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15 may 2022

Té sectario

 

Fotograma de la película Midsommar (2019) de Ari Aster

Nota: Este relato es la segunda parte de Café sectario

Mientras Elvira releía en voz alta el párrafo en el que emparentaba la inquietud existencialista en el teatro de Unamuno con la de Ibsen, Geraldine la escuchaba con los brazos prácticamente pegados al volante y concentrada en la carretera.

—No se entiende —dijo.

—¿Qué no se entiende? —preguntó Elvira recolocando su portátil sobre las rodillas en el asiento del copiloto.

—Lo de la herencia. No puedes afirmar como innovador que el sentimiento de desapego vital es heredado, esa idea es la que empapela todo el teatro del s. XVI y XVII. Busca otra perspectiva para explicarlo si no quieres que te tumben en los 5 primeros minutos de exposición. —Elvira la miró con desgana y cerró el ordenador de golpe—. No te enfades.

—¿Quién está enfadada? —Y después añadió entre dientes—. Francesa rancia…

—Algún día me explicarás tu trauma con los franceses.

—El único trauma que tengo eres tú.

Geraldine se rio. Llevaba más de siete meses trabajando codo con codo con Elvira y, aunque al principio le costaba gestionar sus desplantes e improperios, había empezado a disfrutar de ese infantil malestar que le generaba todo lo proveniente de Francia.

—Entonces llegamos y nos dejamos llevar, ¿no? —dijo Geraldine intentando recuperar el buen humor de su compañera—. Tu amiga no sabe que vamos, ¿es así? Lo que no me queda claro es si fingimos conocerla o no.

—Tú no tienes que fingir nada, no es amiga tuya. —Geraldine volvió a soltar otra risotada, su compañera se le hacía muy cuesta arriba, por más que lo intentara siempre recibía una bofetada de frente—. ¿De qué te ríes?

—Bueno, es divertido pensar en lo mucho que inviertes por caer mal a la gente cuando la realidad es bien distinta. Aquí estás, a punto de implicarte en un grupo sectario de autoayuda durante todo un fin de semana para sacar de allí a tu amiga. Mostrándote desde el principio como buena persona, ¿no te ahorrarías mucho tiempo?

—De verdad que los franceses estáis hechos de lactosa, es oíros y me entra cagalera. —Se miraron un segundo y empezaron a reírse como dos niñas en medio de clase. 

Aparcaron el coche frente a una bonita casa en la sierra madrileña. Elvira echando un vistazo a los alrededores se decidió por tocar el timbre de la verja. Nadie contestó. Las dos mujeres revisaron de nuevo la dirección que en la oficina del centro de Madrid les habían dado.

 

—Será una experiencia única —les dijo la joven que les atendió—. Federico, nuestro mentor, os ayudará a adueñaros de vuestras emociones sanando el pasado. Y sé que nunca habéis asistido a algo tan, tan, tan hermoso y bestial al mismo tiempo.

—No, no, no, nunca, te lo aseguro —contestó Elvira ofreciéndole su tarjeta de crédito—. El retiro de mi amiga —y señaló a Geraldine— también me lo cobras a mí.

—Ya, si no te importa, me haces el pago por Bizum, es más fácil, más cómodo, estamos en 2022. Nos tenemos que ir olvidando de nuestras tarjetitas de plástico.

—Oh, oh, ya, por Bizum, sí, sí, claro, sin recibo ni factura, cómodo y maravilloso todo este mundo. —Sonrió mirando a su compañera de tesis y sacó el móvil.

Antes de salir de la oficina, la joven les indicó cómo llegar en coche y les dio el programa de actividades que tendrían durante los dos días de retiro.

 

—Vuelve a tocar el timbre porque es aquí —insistió Geraldine frente a la verja de la casona.

Elvira tocó. Nada. Buscó la ranura del correo postal, la abrió y voceó dos holas, tres eooos y un estamos aquí.

—Qué primitiva eres… —masculló Geraldine alzando la vista al cielo.

La verja se abrió desde dentro. Un hombre de algo más de cincuenta años con pantalones cortos y camisa de hilo azul clara las sonreía.

