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4 jul 2025

Viejo, sordo y ciego

 

Viaggio alla fine de la notte  de Carmen Mansilla

Pegaba un sorbito de café con la mirada baja, fingía ser complaciente, era lo menos que podía hacer por él, a fin de cuentas, era el marido de mi amigo Enrique.

Me agradeció por octava vez haberlo invitado al Museo del Prado. Dejé la taza en el platito y lo sonreí.

—No, dáselas al Gobierno, que me concede la entrada gratuita… y de paso también al que me lleve del brazo. Maravillas del sistema: si eres ciega, puedes pasarte la vida yendo a ver cuadros gratis. Creo que lo hacen porque saben que no los desgastamos.

Évidemment. Con vosotrrgos no hasen gasto de mantenimiento.

Al final iba a resultar que el francés tenía sentido del humor. Me explicó que el martes debía visitar el Reina Sofía y el jueves y el viernes el Thyssen. Prometió compensarme, decía ser consciente del dineral que se estaba ahorrando en las entradas y de mi tiempo dedicado.

—No te preocupes, me encantan las cafeterías de los museos. —Levanté la tacita y mostré una artificiosa sonrisa—. Cuando termines tu TFM ya me invitarás a una buena cena, ¿no?

Au final, seremos buenos amis.

—Tampoco te pases, ¡ni amís ni amós! Seremos eternamente conocidos y ya.

—Ah, mais non! ¡Nous somos familia! Yo soy el esposo de tu hegmano, de tu mejog amigo.

Sonreí vanidosa.

—¿Eso dice Enrique?

Quoi?

Que soy su mejor amiga. —Me retiré el flequillo hacia un lado y después, con delicadeza, apoyé el codo sobre la mesa con la mano bajo la barbilla.

Me llamó infantil. Sí, claro que era infantil. Últimamente iba tirando amigas del tren deseándoles una buena caída; las que me quedaban se podían contar con los dedos de una mano y me sobraban cuatro. Así que, sí, elevar un camarada a la categoría de mejor amigo me daba la vida.

—¿Cómo está? —Debía preocuparme, eso hacen las mejores amigas.

Jérôme apretó los labios y supe que quizá debía ponerme seria.

—Bueno, tú sabes, él es así como él es. Habla poco de eso.

No añadió mucho más, me dejó intranquila. Así que, antes de despedirnos, le propuse que el martes, en vez de vernos en la entrada del museo, le iría a recoger a casa y que, con la excusa, me tomaría un café con Enrique. Le pedí que no le dijera nada, que pareciera todo improvisado.

Seis días más tardes Jérôme me abría la puerta de su casa.

Oh, Elviga, oh, oh, mais, oh, ¿cómo es posible? Mais, yo he pensado que nos encontrrrgamos en el museo, mais, ah, quelle surprise!!!, ¡Bebé, Elviga está aquí! Mon doudou, me escuchas?

Con la mirada le recriminé su terrible actuación. Entré al salón. En el precioso sofá de ante verde estaba Enrique con Vicente despeluchado en el regazo.

—Hola, camarada —dije.

—Hola, amiga.

Me senté a su lado y acaricié al perro.

—¿Cuántos años dices que tiene? ¿Setenta? —pregunté.

—Once.

—¿No había perro más viejo para adoptar?

Sí, había dos de trece y uno de catorce, pero Vicente es sordo y ciego de un ojo. Vamos, irresistible.

Enrique siempre ha sido complicado, seco, con ese encanto de persona que parece que te tolera por obligación. Pero luego va y rescata un fósil peludo…  Supongo que el cambio climático le afecta a cada uno de diferente manera.

Alargué la mano y acaricié el lomito de Vicente, dije que lo veía mucho mejor que la última vez; hacía tres meses tenía calvas, ahora el pelaje parecía algo más uniforme. Lo arrastré hacia mí y lo abracé, era pequeño y escuálido, lo que provocaba quererlo sin condición. Lo besé en la cabeza y le rasqué detrás de las orejas mientras lo llamaba “feo-feo-refeo-requetefeo” con voz de niña. Miré a Enrique y afirmé:

—Te estará ayudando mucho estás semanas. Tenerlo se te hará más fácil.

