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25 oct 2020

Noches de bohemia

 

Fotografía de Brassaï. París, 1933.

Miércoles tarde. Bar de Yassir. Lavapiés, Madrid.

Ernesto, desde la mesa, siguió el camino de Enrique al baño.

—¡Yassir, otras 3 cañas! —gritó. Se recolocó en su silla y mirando a Elvira le preguntó por la novela.

—¿Qué novela? —contestó ella mordisqueando un cacahuete.

—La mía, la última, ¿ya la has leído?

—No, ni pienso. —Y se rio con sorna.

—Creía que habíamos hecho las paces.

—Y las hemos hecho, pero me estoy quedando ciega y tengo un tiempo muy limitado para seguir leyendo, así que no puedo perderlo con Seix Barral, hace años que dejó de publicar calidad literaria.

Ernesto se echó hacia atrás, cogió un cacahuete del tarrito blanco y se lo lanzó a la cara. Ella se rio.

—Las cervezas, amigo.

—Gracias, Yassir. —Ernesto cogió los tres vasos en bloque y los dejó sobre la mesa. Después ofreció uno a Elvira y él se acercó otro—. Vuelvo a México el lunes.

Elvira levantó los hombros y se llevó otro cacahuete a la boca. Ernesto la observó, sonrió y se inclinó sobre la mesa.

—Digo que me voy el lunes a México y antes de irme me gustaría pasar una última noche contigo.

Elvira paró en seco de mordisquear y agitó los dedos como si los estuviera limpiando en el aire.

—No sé —dijo.

—¿No te atreves?

—¿Yo? Te recuerdo que el que acababa siempre mal eras tú.

—Bueno, pase lo que pase a lo largo de la noche, sé que no puedo perder nada, en todo caso ganar, solo-puedo-ganar. —Hizo una pausa muy meditada y luego siguió con otro registro—: Vamos, pitufa, no hay nada de malo en recordar viejos tiempos. Una noche, otra vez tú y yo.

Ella sonrió. Se atusó el flequillo y con la lengua se quitó resquicios de una muela del fondo, luego lo miró y asintió.

—Está bien, hagámoslo, una última noche.

Ernesto levantó su vaso, ¡brindemos!, gritó.

—¿Y a éste qué le pasa? —preguntó Enrique de nuevo en la mesa.

Claramente le explicaron que iban a pasar una última noche juntos. Enrique se empezó a reír como un loco y, negando con la cabeza, repetía una y otra vez que no se lo creía.

—No me lo creo…¿Una noche? ¿Cuándo?

Ernesto, como si ya lo tuviera todo planeado, respondió que el sábado.

—No, no, no, el sábado imposible —contestó Elvira—. Lo paso con Joan, los fines de semana son sagrados, son nuestros, de nadie más.

Entre los dos amigos la convencieron: que si vivía con Joan, que si podía estar con él cada día, que si eran unos pesados con sus fines de semana sagrados, que si eran dos sociópatas, que si no había que amar tanto a los maridos y que si compartir era vivir. Así que terminó por aceptar. El sábado noche. Además, Enrique les ofreció su casa, era lo mejor porque en el hotel de Ernesto resultaría demasiado impersonal y tenían claro que el ambiente era muy importante, siempre lo había sido.

Jueves mediodía. Casa de Joan y Elvira. Centro de Madrid.

—Cariño, si no hay ninguna obra de teatro que realmente quieras ver, yo este sábado me decantaría por ir al cine, hay una peli que… —Pero antes de que Joan pudiera terminar Elvira lo cortó.

—Ay, no, no, que no te he dicho. Este sábado no puedo.

—¿Y eso?

—Es que no duermo en casa.

—Ya… No sé, ¿debo preocuparme?

—No, para nada, es solo que voy a pasar la noche con Ernesto.

—¿Tu ex? Ah, pues me quedo mucho más tranquilo.

El sábado por la tarde Joan despedía a su chica en la puerta de casa.

—¿Llevas todo? —preguntó.

—Sí —contestó ella—, no te preocupes.