—Cristina y Léa, ¿verdad? —dijo apuntándolas con el dedo. Ellas asintieron. La idea de no dar sus verdaderos nombres fue de Darío pero pronto se dieron cuenta que, con el Bizum y otros muchos detalles, estaban dejando rastro de sus verdaderas identidades, aun así les resultaba divertido—. Ya me podéis perdonar. Estaba en la parte de atrás, en la piscina y no he escuchado el timbre. El grupo está de senderismo, regresarán en 40 o 50 minutos.

—Claro, llegamos un poco tarde.

—No pasa nada, ¿problemas en la peluquería?

Las dos mujeres no supieron qué decir hasta que Elvira recordó que en la ficha, que tuvieron que rellenar sobre sus datos personales, afirmaban tener una peluquería.

—Sí, sí, sí, lo siento muchísimo, no queríamos abrir pero una clienta nos ha llamado porque tenía una boda y pues, ¡vale, te peinamos!

—Oh, sí, sí, te peinamos, te peinamos, bien sûr! —Geraldine a los coros.

—Jamás debéis disculparos por daros a vuestro trabajo, jamás, jamás.

—Jamás, jamás… —repitieron.

—Aquí aprenderéis a aplicar con éxito los 5 yamas del yoga a vuestro propósito, sea cual sea: formar una familia, equilibrar cuerpo y alma o levantar una peluquería, vuestra peluquería, tu peluquería, Cristina, tu peluquería, Léa. Aquí.

—Oh, vaya, oh, qué fantástico, es… tan, tan, fantástico, ¿verdad, Léa?

—Oh, sí, sí, muy, muy fantástico, grande fantástico.

—Os siento abrumadas y no lo quisiera, os acompaño a vuestra habitación y después, cuando os hayáis hecho con el espacio y os sintáis cómodas, os invito a un té en el jardín para seguir hablando mientras llegan el resto de mentorís.

—Sí, los mentorís, claro, somos mentorís, tú eres el mentor y nosotros los mentorís. Mentorís, Léa.

Oui, mentorís, mentorís.

Dejaron las bolsas sobre las camas y al asegurarse de que Federico ya había bajado a la primera planta se juntaron como dos imanes y empezaron a reírse. Geraldine estaba absolutamente entusiasmada y le repitió a su compañera, hasta cuatro veces, que nunca podría pagarle el que le diera la oportunidad de observar tan de cerca a un narcisista de manual.

Federico les sirvió el té junto a la piscina y les pidió que hablaran sin miedo sobre ellas, que no tuvieran temor, que no maquillaran su pasado, que no aparentaran, que hablaran con la verdad para ir creando la toma de conciencia tan necesaria para seguir construyendo un futuro sin grietas. Geraldine comenzó inventándose un divorcio traumático por lo que tuvo que huir de Francia y empezar de cero, primero en Murcia y ahora en Madrid. Y Elvira se decantó por una complicada infancia con una madre ausente que le había incapacitado a día de hoy a responsabilizarse de sus dos hijas quienes vivían con su padre en Santander y a las que veía cada dos fines de semana.

—Valientes, las dos. Inmensamente audaces. Nos cuesta admitir nuestra vulnerabilidad pero fijaos en vosotras, qué transparencia. Con esta sinceridad podemos construir los cuatro pilares fundamentales para alcanzar nuestro propósito. —Les mostró la mano izquierda con cuatro dedos alzados. Las dos mujeres lo imitaron y mostraron sus cuatro dedos en alto también—. Exacto, los cuatro: cuerpo, mente, emoción y alma. —Elvira repitió alma levantando esta vez las dos manos con un total de 8 dedos, Geraldine tuvo que mirar hacia otro lugar para controlar la risa.

Después les contó una parábola sobre un panadero con una furgoneta en un pueblo y un hombre con mucho frío que no tenía pan ni dinero para comprarlo y de un vecino que tenía muchas barras en su casa y que un día éste le explicó al friolero cómo hacerlo en su propia casa y desde entonces siempre tuvo pan.

—¿Y el panadero? —preguntó Elvira.

—¿Perdón?

—Dejaron al panadero sin trabajo.

—No, emprendieron.

—¡Intrusismo capitalista! —exclamó.

Geraldine carraspeó.

—Es muy bonita, muy bonita —dijo la francesa—, una historia muy inspiradora.