—¿A qué has venido, Elvira?

¡C’est qui que quiega café que se levantas el mano! —gritó Jérôme desde la puerta del salón.

—¿Tu marido nunca va a aprender español? —dije y levanté la mano—. Con leche sin lactosa, porfi.

Oui, bien sûr, je sais. Bebé, Elviga y yo ya somos súper amis.

—Me alegro, cariño, eso es todo un logro.

—¡No es cierto! ¡Jamás seré amiga de un francés!

—Tarde, ma chérie… —y regresó a la cocina tarareando Count on me de Bruno Mars.

Me reí, Jérôme tenía algo como Vicente, había que quererlo.

—Entiendo que te casaras con él no solo por ser un yogurín de treinta y tres años.

Enrique cogió de la mesita de café el tabaco de liar. Se hizo un cigarro, lo encendió y, sujetando el cenicero con la otra mano, saboreó la primera calada y exhaló el humo con calma. Aquella manera de sostener el cenicero me recordó a mi tío Dámaso, pensaba en él como en un viejo fumador, pero tendría la misma edad que Enrique ahora, cerca de los cincuenta. La perspectiva del tiempo te rejuvenece o avejenta a su antojo.

Cruzó las piernas y volvió a preguntarme que qué quería. En nuestra amistad no cabían los formalismos.

—Saber cómo estás.

Estoy bien. Tú andas bastante peor, tu ojo izquierdo empieza a fallar y ya no te quedan más flotadores, te hundes, Elvira.

Apreté a Vicente contra mi regazo, sentirlo me recordaba que Enrique no era un carroñero. No dije nada y mirando al frente esperé los cafés. Al poco, Jérôme llegó portándolos sobre una bandejita de cristal naranja. Los repartió y se sentó en el suelo, al otro lado de la mesita, frente a nosotros. Me aconsejó que dejara a Vicente en el suelo, me dijo que estaría más cómoda. Le hice caso y, con una sincera sonrisa, le agradecí el café, también le recordé que era mejor llegar antes de las cinco al museo, que si no habría demasiada gente. Me fijé en Enrique, parecía completamente ausente sosteniendo el cenicero con la colilla retorcida dentro.

***

Jérôme me dice que mi hermana ha llamado. Que tenga diecisiete años más que yo hace que sea una madre más que una hermana, que insista con su llamada mensual de rigor al teléfono fijo me enferma. El infantilismo con el que me trata se me atasca. Suspiro y me dejo caer en el sofá. Vicente me mira desde el suelo, lo ayudo a subir. Todos deberíamos ser así: viejos, sordos y ciegos, pocos problemas tendríamos con los demás, suficiente aguantarnos a nosotros mismos. Es tu padre, dice Jérôme. Me incorporo y le pido que me lo repita. Mi hermana se lo había dicho. El viejo ha muerto. En el coche de camino a Toledo, Jérôme me habla de una compañera del Máster, lo oigo y lo intento escuchar, sin embargo, las palabras se convierten en chicle, pegajosas se solapan unas a otras, quizá ya me esté quedando sordo, quizá siempre lo haya sido: sordo y perro. Aparco frente a la casa. Veo primero el coche de la funeraria, luego los dos de policía y después a mi hermana. A dónde vas, me pregunta. Quiero subir a casa. No puedes, me dice. Sí puedo, quiero subir. No puedes, Enrique, nadie puede, está la policía. La veo vieja, lo que es. El pelo corto le hace parecerse a mamá. Su forma de decirme las cosas le hace parecerse a mamá. Sus prohibiciones le hacen parecerse a mamá. ¡Sí puedo, voy a subir!

—Enrique… —Mi hermana me sujeta del brazo—. Llevaba muerto dos semanas.

***

Giró la cabeza y me miró con inmensa pena sin soltar su sucio cenicero, como mi tío Dámaso.

