traspié. Entonces, lo tuve claro.
—Almudena, escúchame muy bien.
—Sí.
—Cuando llegue, vamos a abrir la puerta.
—¡No!
—Sí, a él le costará mantener el equilibrio, sabes cómo se pone. Será fácil.
—¿Qué?                        
—La barandilla de las escaleras es pequeña. Puede tropezarse.
—¿Qué…?
En ese momento tocaron el timbre por lo menos 10 veces seguidas. El muy hijo de puta seguía teniendo las llaves del portal. Almudena y yo miramos a la entrada en silencio, no nos movimos. Después llegaron los puñetazos contra la puerta acompañados de insultos. Almudena y yo nos agarramos de la mano y seguimos mirando al frente. Los gritos y los golpes continuaron por lo menos 30 minutos más, hasta que oímos a la policía subir por las escaleras, fueron los vecinos quienes avisaron. Almudena se dejó caer al suelo de rodillas.
—Nunca se va a acabar… —susurró cuando me agaché junto a ella.
Aquella tortura duró casi dos años y después, sin saber por qué, cesó. Nunca más se supo de él. Ni llamadas ni visitas inesperadas. Varios conocidos le dijeron que ya no vivía en Madrid, unos decían que en Huesca y otros que en Zaragoza. Sin embargo, para Almudena siempre ha seguido estando en Madrid: en el metro, al fondo de un bar, frente a su oficina, en el patio del cole de Abel y, ahora, detrás de cada mascarilla. Una vida completamente condicionada por el miedo.
—No, claro que no lo hubiera hecho. Dije muchas tonterías aquella noche, lo sabes, ¿verdad?
—Sí, lo sé —dijo. Se subió de nuevo la mascarilla y continuamos nuestro paseo como dos mujeres preocupadas por la pandemia.