—Gracias, Léa, por escuchar. Es importante escuchar y apaciguar nuestras voces rebeldes de pensamientos tóxicos y, Cristina, créeme, yo era como tú, inconformista, subversivo, sedicioso, golpista… Yo era la confrontación extremista entre mis emociones y mi alma, ¡yo! ¡Yo! ¡Fijaos en mí ahora!, ¿lo diríais viéndome así de calmado, sosegado, apaciguado?, ¿lo diríais?

—Ah, mais non!,  pas du tout, pas du tou.

Elvira apretó los dientes y parpadeó con lentitud, lidiar con semejante charlatán le iba a costar más de lo que pensaba.

—Tranquila, Cristina, respira, sé cómo te sientes. Tu mochila es tan grande que crees ver enemigos en todas partes pero no es así. Soy Federico y voy a ayudarte a oxigenar tu pasado para que tu futuro no sea doloroso. Empezaremos por el principio, simple, por el primer pilar: la salud, eso es tu cuerpo, Cristina. Lo vamos a curar. Aquí.

Terminaron el té entre más parábolas y más pilares. Poco después apareció en el jardín un reducido grupo de 6 personas, los mentorís, entre ellos, Beatriz que reía a carcajadas cogida de la mano de una mujer, la misma que la de la foto de Darío. Geraldine nerviosa se puso de pie a pesar de que Elvira le gesticulara que no se moviera. Beatriz la miró, no sabía quién era, así que la sonrió con dulzura y le dio la bienvenida al grupo. Geraldine no supo qué responder solamente bajó la vista y señaló con la mirada a Elvira que seguía sentada en la tumbona. Beatriz, pasmada, se soltó de la mano y se adelantó hasta su amiga.

—¿Qué coño haces tú aquí?

                                                                                                      (Continuará…)

20 mar 2022

Rosquillas en el Huerto de los Olivos

 

Vendedoras de rosquillas de Manuel Wssel de Guimbarda

—Sí, Elvira a veces trabaja un poco a regañadientes, sobre todo últimamente, demasiado distraída pero lo lleva todo al día —dijo Geraldine sacudiendo al aire los dedos tras partir una rosquilla en dos. Elvira, sentada en el tercer peldaño de la escalera móvil de la biblioteca del profesor, la miró con hastío—. Y usted, Agustín, ¿cómo pasa los días?

—Pues aquí, ya me ves, más muerto que vivo.

—No diga eso, yo lo veo muy bien. Tenía ganas de pasar a visitarlo pero con esto de la pandemia me daba miedo.

—Tranquila, mala hierba nunca muere —interrumpió Elvira.

El profesor la miró y le lanzó un beso con su temblorosa mano. Elvira rio.

—Sois como un padre y una hija.

—Somos como dos amantes que jamás tuvieron la suerte de encontrarse —corrigió el profesor.

Geraldine, contrariada ante su respuesta, volvió a agitar los dedos aunque ya no tuviera azúcar que retirar. Elvira se levantó golpeando el suelo con el tacón para estirarse el pantalón y se dio la vuelta a fisgonear las estanterías.

—¿Te gustan las rosquillas, bonita? —preguntó Dolores entrando en el salón—. ¿Las tenéis en Francia?

—Sí, sí, las tenemos. Están muy ricas.

—Claro, pero seguro que así no, así no las tendréis, vosotros haréis rosquillas francesas. Estas no son francesas, tienen anís, no son como las que habrás comido, las mías van cargaditas, ¡come, hija, come más! —Dolores cruzó los brazos y esperó a que Geraldine se llevara otra a la boca.

—Vamos, déjala tranquila, Dolores.

—Uy, pero señor Agustín, si yo la dejo, ¡claro que la dejo! No te sientas forzada, ¿eh, bonita?, que yo te lo digo por hacerte un bien que se te ve muy delgada, ¡tú  come!

—¡Dolooores, por favor!

—Dolores, ¿te sientas un ratito con nosotros? —preguntó Elvira vaticinando una divertida tarde si se unía a la reunión.

 —Bueno, pero solo un ratín, que tengo muchísimas cosas que hacer. —Se sentó en la mesa, frente a Geraldine y cogió una rosquilla, después se la mostró con parsimonia como si quisiera darle instrucciones de cómo proceder.

—Y entonces, ¿tendréis la investigación concluida antes de marchar a Toulouse?