Perdóname, amiga —dijo—. Cuando siento dolor yo también me ciego.

 

 

2 jun 2025

Pestañas largas, puñales cortos

 

Ilustración creada por IA

Tener una amiga como Beatriz nunca ayuda, pero que fuera tu única compañía en San Isidro era como aceptar la invitación personal de Dante al séptimo círculo.

—Estás pálida.

—Soy así, Bea, gracias.

Sacó su abanico y comenzó a agitarlo a un centímetro de mi cara.

—¡Por favor, no se acerquen tanto! ¡Mi amiga está perdiendo la vista y la concentración de gente le provoca síncope vasovaginal!

—¡¿Vasovaginal…?!

—No hay más que verte la cara, Elvi. ¡Señora, deje el espacio de cortesía, hágame el favor! ¡No se puede andar en este país! ¡Apártense, apártense!

Cruzar el barrio de La Latina medio ciega, entre setecientos cincuenta mil millones de personas, mientras tu amiga de metro ochenta te lleva del cuello como si fueras su zombi-escudo en Walking Dead, no era lo que había previsto para aquel sábado por la mañana.

Llegamos a una calle más tranquila y Bea me recolocó el pañuelo de la cabeza atusándome el flequillo como si fuera una niña.

—Estás ideal.

—Parezco Doña Rogelia —dije.

Ella, en cambio, impecable, como si el viento le consultara antes de moverle un pelo. El mismo pañuelo que a mí me daba pinta de señora atracada en un bingo, a ella le marcaba las facciones con ese tipo de elegancia que una finge no notar. Impresionantes pestañas de catálogo de perfumería de aeropuerto, y una sonrisa color cereza que no era amable ni sincera, solo perfectamente colocada. Suspiré y pensé que si existía Dios, era un cabrón.

Me dejó aparcada en una esquina y fue a pedir a una de las barras que durante las fiestas improvisaban en la calle. Me ajusté las gafas como pude, porque el pañuelo me incomodaba y saqué el móvil, tenía varios mensajes de WhatsApp, los empecé a leer.

—Vale, aquí está tu zumito de piña —interrumpió Bea sin dejar esa mirada paternalista—. ¿Qué haces?  —Le mostré el móvil—. ¿Joan?

—No, mis amigas de Bilbao.

—¿Qué amigas? —Y pegó un sorbo rápido a su botellín de cerveza.

—Las de Bilbao —repetí.

Hizo lo de siempre: puso sus labios de pato y desvió la mirada hacia un lado buscando a esa testigo imaginaria para confirmar que yo estaba cu-cu. La odiaba, un poco más cada vez.

—¡¿Qué?!

—Nada, nada, Elvi, no he dicho nada. No te alteres, venga, que no es bueno para tu tensión ocular.

—Bea, tengo amigas, tengo muchas amigas en Bilbao.

—Sí, sí, lo sé, lo sé, ¿cómo lo llamas?, ¿cuadrilla?, que sois como una manifestación, ¿treinta, cuarenta?

—Somos catorce.

—Catorce, catorce, sí, catorce, que os vais a comer y habláis todas juntas, tú con las catorce, con lo que te gusta hablar a ti... Te imagino perfectísimamente.

—Tengo catorce amigas en Bilbao.

—Elvira, por favor, si cuando nos juntamos más de cinco ya te sale urticaria. Empiezas a echar a la gente de-mi-casa: ¡Aquí sobra gente, aquí sobra gente! ¡Tú, tú y tú fuera! No te rías, Elvi, porque sabes que es tal cual lo cuento. Odias a la humanidad, solo se salvan Almudenita y Joan y quien te conozca me dará la razón, al resto nos metes en un saco y nos tiras al Manzanares.

—Está seco.

—Ya no.

—Tengo catorce amigas por mucho que te pese.

—Ya. ¿Y quién te ha escrito?

—Una de ellas.

—Ya. ¿Y qué te ha dicho esa amiga tuya? —Labios de pato y desvío de mirada.

—Que se casa.