—¿Y vais a desayunar juntos o…?

—¡Oye, no te pases! En cuanto termine, cada uno a su casa, ¡yo no regalo mi tiempo!

Joan se rio. Se despidieron con un largo beso y no cerró la puerta hasta que no la oyó bajar dos pisos por lo menos.

Sábado noche. Casa de Enrique. Lavapiés, Madrid.

Cuando Elvira llegó a la casa de su amigo, Ernesto ya estaba allí. Se lo encontró en la barra americana de cocina con una cerveza en la mano.

—¿Estás bebiendo?

—No hay nada de malo —respondió él.

—Hombre, no sé… No creo que el alcohol te haga funcionar bien. En fin, haz lo que quieras, no soy tu madre, pero si no te importa, yo me voy a preparar un café. ¡Enrique! —gritó asomando la cabeza hacia el baño—, ¿dónde tienes la cafetera?

Veinte minutos después, estaban los tres amigos sentados en el sofá. Discutían. Elvira no terminaba de entender por qué Enrique había invitado a Darío y a Eva.

—Es que si lo llego a saber también le digo a Joan que se venga.

—¡Joder, Elvi, no es lo mismo! ¿Qué iba a hacer Joan?, ¿mirar? Darío y Eva son pareja, es diferente, además ellos entienden de esto —explicó Enrique.

Elvira parecía realmente molesta. Esto va aparecer un circo, murmuraba entre dientes.

—Anda, pitufa, bébete una cerveza y relájate, estás muy tensa y así las cosas no van a fluir.

Ella lo miró con rabia.

Cuarenta minutos más tarde llegaron Darío y su novia. Todos se saludaron y por fin rodearon la mesa comedor que estaba a un lado del salón.

—Bien —dijo Enrique—, lo haréis aquí. Creo que es una buena superficie. Tenéis mucha luz de la lámpara del techo.

—Yo necesito luz directa, Enrique, lo sabes —reclamó Elvira.

—Sí, es verdad. Ernesto, ¿algún problema con que Elvira utilice un flexo? Tiene baja visibilidad, sería lo justo para estar en igualdad de condiciones.

Ernesto levantó los brazos y negó con la cabeza. Ningún problema por mi parte, dijo.

—Bien, pues preparad vuestras cosas, mientras busco el flexo para Elvi.

—¿Te ayudo, Elvira, mientras te traen la luz? —preguntó Darío.

—No, no te preocupes, gracias —y lo miró con cariño.

—Tranquilo, Darío, a Elvira le queda todavía algo más del 60% de un ojo, se las puede apañar muy bien solita, porque aquí se necesita más imaginación que otra cosa, ¿no?

Elvira agitó molesta la cabeza pero no contestó. Cuando llegó Enrique con la luz extra, ya tenían todo preparado sobre la mesa: los portátiles encendidos, los móviles y los auriculares. Ellos sentados uno frente al otro. Junto a ella una jarra de agua, junto a él dos cervezas. Enrique los miró y se apartó. Pidió a Darío y a Eva que hicieran lo mismo. Y desde una distancia prudente comenzó a hablar ceremoniosamente.

—Bienvenidos al sexto encuentro...

—Séptimo —corrigió Ernesto.

Elvira sonrió cómplice tras su portátil.

—¿En serio? Pues en alguno debí de terminar tan borracho que no me acuerdo. En fin, bienvenidos al séptimo encuentro de Noches de Bohemia. Nuestro ya conocido duelo de creación de obras teatrales en una sola noche. Os recuerdo que he apagado el router, no podéis hacer llamadas ni enviar mensajes con el móvil pero sí escuchar música guardada en vuestro ordenador o móvil o escucharla en Spotify utilizando vuestros datos. Bien, los aquí presentes hemos decidido que las obras sean de corte clásico: un título; tres actos; 5 escenas en el primero, 7 en el segundo y 4 en el tercero; y con un mínimo de 9 personajes.

—¡¡¡¿Nueve personajes?!!! —gritaron los dos.