—No lo creo, Agustín —contestó con cierta frustración Geraldine—. En Toulouse estaremos las dos primeras semanas de julio y hasta mediados de octubre no la habremos acabado. —Se giró y miró a Elvira buscando su confirmación pero esta seguía de espaldas rebuscando entre las estanterías—. Le comento lo de Toulouse, tu estancia, ¿Elvira? —Ella a lo suyo—. ¿Elvira?

—¡¡Elvira!!

—Ay, señor Agustín, qué susto, qué susto, qué susto, por Dios, ¡no grite de esa manera!

Elvira se dio la vuelta con quietud y miró a su profesor.

—¿Qué?

—¿Dónde estabas?

—Cerca de ti, queriéndote.

El profesor sonrió.

—Tú no sabes querer.

—Aprendo.

—¿Aprendes?

—Me enseñas.

—Poco he podido enseñarte yo, quizá una vez muertos… quizá con la eternidad por delante… quizá entonces…

—Quizá.

Geraldine se levantó, se colocó el abrigo y dijo que se marchaba.

—¿Ya, bonita? ¿Te pongo unas rosquillas en un táper y te las llevas? —preguntó Dolores levantándose también.

Dijo que no con cierta molestia, parecía que su delicada educación francesa se hubiera evaporado y el verdadero carácter estuviera rompiendo el cascarón. Se acercó al profesor y con un forzado abrazo se despidió. A Elvira le dio un beso en la mejilla izquierda y después abandonó el Huerto. Dolores la acompañó a la puerta y al cerrarla volvió al salón. Recogió el plato de rosquillas de la mesa.

—Cielo, ¿te quedas a cenar? —preguntó.

Elvira miró al profesor.

—Sí, hoy me quedaré. —Dolores salió y Elvira se sentó en la butaca junto a la de Agustín—. ¿Y si nos morimos ahora?

—Si nos morimos ahora tropezaremos con la eternidad y, entonces, aprenderemos a querernos. Así será, quizá.

—Quizá —contestó y cerró los ojos.

 

1 oct 2021

La otra

 

Desconocido

Nada más verla, en medio del descomunal hall de la Biblioteca Nacional, me supuse que era ella. Llevaba unos holgados pantalones blancos de lino y una vaporosa blusa azulada a juego de sus finas bailarinas. No era demasiado alta pero sí delgada, bastante, y con un bonito flequillo desfilado que capitaneaba una lisa melena castaña por debajo de los hombros. Parecía estar viendo a la Françoise Hardy de los años 60. Levantó la mano, supongo que sonreía, se le achicaron los ojos, pero con la mascarilla no estoy segura.

—Elvira, oh, Elvira, oh, oh…  —dijo cogiéndome una mano entre las dos suyas—. No sabes cuántas ganas tenía de conocerte. Agustín Pardos me ha hablado maravillas de ti.

—Está muy mayor —dije con una incómoda sonrisa. Y es que nunca sabía reaccionar ante ese tipo de situaciones. En primer lugar, su elegancia me aplastaba como una prensa en un desguace y, en segundo lugar, recibía los halagos como patatas calientes en la boca, rico pero duele; es lo que pasa cuando tu madre solo te ha estado llamando retrasada mental durante años.

Terminamos los trámites para acceder al interior de la biblioteca. Marcaron nuestros dispositivos electrónicos con una pegatina y un código y nos ofrecieron una cinta de la que colgaba una tarjeta de plástico identificativa. Las dos nos la colocamos en el cuello y cruzamos las puertas de cristal que daban al viejo pasillo de suelos de madera.  Crujían a cada paso, a ella no parecía importarle pero yo me ruborizaba con cada chasquido, quería ser invisible. Habían sido muchas las veces que había recorrido ese pasillo pero era la primera que lo hacía con un claro sentimiento de impostora.

—¡Disculpen! —exclamó una mujer de mediana edad que sostenía con los dos brazos una pila de revistas, nos estaba viendo subir las escaleras—. Eso es acceso restringido.

—Investigación —dijo ella mostrando su identificación del cuello.

—Investigación —repetí yo creyéndome Willows de CSI. Lo dicho, impostora.

Llegamos, dos pisos más arriba, a la Sala Larra. Y ella, marcando el paso como lo había hecho hasta ese momento, se sentó en una larga mesa del centro de la estancia.

—Antes de pasar a la hemeroteca, podemos charlar un poquito, ¿verdad? —Su acento era imperceptible. Echó un vistazo a su alrededor—. Y como no hay nadie por aquí, no creo que pase nada por quitarnos las mascarillas.