—Bueno, bueno, oye, pues es una información relevante, importante, quizá sí estemos ante una amiga real, de esas que dices que son de la infancia, igual no todo te lo inventas... ¿Y cuándo se casa?

—En tres semanas.

—Ya. Cariño, ¿te lo explico yo o tú solita vas atando cabos?

—Es amiga mía de toda la vida.

—Elvi, no tienes amigas y no me extraña. Eres intratable. Y esa chica te ha dicho que se casa porque alguien cercano le habrá comentado que te estás quedando ciega y le habrá dado penita y la compasión nos puede. Además, una ciega en una boda luce, luce porque la inclusividad está de moda, y tú, ahí sentadita en la mesa de las amigas le haces brillar a la novia por inclusivista e inclusividora. Elvi… que yo sé que te hace ilusión decir lo de la cuadrilla, lo de que si en Bilbao esto, que si en Bilbao lo otro, pero yo no veo muchas visitas por aquí… Vamos, tus amigas a Madrid ni se han acercado, ¡eso o las has escondido! A ver, pero entiéndeme, no estoy diciendo que te lo estés inventando. Si tú dices que tienes catorce amigas, yo te creo, porque eres muchas cosas: insoportable, maniática, egoísta, vinagres, huraña, antipática, sabelotodo, pero mentirosa no eres, esa es la verdad, no mientes, me jode porque de esta manera tendría muchas más cosas que achacarte, pero no mientes, eres un asco de mujer, pero un asco de mujer-sincera. Bien, así que yo sí te creo: tienes catorce amigas. Aunque quizá vaya siendo hora de admitir que en verdad CREES que tienes catorce amigas, esto nos encajaría con la realidad que vives, ¿no? Es decir, que Almudena y Joan son las dos únicas personas en este mundo que te aguantan. Bueno, vale, y yo cuando no tengo a nadie más, oseasé hoy. No sé, ¿tú qué piensas?

—Que creo que me está dando un síncope vasovaginal.

 

13 abr 2025

Aliento sin espejos

 

Interior (Model reading) 1925, por  Edward Hopper

El mundo no se apagó de golpe,

se fue encogiendo.

Un borde menos.

Una esquina más que interrumpe sin aviso.

Páginas donde las palabras se embarran cual campos de batalla.

¿Quién reclama la noche siendo de día?

Ellos, y tú, los veis invisibilizados.

E impasibles observáis su carga,

porque incrédulos negáis el nervio gangrenado que seco daña,

y alzáis la voz con cínica palabrería de esperanza.

¡Grito!

¡Ciegos vosotros!

¡Insensibles de miradas vacías!

¡Amantes de la compasión relamida!

¡Grito que mi dolor es real!

¡Real como un quebrantahuesos escarbándome las tripas!

Porque el mundo, tal como era, ya se ha ido.

Y yo, con él.


19 jun 2022

Y cuando no distingas la noche del día

 

Tratado sobre la ceguera "el día de la pedid de mano" pensando en Goya y sus caprichosos de Carmen Mansilla


—¿Así me lo pagas?

—No te debo nada, Agustín —responde Elvira—. No debo nada a nadie.

—¡Necia! —El viejo profesor golpea con debilidad el apoyabrazos del sillón—. ¡Necia! ¡Estúpida! ¡Estúpida! ¡Estúpida!

—¿Qué es lo que pasa? —Dolores entra al salón y agarra del brazo a Elvira.

—¡Estúúúúúúúpida!

—Pero, ¡virgen santa!, señor Agustín, no le diga semejantes barbaridades.

—Déjale, Dolores, déjale. Yo me voy.

—¡Sí, que se vaya, que se vaya! ¡Necia, malcriada! ¡Fuera, desagradecida! ¡Fuera, estúpida!

Elvira nerviosa recoge su boso del extremo del sofá central y sale del salón. Detrás, a paso apurado, la sigue Dolores.