—No me miréis a mí —se excusó Enrique—, la idea ha sido de Eva. —La chica se reía tapándose la boca y pidiendo perdón—. El duelo, o comúnmente llamado “la noche”, comenzará en 7 minutos, es decir, a media noche. Los participantes podrán ir al baño siempre que lo necesiten, lo mismo que los descansos, pero debo recordar que ganará aquel que termine primero. Su obra se enviará, vía email, a todos los aquí presentes para comprobar que cumple con los requisitos establecidos en esta séptima noche y si su texto es coherente. Si llegados a las 8 de la mañana ninguno de los participantes ha terminado, el combate quedará anulado. ¿Lo habéis entendido?

Domingo por la mañana. Casa de Joan y Elvira. Centro de Madrid.

Elvira se quitó los botines junto a la cama y luego se deslizó, todavía vestida, bajo el nórdico hasta tropezar con el cuerpo de Joan.

—Oso hormiguero, ¿estás dormido?  —le susurró a la oreja.

Joan esbozó una sonrisa y le preguntó por la hora.

—Las 7.43 de la mañana —contestó ella.

—¿Y quién ha ganado?

—¿Quién crees? —Y de un brinco se puso de rodillas sobre la cama haciendo el gesto de victoria—. ¡Dime que soy la mejor, carapitilín!

—Eres la mejor, carapitilín… —Y desperezándose se sentó apoyando la espalda en el cabecero—. ¿Y no tienes miedo?

—¿A qué? —preguntó despreocupada mientras seguía haciendo gestos de triunfadora.

—A que utilice tu obra, ¿o esta vez has tenido cuidado y no se la has dado?

—¿Qué…? —Elvira bajó los brazos con lentitud.

Domingo tarde. Hotel Palacios. Retiro, Madrid.

—Sí, sí, con ganas ya, la verdad… —Ernesto hablaba por teléfono con su novia—. No, todavía no he comido, me ducharé y saldré ahora… Bufff, sí, sí, algo así, ayer fue una noche muy larga… Claro, muero por verte… Por cierto, tengo que mirar horarios, pero creo que el avión aterriza el martes a las 9.20 de la mañana… eso es… no, no, no quiero que vengas a buscarme, espérame en casa… ¡ja, ja, ja!, ¿en serio?, ¡qué ganas, qué ganas de llegar!... Claro, unos días a la playa, sí, me parece bien, necesito descansar un poco… Por supuesto, me pondré a escribir en unas semanas, tengo muchas ideas nuevas, pero necesito desconectar un tiempo... Eso es… ¡Ja, ja, ja!, ¿qué dices?... Está bien, sí… yo también… vale, vale, yo también, mi amor, nos vemos en dos días… y yo.

Colgó el teléfono y siguió leyendo, por tercera vez, el texto de Elvira. Al terminar, guardó el documento cambiando el título de la obra. Apagó el portátil y se metió en la ducha.

 

22 sept 2020

Pingüinos desorientados

Penguin de Susan Gainen


—Es una broma, ¿verdad?

—No, no es una broma. Haz lo que quieras, Elvi. Como tú comprenderás, en estos momentos no tengo tiempo de sacarle brillo a tu ombligo. A mí me encantaría ir, pero por imprevistos de la vida, chica, no puedo, ya ves.

—Bea…

Bea colgó el teléfono. Me sentí mal. Siempre termino sintiéndome mal por algo que hago o digo, de ahí que en la próxima vida me haya pedido no ser yo.

Al rato llamé a Enrique, no me cogió. Huía de todos nosotros. El que finalmente no se hubiera ido a Poitiers era un misterio que parecía no tener ganas de desvelar. Supuse que él sí iría, ¿cómo no iba a ir si era uno de sus mejores amigos o no? Me senté en el borde del sofá y contemplé a mi gato Tomás. Se relamía el culo.

—Eres un guarro, nene.

Me miró y salió del salón. Me fijé en los libros que tenía amontonados sobre la mesita de café. Los alineé mientras leía los títulos. No voy a ir, pensé separando a Thornburg del resto. No, no iré.