Se quitó la suya, una FFP2 azul oscura, la dobló con cuidado y la metió en un sobre de papel que dejó sobre la mesa. Sentí vergüenza al meter la mía, una quirúrgica blanca, hecha un gurruño en mi tote-bag. Sonreí.

—Podemos trabajar juntas. Agustín Pardos me ha hablado de tu interés en el proyecto de la Universidad de Toulouse. ¿Conoces Toulouse?

—Solo he estado una vez.

—Pero viviste en Francia, n’est-ce pas?

Me agarré del cuello con delicadeza disimulando una incontrolable agresividad pasiva.

—Sí.

Où?

—Lyon —contesté sonriendo de nuevo. Impostora.

—Oh, Lyon, Lyon, qué hermosa, ¡qué hermosa!

—Sí. Hermosa.  —Sonrisa.

El karma. Quien al cielo escupe…

—Toulouse tiene otra belleza, más natural.

—Natural. —Sonrisa.

—Y no es porque trabaje allí pero creo que la Universidad de Toulouse en Estudios Hispánicos aporta una diversidad difícil de encontrar en otras universidades, no sé si decir, más convencionales. ¿Entiendes a lo que me refiero? —Asentí con la cabeza—. Ahora, Elvira, nuestras líneas de investigación se cruzan y sería imperdonable dejar pasar esta oportunidad. Tratar el suicidio en literatura, bueno, en cualquier ámbito, sigue teniendo gruesas líneas de censura, apenas hay publicaciones, no es fácil, pero juntas, en un mismo proyecto… ¿Estás de acuerdo?

Madame Lemoine, yo…

—Oh, Elvira, s'il te plaît! Geraldine, Geraldine.

—Geraldine —dije nerviosa mientras me apartaba un pelo imaginario del medio de la cara—. Sé que Agustín solo quiere ayudarme y es cierto que estuve a punto de mudarme a Toulouse hace algo más de un año al conocer ese proyecto, eran otras circunstancias: la pandemia, la cercanía, algunas desavenencias con China… Pero ahora mismo, mi objetivo está en Madrid hasta finales del año próximo. Aun así podemos trabajar a distancia, por mi parte estaría encantada.

Se echó hacia atrás ajustándose la blusa a los hombros. Se repasó el labio inferior con la punta de la lengua y después dijo ladeando la cabeza:

—Tarde o temprano tendrás que instalarte en Toulouse. —Coloqué los dedos en el borde de la mesa, como si fuera a tocar un piano y apreté con fuerza—. Cuando termines tu periodo de investigación deberás dar clases, ¿entiendes esto?

Cuando termine mi periodo de investigación, me compraré una casa en medio de la sierra extremeña y viviré junto a Joan. Cuando termine mi periodo de investigación, es posible que esté completamente ciega. Por ello, cuando termine mi periodo de investigación, dedicaré los días, lejos de cualquier atisbo de vida humana, a intentar entender una existencia en obligada oscuridad y gestionaré mi odio a la humanidad empezando por Francia. Pero hasta entonces, Geraldine, trabajaremos juntas los tres meses que has venido a colaborar con mi universidad en Madrid, hasta entonces fingiré interés en tus proyectos y hasta entonces, Geraldine, seré impostora de mi propia vida.

—Claro, entiendo —dije. Sonrisa—. Ahora es mejor que entremos en la hemeroteca si queremos aprovechar la mañana. —Me puse en pie y sin ya vergüenza saqué la mascarilla de mi bolso, como si de un kleenex usado se tratase, y me la coloqué.

Por la tarde, bajaba la cuesta de Mesón de Paredes, en Lavapiés, hasta llegar al portal de Enrique. Subí el pequeño peldaño y presioné el portero automático.

—¿Sí? —preguntó su voz.

—Enrique, soy yo —contesté e inmediatamente después oí un clic. Volví a tocar, oí de nuevo el clic y silencio—. Enrique, voy al café de enfrente, te espero, baja, por favor. —Clic.

Pedí un café solo y me senté junto a la ventana. Saqué del bolso la última novela de Franz Werfel que había comprado. Acaricié la portada y la dejé sobre la mesa. Vertí un sobrecito de azúcar en el café y removí largo rato.

—¿Está libre?

—¿Qué?