—Por Dios santo, no se lo tomes en cuenta, cielo, no se lo tomes…  —Elvira abre la puerta de la casa y sale al rellano—. Cariño, ya sabes que desde que le dio eso —se toca con el índice la sien—, no ha vuelto a ser el mismo. Él te quiere, lo sabes, ¿verdad? Oh, cielo, no llores ven aquí, anda, ven.  —La abraza con fuerza y Elvira solo piensa en el fracaso de Toulouse, sus consecuencias.

—Es que salió todo mal… todo mal…

—Bueno, bueno, ellos son franceses, no son como nosotros; hablan diferente, comen diferente, ellos pues son…, son franceses, muy franceses. —A Elvira se le escapa la risa, se separa un poco y se limpia los mocos con el dorso de la mano—. Cochina, espera, que te saco algo para que te limpies. —Entra en casa y al cabo de un minuto sale sacudiendo un trapo al aire—. Toma, hija, está limpio, del cajón. Pobrecita mía.

—Me superó  —dice devolviéndole el trapo—, no sabía que me fuera a costar tanto la estancia, ni 5 días pude aguantar, no lo soporto, es un país que me ahoga, no puedo, yo no, no puedo, no puedo, Dolores, aunque me suponga tirar a la mierda toda la investigación, no puedo estar allí, no puedo...

—¡Pues si no puedes, no puedes y se acabó! Que estoy yo de tanto héroe… ¿Te digo hasta dónde estoy de todos esos súper héroes que lo hacen todo bien?, ¿te lo digo? —Se acerca a ella y baja la voz—. Hasta el culito de delante, me entiendes, ¿no? —Agacha la cabeza y se mira la entre pierna—. ¡Hasta ahí! A esta vida hemos venido a pasárnoslo bien, que ya nos tocará sufrir en el purgatorio. Y si es tan humillante para el señor Agustín que te hayas vuelto, pues mira, que levante ese culo enrome del sillón y que lo encamine a Toulouse, que ¡aquí paz y luego gloria! —Las dos se ríen—. Eso, cielo, tú ríete, ríete que es muy bueno, la risa almidona el alma. Oye, ¿te parto un poco de sandía y te la llevas en un táper?, que con este calor te va a saber a gloria bendita.

Dice que no y la abraza de nuevo antes de irse.

Elvira entra en Pepe Botella. La cafetería tiene una luz demasiado tenue y tropieza con la primera mesa. Oye un “qué torpe” que llega dos mesas más adelante de dos chicos jóvenes que se ríen. Ella los mira, los sonríe  y les desea un glaucoma calentito a cada uno de ellos, porque para eso siempre es muy generosa.

Se sienta en la mesita junto a la ventana y se coloca el bolso sobre el regazo.

—¿Qué va a tomar?

Elvira levanta la cabeza y ve a una mujer de mediana edad frente a la mesa.

—Un café solo, por favor.

—Enseguida. ¿Se ha hecho daño?

—¿Cómo?

—Cuando se ha caído.

—No me he caído.

—Ya. Es por la luz, le pasa a mucha gente.

Elvira agacha la mirada lamentándose de su carácter. Se pellizca los pulgares.

—Tengo baja visión  —dice alzando la cabeza.

—Vaya, ¿quiere que suba la intensidad de la luz?

—No —sonríe—, es muy amable, junto a la ventana estoy bien.

La camarera se va y Elvira saca su móvil del bolso. Lo deja sobre la mesa y se detiene viendo, a través de la ventana, a una adolescente tomándose un selfie, y reflexiona sobre lo vieja que se ha hecho de repente porque aquella chica le parece insultantemente joven. Apoya el codo en la mesa y la cabeza en la mano y suspira.

—Señor, señor, señor, estas cafeterías tan antiguas son incómodas para todo. Lo de sentarse le lleva a una la mismísima eternidad. Eternidad, que por otro lado, ya no tengo.

En la mesa de al lado una vieja intenta sentarse. Es delgada, tremendamente arrugada y con un corte a lo Cleopatra, el pelo blanquísimo pero poca cantidad. Elvira no la considera especialmente elegante pero le llama la atención su largo abrigo blanco casi hasta los pies. La observa. Es ciega. Pliega el bastón y lo guarda en su bolso.