Cuatro horas más tarde estaba allí. A pesar de lo grande que era la librería se me hacía pequeña. No es que hubiera demasiada gente, es que la que había formaba grupitos en armoniosa camaradería. Me sentía como un pingüino en medio de una reunión de elefantes. Me acerqué a la barra improvisada que habían montado para el evento y pedí una cerveza.

—Hola, amiga.

Me di la vuelta con el botellín en la mano.

—Hola, camarada —dije. Enrique se bajó la mascarilla y sonrió.

—Nunca hubiera imaginado que vendrías.

—Pues aquí estoy.

—¿Orgullo, curiosidad o morbo?

—Poco amor propio.

Enrique pasó el brazo por mis hombros y me besó en la cabeza.

Lidia, la dueña de la librería, pidió un poco de silencio. Hubo algo de revuelo al fondo y por fin pudimos ver a Ernesto Garmendia sentado en la mesa central presentando su nuevo libro. Dejé la cerveza sobre la barra y me apreté los dedos de la mano derecha contra los de la izquierda.

—¿Estás bien? —me preguntó Enrique.

—Sí —dije cruzando los brazos intentando calmarme.

Después de 40 minutos de presentación con chistes forzados, Ernesto se levantó y comenzó a saludar a los elefantes allí presentes. Enrique y yo no nos movimos de nuestro particular iceberg. Dos cervezas más tarde se acercó. Traía una sonrisa prefabricada.

—Vaya, bonita sorpresa, Elvira, no lo esperaba —dijo.

—El uso de mascarilla es obligatorio —contesté.

Agitó la cabeza contrariado y del bolsillo del pantalón sacó la mascarilla y se la puso.

—¿Y, tú, macho?, te hacía en Francia.

—Cambio de planes, ya sabes —dijo Enrique con la cabeza baja—. Y, oye, enhorabuena por la nueva novela.

—Ah, sí, eso —dije acoplada.

—¿Eso? —cuestionó Ernesto—. ¿Tanto te cuesta darme la enhorabuena? ¿Cuánto tiempo necesitas? No sé, tía, han pasado 10 años. Suficiente, ¿no?

Enrique se giró y pidió su tercera cerveza. Ernesto me cogió del brazo y me apartó un par de metros.

—Sí, han pasado 10 años y ni un puñetero perdón —dije.

—Joder… —Se acercó un paso y me abrazó con lentitud. Me quedé inmóvil, con los brazos muertos—. Sé que hice las cosas mal, Elvi, pero te aseguro que no supe hacerlas mejor en ese momento y ahora ya todo es una bola, es una puta bola de mierda.

Lo abracé. Cerré los ojos y sentí su nuca, navegué 10 años atrás.

—¿Eso ha sido un perdón? —pregunté.

—Sí, es un perdón. Perdona, pitufa, perdóname… —Nos abrazamos con más fuerza—. Y ahora te toca a ti.

Me reí.

—Está bien: enhorabuena por tu novela.

Nos separamos mirándonos con cariño. Supongo que sonreíamos, no lo sé, con mascarilla era difícil de saber.

Al llegar a casa me llamó Bea, me preguntó por la presentación y si se habían respetado las medidas de seguridad por la Covid tan cuestionadas últimamente en Madrid.

—Sí —dije—. Parece que poco a poco recuperamos la normalidad. Poco a poco.

—¿En serio? Se habla de un segundo confinamiento.

Cogí el libro de Thornburg de la mesita y me lo coloqué sobre las rodillas mientras acariciaba la portada.

—Sí, es posible que estemos un tiempo con pasitos adelante y atrás pero, al final, todo volverá a ser como antes.

—¿Lo crees?

—Siempre es así.

Y con desgana tiré el libro al otro lado del sofá.