—Esta, ¿está libre? —Una chica de poco más de 20 años sujetaba el respaldo de una de mis sillas.

—Sí, esa sí. La otra no.

Acerqué la silla que quedaba y puse mi bolso encima. Abrí el libro y empecé a leer. Al cabo de un rato sentí el bolso depositarse sobre la mesa. Giré la cabeza y vi a Enrique sentándose en la silla con las piernas abiertas y los codos apoyados sobre las rodillas.

—Hola —dije.

—No voy a pedirte perdón —dijo con la vista baja—, no me hubiera importado matarte.

—Hola —volví a decir. Levantó la cabeza y me miró—. ¿Quieres un café, camarada?


23 sept 2021

Noche de petunias rojas

 

Daisy de Flower Pop Art

Almudena y Elvira cruzaban la Plaza de la Paja. Hacia arriba, dirección a sus casas. Eran las dos de la mañana. Caminaban despacio, cogidas del brazo como dos viejas a la cola de un cortejo fúnebre. Almudena llevaba un pequeño tiesto con petunias rojas, lo sostenía con fuerza en su brazo izquierdo. Elvira cabizbaja se frotaba el cuello dolorido intentando entender lo que había sucedido aquella noche. Miró a su amiga buscando respuestas y se percató de las petunias. Sorprendida paró el paso.

 

—¿Estás segura de que no le importa que vaya yo? —preguntó Almudena.

—No, no le importa —contestó Elvira.

Almudena y Elvira cruzaban la Plaza de la Paja. Hacia abajo, dirección a la casa de Beatriz. Eran las nueve de la noche. Caminaban con brío, decididas. Su amiga celebraba una fiesta en su nueva casa para despedir el verano.

—¿Vive en un palacio? —preguntó Almudena empujando el portón de la calle.

—Algo así… —Elvira alzó la vista a los altísimos techos escayolados de la entrada.

El pequeño palacete de mediados del s.XIX había sido reformado y convertido en tres casas independientes. El padre de Beatriz había alquilado la del primero, con jardín privado. Algo absolutamente prohibitivo en pleno centro de Madrid.

—¿Qué hace esta aquí? —espetó Beatriz al abrirles la puerta.

—Tienes una casa preciosa, Bea —dijo con rapidez Elvira y, de medio lado, se coló dentro.

—Yo si quieres me voy, yo…

Pero antes de que Almu pudiera seguir victimizándose, Elvi la agarró del brazo y la empujó hacia adentro.

—¡¿Qué hace esta aquí?! —exclamó Enrique apareciendo por el pasillo.

—¿Yo? —preguntó indignada Elvira que seguía sosteniendo el brazo a Almudena—. ¡Soy amiga de Beatriz!

 —Bea, lo siento, pero si ella se queda nosotros nos vamos.

Y es que después de aquel accidentado ménage à trois, hacía más de un mes, no habían vuelto a tener contacto.

—¡¡¿Qué hace este aquí?!! —gritó esta vez Elvira al ver a Markus en la puerta del fondo con una cerveza en la mano.

—¡Te recuerdo que es mi novio! —Bea.

—¡Creo que él no piensa lo mismo! —Elvi.

—¡Si ella se queda nosotros nos vamos! —Enrique.

—No, si la que se va soy yo… —Almu.

—¡De eso nada, que se vaya Markus! —Elvi.

—¡Es mi casa! —Bea.

—¡Jèrôme, nos vamos! —Enrique.

—¡Silencio! —Darío entró en el hall dando palmas—. ¡Basta ya! ¡Centrémonos! Hemos pasado por una pandemia, nevadas históricas, inundaciones, incendios, volcanes y China está a punto de meternos en la Tercera Guerra Mundial. Señores, centrémonos, así que: ¿quién quiere vino y quién cerveza?

Elvira estaba sola sentada en uno de los taburetes altos de la isla de la cocina, sostenía una copa de vino. Llevaba mirando los imanes de la nevera más de 20 minutos.

—Dice un parajo que hablas alemán.

Elvira giró la cabeza y vio a Markus en la puerta.

—¿Un parajo? —Se rio.

—Sí, dice un parajo, dice eso un parajo.

—Pájaro. Pero no es correcto, se dice “me ha dicho un pajarito que…”.

—Me ha dicho un parajito que…

Elvira empezó a reírse. Dejó el vino sobre la isla y lo miró.