—Es un abrigo muy bonito y es usted muy valiente al llevarlo en esta ola de calor —dice Elvira un tanto sorprendida de sí misma, porque nunca entabla conversación con desconocidos.

La vieja gira la cabeza en busca de la voz.

—A mí edad, una ya no siente ni frío ni calor. ¿Te gusta? —pregunta acariciándose las solapas.

—Sí, mi madre tenía uno igual. No sé dónde estará ahora.

—¿El abrigo o tu madre?

—El abrigo —responde sonriendo.

—El café —anuncia la camarera depositándolo sobre la mesa—. Y usted, ¿qué va a tomar, señora?

—¿Yo? —pregunta la vieja—. Soy ciega no sé a quién pregunta.

—Oh, lo lamento, sí, le digo a usted, señora.

—Un café solo, por favor.

La camarera se va y Elvira la sigue observando detenidamente.

—¿Qué miras?

Elvira da un respingo.

—Pensaba que era ciega.

—Lo soy, pero tienes la respiración de un jabalí y está en mi dirección.

Elvira se ríe, después pregunta:

—¿Cómo es? ¿Cómo es ser ciega?

—¿Qué quieres escuchar? ¿Que es un regalo de Dios? ¿Que es un aprendizaje diario? ¿Que es un reto apasionante? ¿Que las cosas ocurren por algo? ¿Qué quieres que te diga?

—La verdad.

La vieja se atusa el flequillo y se ahueca su fina melena.

—Ser ciega es la mayor tragedia de mi vida, pero a todo se acostumbra una. El cuerpo, desgraciadamente, se adapta y entonces tú te adaptas con él. Y todos los pensamientos de acabar con tu vida, todas las diferentes maneras de poner fin a tu existencia empiezan a evaporarse porque la tragedia pasó a ser simple resignación. Está bien, dices, vale, mi vida ahora es así, bien, bien y, mira, seamos sinceras, lo agradeces porque suicidarse es un jaleo, que si me ahorco pero el nudo nunca te lo haces demasiado fuerte y te quedas tirada en el suelo del salón con la cuerda en la mano y con cara de idiota, que si me corto las venas ya que parece fácil en las películas, lo consiguen con dos pequeños cortes en la muñeca, pero ¡virgen santa del amor misericordioso!, ¿alguien me puede decir cuántas venas tienes que cortarte para morirte? —Elvira estalla en una carcajada—. Así que optas por quedarte, vivir a oscuras y esperar a morirte algún día.

—Supongo que eso lo esperamos todos.

—¿Hoy no ha sido un buen día?

—¿Cuándo lo es?

—Vaya, vaya, vaya. Huelo a drama. —Elvira, con calma y confianza, le relata su bochornosa huida de Toulouse y, como consecuencia, su fracaso en la investigación de más de 4 años, y del poco sentido que tiene nada—. Tranquila, tranquila, la terminarás, de verdad, terminarás esa dichosa investigación.

—¿ Y luego?

 —¿Luego? Luego te preguntarás y ahora qué. Y entonces intentarás lo de la cuerda dos veces y lo de la cabeza en el horno una, solo por emular a Sylvia Plath porque tu horno será eléctrico. Te separarás porque tu dolor ensuciará el amor de odio. Verás a tu hermano morir de otra enfermedad heredada de tu padre y aborrecerás tanto que él siga vivo, mientras que a los que amaste murieron, que creerás volverte loca, hasta desear matarlo con tus propias manos, y tendido en la cocina lo dejarás con un suspiro de aire para hacerlo sufrir en su propia agonía. Marcharás lejos, a una pequeña casa en mitad de la sierra manchega, y asumirás tu cegara sin tratamiento pasando las tardes en una descolchada silla en el jardín mirando al frente y, cuando no distingas el día de la noche, te cortarás las venas y corriendo buscarás tiritas porque tu cuerpo no desparramará suficiente sangre como para dejarte sin vida, y comprenderás que estás condenada a vivir. Mirarás, entonces, a tu perro Orfeo y le explicarás que es hora de volver a la civilización. Regresarás a Madrid y vivirás en una nueva buhardilla del centro, y te llamarán la loca del abrigo blanco. Y ansiarás encontrarte con tu yo de hace 45 años para decirle que no sufra, que nada importa, que no intente cambiar las cosas porque todo vuelve al mismo lugar. Aquí.