6 mar 2020

Solapados

Agnes Cecile


—¿Qué hago, Elvi?
El único que quedaba por preguntarme eso era Enrique y ahí estaba.
Muchos son los que cuestionan la relación que tengo con Enrique. Bueno, cuando digo muchos, me refiero principalmente a Almudena, que le conoce desde hace muy poco y ha visto los desprecios mutuos que nos dedicamos. No lo entiende.
Admiro muchísimo a Enrique y eso lo anestesia todo. Creo que tiene un talento muy superior a cualquier dramaturgo vivo español (excepto Mayorga, por supuesto), pero la mala suerte y, sobre todo, su difícil carácter no le han hecho triunfar. Nos gusta juntarnos y despellejar a ese Conejero que ocupa la cartelera de los mejores teatros de Madrid, con unos textos que pretenden emular a los de Lorca pero que no dejan de ser simplones y previsibles, hechos a fuerza de una lírica de Ikea, como dice Enrique: prefabricada, de difícil entendimiento pero que la termina comprando todo el mundo. Pero ahí está, ahí está el Conejero y Enrique aquí. Enrique aquí, cerrando un pequeño teatro, cargado de deudas y con un par de obras en un cajón que nunca verán la luz. Así que cuando Enrique me dice que busque una soga y una viga, no me importa. No me importa, lo sigo queriendo, porque su lírica no está hecha con tornillos Schrauben.
Es cierto que hubo un tiempo en el que nos distanciamos, pusimos la excusa de que Darío se había ido a Argentina y Bea a Berlín, dejamos que fueran ellos el motivo de no llamarnos en años, pero los dos sabemos que lo que me molestó es que no se posicionara claramente en el conflicto con Ernesto. Ernesto Garmendia. De acuerdo, Ernesto era amigo suyo, sí, pero fue a mí a la que robó una obra de teatro y con la que ganaría un año más tarde el Premio Nacional de Jóvenes Dramaturgos. No dijo nada, Enrique no dijo nada y a mí me dolió. Supongo que con los años él también se ha sentido traicionado por Ernesto, supongo. Poca, por no decir ninguna, ayuda le ha ofrecido en los últimos meses para que su teatro saliera a flote a pesar de la cantidad de contactos que tiene en este mundillo.
Así que no hablamos de Ernesto, ninguno de los dos lo menciona jamás. Ambos sabemos algo que al otro le molesta pero no lo dice. Ambos conocemos la frustración que carga el otro y la respetemos en silencio. Por eso nos gusta quedar y hablar, e insultarnos e incluso desearnos la muerte, a condición de que sigamos muy vivos para deseárnosla siempre.
Esa tarde Enrique me pidió que lo acompañara al teatro, a ver el ensayo general de una obra de la compañía de un amigo. Al salir:
—Sin comentarios, ¿no? —dije.
—Sí, sin comentarios.
Y los dos nos reímos. Lo agarré del brazo y emprendimos camino a Lavapiés, necesitábamos un par de cervezas para digerir lo que acabábamos de ver. Al pararnos en uno de los semáforos que cruza Atocha se giró, me sonrió y dijo:
—Dicen que tienes un par de ojeadores detrás.
—Ah, ¿sí? ¿Eso dicen? —pregunté.
—Sí, eso dicen. Vale, Bea me lo ha contado.
Me reí. El semáforo se puso en verde. Los peatones que teníamos a nuestro lado cruzaron, pero nosotros no nos movimos.
—¿Un par de ojeadores? No, eso no es verdad —contesté mirando al frente.
—¿No lo es?
—No, no lo es. Tengo a tres —dije girando la cabeza hacia él y sonriendo con malicia.