—¿Amigos? —preguntó él.

—Yo no tengo amigos.

—¿Enemigos?

—Enemigos —contestó ella. Extendió la mano y se la ofreció. Markus la apretó con firmeza.

—Ay, que nos van a oír… —susurraba Almudena a Darío sentada en la encimera del baño, tenía las piernas abiertas, con el vestidito subido hasta los muslos, y él estaba perfectamente encajado—. No, no… Darío, las bragas no, no… no me las quites, aquí no…

—Nadie nos oye… están el jardín…  

—Ay… esto no está bien… —Las bragas terminaron deslizándose hasta sus tobillos.

—Pues a mí me parece que no puede estar mejor....

—¿Dónde está Darío? —pregunto Beatriz meciéndose en el balancín con una sola pierna.

—Creo que en la cocina —contestó Enrique.

—¿Y Almudena? —volvió a preguntar.

—Ella no lo sé.

—¿La chica de gafas gojas? Crgeo que al baño —explicó Jérôme.

—En el baño, ya… —Al ver aparecer a Elvira en el jardín le preguntó—: ¿Darío está en la cocina?

Elvira se sentó en el borde de una enorme maceta que parecía hospedar a una extraña palmera raquítica y, mirándolos a todos, asintió con la cabeza, después añadió:

—Son granates, Jèrôme, las gafas de Almudena son granates, no son rojas.

—¿Pog cuá odias como así a los frganseses?

—No los odio. —Bebió un sorbito de vino y luego dejó la copa en el suelo. Cruzó las piernas y se atusó el flequillo hacia un lado—. Simplemente creo que su existencia no es del todo necesaria en este mundo.

—¡Gasista!

—¿Racista yo? No os culpo por alimentaros de queso y beber cerveza con sirope de fresa, no os culpo por considerar a Carrère como lo mejor que tenéis en literatura, no os culpo por no entenderos al hablar en cualquier otro idioma. No os culpo. No te culpo, Jèrôme, por ser francés. No es tu culpa, naciste así. No soy racista, soy benevolente. Comprendo tu dolor.

—¡Yo la mato, yo la mato! —Enrique se puso en pie y decidido cogió a Elvira de la camiseta y la levantó en el aire—. ¡Te voy a matar!

Bébé, oh, là là!, ¡no, no! ¡Trgganquilo, mon bébé!, ¡vas a matag a ella, vas a matag a ella!

—¡Eso quiero!

En el momento en que Markus quiso interceder, Beatriz regresó al jardín gritando que Darío no estaba en la cocina. Su novio se acercó y sujetándola por el brazo le dijo en alemán al oído:

—Deja de buscar a tu amigo. Yo estoy aquí. He venido. No me avergüences.

—¡Pues vete! —gritó ella en español zafándose con rabia—. ¡Vete!

—¡Me matan! —gritaba Elvira desde el aire.

—¿Qué pasa aquí? —Darío salió corriendo del baño con la camiseta en la mano.

—¡Cabrón! —gritó Beatriz al verlo.

—¡¿Qué pasa?! —Detrás Almudena—. ¡La vais a matar! ¡Ay, Elvira! ¡Bajadla!

—¡Diles que no me maten, Almudena! Que por caridad. Así diles. ¡Diles que no me maten!

Darío no vio venir el golpe. El puño de Markus apareció de la nada. Sintió que el labio se le reventaba y que el azulejo del jardín le helaba la mejilla.

Mais, qu'est-ce que c'est?!!!

Backpfeifengesicht!!!

—¡Animal!

—¡Me matan!

—¡Te mato!

—Cabrones… —Beatriz cayó de rodillas al suelo y bramó con fuerza—: ¡Cabrones! ¡A vuestra puta casa todos! ¡Todos!

 

—Almu, cariño, ¿de quién es ese tiesto?

—¿Este? De Beatriz —dijo y lo sujetó frente a ellas con las dos manos. Ambas amigas ladearon la cabeza para verlo mejor—. Son bonitas, ¿verdad? Petunias creo que son.

—Petunias, ya. Y Almu, cariño, ¿por qué te has llevado un tiesto con petunias de la casa de Beatriz?

Almudena levantó los hombros y volvió a rodear el tiesto con tan solo su brazo izquierdo.

—Porque me he puesto tan nerviosa al no encontrar las bragas que he cogido lo primero que he visto.