 —El café solo, señora. Se lo digo a usted. —La camarera toca el antebrazo de la vieja y se va.


1 oct 2021

La otra

 

Desconocido

Nada más verla, en medio del descomunal hall de la Biblioteca Nacional, me supuse que era ella. Llevaba unos holgados pantalones blancos de lino y una vaporosa blusa azulada a juego de sus finas bailarinas. No era demasiado alta pero sí delgada, bastante, y con un bonito flequillo desfilado que capitaneaba una lisa melena castaña por debajo de los hombros. Parecía estar viendo a la Françoise Hardy de los años 60. Levantó la mano, supongo que sonreía, se le achicaron los ojos, pero con la mascarilla no estoy segura.

—Elvira, oh, Elvira, oh, oh…  —dijo cogiéndome una mano entre las dos suyas—. No sabes cuántas ganas tenía de conocerte. Agustín Pardos me ha hablado maravillas de ti.

—Está muy mayor —dije con una incómoda sonrisa. Y es que nunca sabía reaccionar ante ese tipo de situaciones. En primer lugar, su elegancia me aplastaba como una prensa en un desguace y, en segundo lugar, recibía los halagos como patatas calientes en la boca, rico pero duele; es lo que pasa cuando tu madre solo te ha estado llamando retrasada mental durante años.

Terminamos los trámites para acceder al interior de la biblioteca. Marcaron nuestros dispositivos electrónicos con una pegatina y un código y nos ofrecieron una cinta de la que colgaba una tarjeta de plástico identificativa. Las dos nos la colocamos en el cuello y cruzamos las puertas de cristal que daban al viejo pasillo de suelos de madera.  Crujían a cada paso, a ella no parecía importarle pero yo me ruborizaba con cada chasquido, quería ser invisible. Habían sido muchas las veces que había recorrido ese pasillo pero era la primera que lo hacía con un claro sentimiento de impostora.

—¡Disculpen! —exclamó una mujer de mediana edad que sostenía con los dos brazos una pila de revistas, nos estaba viendo subir las escaleras—. Eso es acceso restringido.

—Investigación —dijo ella mostrando su identificación del cuello.

—Investigación —repetí yo creyéndome Willows de CSI. Lo dicho, impostora.

Llegamos, dos pisos más arriba, a la Sala Larra. Y ella, marcando el paso como lo había hecho hasta ese momento, se sentó en una larga mesa del centro de la estancia.

—Antes de pasar a la hemeroteca, podemos charlar un poquito, ¿verdad? —Su acento era imperceptible. Echó un vistazo a su alrededor—. Y como no hay nadie por aquí, no creo que pase nada por quitarnos las mascarillas.

Se quitó la suya, una FFP2 azul oscura, la dobló con cuidado y la metió en un sobre de papel que dejó sobre la mesa. Sentí vergüenza al meter la mía, una quirúrgica blanca, hecha un gurruño en mi tote-bag. Sonreí.

—Podemos trabajar juntas. Agustín Pardos me ha hablado de tu interés en el proyecto de la Universidad de Toulouse. ¿Conoces Toulouse?

—Solo he estado una vez.

—Pero viviste en Francia, n’est-ce pas?

Me agarré del cuello con delicadeza disimulando una incontrolable agresividad pasiva.

—Sí.

Où?

—Lyon —contesté sonriendo de nuevo. Impostora.

—Oh, Lyon, Lyon, qué hermosa, ¡qué hermosa!

—Sí. Hermosa.  —Sonrisa.

El karma. Quien al cielo escupe…

—Toulouse tiene otra belleza, más natural.