—¡Serás hija de la gran puta! —exclamó poniendo los brazos en jarra, era su postura favorita—. ¿Tres?
Yo asentí y de carrerilla le recité el nombre de las tres agencias literarias que estaban interesadas en mis textos. Enrique se llevó las manos a la cabeza.
—¿Pero sabes lo que significa eso, Elvi?
—Nada. No significa nada.
—Significará, ya verás, significará.
Y me abrazó con uno de esos abrazos que sientes sinceros y agradeces de verdad.
Al llegar al bar nos sentamos en la barra.
—Yassir, dos cañas para empezar porque hoy invita aquí la amiga.
Levanté las cejas y puse cara de conformista.
Yassir nos trajo las cañas. Brindamos y bebimos, luego él dejó el vaso de nuevo en la barra y me cogió por las rodillas.
—Elvi, me ha llamado Claudio.
Claudio Caselles. Claudio fue uno de nuestros profesores en el máster en el que todos nos conocimos. Un hombre peculiar que pronto hizo buenas migas con Enrique, tan buenas que terminaron liándose, supuestamente fue un secreto pero nosotros cuatro (Darío, Bea, Ernesto y yo) lo sabíamos, y sí, nos sorprendió y mucho, y no porque fuera nuestro profesor ni porque le llevara 23 años ni porque estuviera casado, sino porque lo estaba con una mujer. La historia me pareció tan rocambolesca desde el principio que nunca quise saber demasiado. Escuchaba el eco de Bea que con el tiempo me contó que estuvieron juntos algo más de dos años. Claudio siguió casado con su mujer hasta que  tuvo otro affaire con otro estudiante bastante menos discreto que Enrique y fue todo un escándalo en la universidad. Así que para evitar el escarnio público, se mudó a Francia y desde hacía 6 años daba clases en la Universidad de Poitiers. De su mujer nadie sabe nada.
No dije nada. Dejé mi caña sobre la barra también y me dispuse a escuchar.
—Hace tres años que dirige el grupo teatral universitario. Hacen cosas, lleva un par de montajes muy premiados a nivel nacional. —Me miró, sabía que quería comprobar si aquello me estaba impresionando o no, no lo hacía—. Es bueno, Elvi. Claudio siempre fue bueno. 
—Sí, lo es. —Sí, lo era, pero qué quería.
—Quiere que vaya a Poitiers, quiere montar mis obras.
—Bien, envíaselas.
—No, cuenta conmigo para la dirección, quiere que esté allí. ¿Qué hago, Elvi?
Y ahí estaba la pregunta.
Volví a coger la caña y pegué un sorbo. Lo miré.
—Enrique, sabes por qué quiere que vayas, lo sabes. Bien, pues si estás conforme vete, pero que te quede muy claro que lo de tus obras es una excusa. No las va a montar, no te quiere para eso.
Enrique bajó la cabeza, resopló. Tardó en contestar.
—¿Por qué eres así? Tan sucia.
Dejé la caña en la barra otra vez. Parpadeé con lentitud.
—Enrique…
—Eres una puta envidiosa que no soporta que los demás salgamos adelante.
—Está bien. Yassir, ¿me cobras, por favor?
Me agarró del brazo y se acercó a mi oído.
—Te jode no ser la única a la que valoren sus textos. Te jode que hoy no hablemos solo de ti y de tus putos ojeadores de mierda. No soportas que te quiten luz, amargada.
Me zafé con rabia.
—Son dos euros, amiga.
Abrí el bolso y de la cartera saqué una moneda de dos euros.
—Toma, gracias. —La cogió y se fue al final de la barra. Me giré y miré a Enrique—. ¿Por qué no te pegas un tiro en la frente?
—Lo haré después de verte colgada de una viga.
Me coloqué el bolso al hombro y salí del bar.
                     