—Natural. —Sonrisa.

—Y no es porque trabaje allí pero creo que la Universidad de Toulouse en Estudios Hispánicos aporta una diversidad difícil de encontrar en otras universidades, no sé si decir, más convencionales. ¿Entiendes a lo que me refiero? —Asentí con la cabeza—. Ahora, Elvira, nuestras líneas de investigación se cruzan y sería imperdonable dejar pasar esta oportunidad. Tratar el suicidio en literatura, bueno, en cualquier ámbito, sigue teniendo gruesas líneas de censura, apenas hay publicaciones, no es fácil, pero juntas, en un mismo proyecto… ¿Estás de acuerdo?

Madame Lemoine, yo…

—Oh, Elvira, s'il te plaît! Geraldine, Geraldine.

—Geraldine —dije nerviosa mientras me apartaba un pelo imaginario del medio de la cara—. Sé que Agustín solo quiere ayudarme y es cierto que estuve a punto de mudarme a Toulouse hace algo más de un año al conocer ese proyecto, eran otras circunstancias: la pandemia, la cercanía, algunas desavenencias con China… Pero ahora mismo, mi objetivo está en Madrid hasta finales del año próximo. Aun así podemos trabajar a distancia, por mi parte estaría encantada.

Se echó hacia atrás ajustándose la blusa a los hombros. Se repasó el labio inferior con la punta de la lengua y después dijo ladeando la cabeza:

—Tarde o temprano tendrás que instalarte en Toulouse. —Coloqué los dedos en el borde de la mesa, como si fuera a tocar un piano y apreté con fuerza—. Cuando termines tu periodo de investigación deberás dar clases, ¿entiendes esto?

Cuando termine mi periodo de investigación, me compraré una casa en medio de la sierra extremeña y viviré junto a Joan. Cuando termine mi periodo de investigación, es posible que esté completamente ciega. Por ello, cuando termine mi periodo de investigación, dedicaré los días, lejos de cualquier atisbo de vida humana, a intentar entender una existencia en obligada oscuridad y gestionaré mi odio a la humanidad empezando por Francia. Pero hasta entonces, Geraldine, trabajaremos juntas los tres meses que has venido a colaborar con mi universidad en Madrid, hasta entonces fingiré interés en tus proyectos y hasta entonces, Geraldine, seré impostora de mi propia vida.

—Claro, entiendo —dije. Sonrisa—. Ahora es mejor que entremos en la hemeroteca si queremos aprovechar la mañana. —Me puse en pie y sin ya vergüenza saqué la mascarilla de mi bolso, como si de un kleenex usado se tratase, y me la coloqué.

Por la tarde, bajaba la cuesta de Mesón de Paredes, en Lavapiés, hasta llegar al portal de Enrique. Subí el pequeño peldaño y presioné el portero automático.

—¿Sí? —preguntó su voz.

—Enrique, soy yo —contesté e inmediatamente después oí un clic. Volví a tocar, oí de nuevo el clic y silencio—. Enrique, voy al café de enfrente, te espero, baja, por favor. —Clic.

Pedí un café solo y me senté junto a la ventana. Saqué del bolso la última novela de Franz Werfel que había comprado. Acaricié la portada y la dejé sobre la mesa. Vertí un sobrecito de azúcar en el café y removí largo rato.

—¿Está libre?

—¿Qué?

—Esta, ¿está libre? —Una chica de poco más de 20 años sujetaba el respaldo de una de mis sillas.

—Sí, esa sí. La otra no.

Acerqué la silla que quedaba y puse mi bolso encima. Abrí el libro y empecé a leer. Al cabo de un rato sentí el bolso depositarse sobre la mesa. Giré la cabeza y vi a Enrique sentándose en la silla con las piernas abiertas y los codos apoyados sobre las rodillas.

—Hola —dije.

—No voy a pedirte perdón —dijo con la vista baja—, no me hubiera importado matarte.

—Hola —volví a decir. Levantó la cabeza y me miró—. ¿Quieres un café, camarada?