18 ago 2019

Find a light


Mala noche de Javier Avi

—¿Ya la has leído? —preguntó Elvira a Enrique, en tono confidencial.
Enrique la miró con una sonrisa, dejó de preparar las bebidas sobre la encimera y se giró hacia ella.
—Está muy bien escrita, Elvi, pero no puedo programártela.
—¿Y eso?
—La sala es nueva, necesita público, y comedias es lo que piden. Si queremos que esto funcione vamos a programar comedia comercial, ya sabes que una sala nueva de teatro tarda en arrancar, son muchos gastos.
—¿Comedia comercial? —preguntó ella con media sonrisa sin entenderlo demasiado.
—Elvira, tu obra es densa, es plomiza, a ver, entiéndeme, es buena, ¡es-muy-buena!, no digo que no. Y, sí, el existencialismo está bien, pero, coño, Elvi, ¡se me quedarían todos dormidos!, no encaja con lo que la gente demanda últimamente.
—Ah, ¿no?, y ¿qué demanda?, ¿comedia ligera? —dijo con cierta rabia contenida, después cogió medio limón que había en la encimera y se lo llevó a la nariz—. El teatro no es un lugar para divertirse.
—Dile al Lorca que llevas dentro que deje de dar el coñazo, que hay que comer del teatro. Toma —le dio un mojito recién preparado—, y cuando termines una comedia comercial, pásamela y la sala será tuya. Pero hasta entonces olvídate de ofrecerme personajes suicidas y sinsentidos vitales, ¿vale?
—¡Chicos, Ernesto acaba de llegar! —gritó Beatriz abriendo la puerta de la cocina.
Rebobinemos. Tres días antes, Joan se había marchado de Madrid, era su semana de soltero y dejaba a Elvira de rodríguez. Se querían con locura pero, para qué engañarse, las semanas en las que viajaban por su cuenta eran gloria bendita para ambos. Los años pesaban, así que para Elvira las noches locas madrileñas dejaban paso a charlas y debates literarios en casas de unos y otros. Esa misma mañana, sin ir más lejos, Elvira se plantó en casa discutiendo, sobre Unamuno, con Darío y Beatriz, a quienes había conocido nada más llegar a Madrid, 9 años atrás, y coincidir en su primer máster. Después, los dos dejaron la ciudad e intentaron hacerse un hueco en el teatro expresionista, uno en Buenos Aires y la otra en Berlín. Tras 4 años como camarera en la capital alemana, Beatriz volvió  a Madrid y su padre la metió en su empresa como administrativa; Darío no tuvo mejor suerte, un par de obras estrenadas y 7 años como profesor de teatro gestual al otra lado del charco le bastaron para decidir volver, haría cosa de 2 años, y continuar como docente en una pequeña escuela de artes escénicas. Con el regreso de Darío a Madrid, volvieron a retomar contacto los tres. Su amor por el teatro y su convencimiento de que querer no es poder, los mantenía muy unidos.
—Entonces… —recopiló Elvira con Tía Tula en la mano—, incluiríais esta —y zarandeó la novela en el aire— y Niebla, y de teatro: El otro, ¿no?
—A ver, yo de teatro metería La difunta, El otro no, creo que si tus estudiantes no han oído hablar de Unamuno, meterles un obrón así, los va a descolocar —puntualizó Beatriz desde el sofá.
—Bueno, Elvi, no te comas la cabeza, esta noche pregúntale en la fiesta a Enrique, que es un máquina en Unamuno.
—¿Qué fiesta? —preguntó sorprendida.
Beatriz miró con reproche a Darío y terminó explicándolo.
—Nada, que he organizado una cenita en casa, para los de siempre: nosotros, Enrique, Sofía…
—Ah, muy bien, claro, además tengo negocios que hablar con Enrique, genial, pero no me habías dicho nada, mujer.
—Elvi —dijo finalmente Beatriz—, es que la cena la hago porque Ernesto está en Madrid, y va a venir, claro.
—¿Qué Ernesto? —preguntó con los ojos como dos boyas.
—Ernesto. Ernesto Garmendia —contestó Darío.
Rebobinemos. Hace 9 años, en aquel primer máster, Ernesto Garmendia era parte fundamental del grupo. Era un cuarteto muy bien avenido: Darío, Bea, Elvi y Ernesto. De hecho, y sin entrar en demasiados detalles, Elvira y Ernesto mantuvieron una relación de poco más de 6 meses, tan pasional como dañina. Estrenaron una obra juntos en Madrid y compartieron muchas ideas, ideas que, sin tener del todo claro su autoría, Ernesto terminó llevándose a México, donde vive desde hace 8 años, y donde se ha hecho un nombre como dramaturgo y director de escena.
—Yo ahora voy —dijo Elvira a Beatriz mientras pegaba un buen trago a su mojito.
Enrique salió de la cocina y ella allí se quedó mirando al infinito y preguntándose por qué todo le salía tan rematadamente mal.
Al pasar a la enorme terraza que Bea tenía en su diminuto piso de Chueca, encontró a todos felicitando a Ernesto. Sonaba Blackberry Smoke de fondo, el ambiente era festivo. Darío, al percatarse, se acercó a Elvira que entraba con cautela y sujetando el mojito con las dos manos no se fuera a caer y era su única arma para esa noche.
—Tranquila, ¿vale? —le susurró Darío al oído—, Ernesto acaba de anunciar que ha firmado un contrato con Seix Barral, tres novelas en 6 años. —Y repitió—: Tranquila, ¿vale?
—Vale… —contestó, y se sentó en una enorme maceta. Parecía una niña sin amigas en el recreo.
—¡Pitufa! —Frente a ella se había plantado Ernesto con los brazos abiertos—. ¡Joder, loca mía! ¡Lo menos hace 8 años que no nos vemos!, ¿no?
Elvira se levantó de la maceta, dejó el mojito en el suelo y lo abrazó. Se sintió incómoda porque él la apretaba demasiado, no había tanto cariño que demostrar, es más, no había cariño, por su parte ninguno, desde luego. Detestaba aquel chico y se dio cuenta con el primer beso que le dio en la comisura de los labios. Elvira sintió asco. Con disimulo, se limpió la humedad con la yema de los dedos y sonrió con esfuerzo.
—Pitu, estás igual, igual, igual… —dijo observándola de arriba a abajo, algo que también la incomodó.
Kiehl’s —respondió ella—. Enhorabuena por Seix Barral —dijo con muchísimo esfuerzo para aparentar naturalidad en su tono.
—Gracias, loca mía, impensable, ¿eh?, pero todo es posible, solo hay que querer. Y ¿tú? Sigues dando clases, ¿no?
Nunca una afirmación le había sonado tan hiriente.
—Sí, sigo dando clases.
—Bueno, si te gusta, ¿verdad? Al final consiste en hacer lo que a uno le gusta y punto.
El Pozo fue idea mía —dijo Elvira de repente, mirándolo sin atisbo de rabia, su tono era neutro y cansado.
—¿Cómo? —Ernesto parecía confundido. Se rio, y miró a su alrededor, todos parecían estar a otra cosa—. No te entiendo, Elvira.
—La obra: El Pozo, con la que ganaste el Premio Nacional de Jóvenes Dramaturgos, era mía. —Su tono seguía siendo el mismo, plano, aséptico.
 —Elvira, no sé a qué viene esto, pero El Pozo la escribí yo antes de irme a México.
—La escribiste tú, pero la idea fue mía, incluso la estructura de los 5 actos fue cosa mía, y tú y yo lo sabemos.
—Elvira, no culpes a los demás de lo que no pudiste hacer.
—No te culpo, Ernesto, ya no culpo a nadie.
Elvira cogió el mojito del suelo y lo dejó sobre la mesa del salón, luego se acercó a Beatriz, “me marcho”, le dijo.
—¿Ya? —preguntó ella. Elvira asintió—. Bueno, como quieras, ¿a que no ha ido tan mal? Tuvisteis vuestras cosas, pero Ernesto es un tío íntegro y además te adora.
Elvira no añadió nada, la abrazó y salió de la casa. Bajando por las escaleras se paró en el segundo piso, intentó respirar fuerte pero no pudo y lo intentó una segunda vez, asustada se agarró a la barandilla y se agachó, volvió a coger aire y por fin, al soltarlo, le salió un grito silencioso. Empezó a llorar y se arrodilló en el suelo y lloró y lloró y lloró y lloró porque el tiempo se le acababa y las ganas de luchar también. La enfermedad avanzaba y la ceguera completa llegaría pronto y ahora ya se sentía preparada, porque esa noche había descubierto aliviada que, por fin, tendría la excusa perfecta por no haber llegado nunca a lo que siempre quiso ser. Y mientras tanto seguiría dando clases.