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25 jun 2023

En la niebla manchega (tercera y última parte)

Cabeza de venado de Diego Velázquez

 Nota: Para contextualizar este relato es mejor leer la primera parte aquí y la segunda aquí.

Abel intentaba desencajar a Elvira de su silla. La tela que cubría la endeble estructura de aluminio se había roto y el culo de Elvira se había deslizado hasta rozar el suelo. Las rodillas las tenía paralelas a la barbilla y pedía auxilio desesperada. Abel hacía todo lo posible hasta que le entró la risa. La soltó de golpe y la masa amorfa que formaba Elvira cayó de lado. Los gritos y las risas hicieron que Almudena, desde dentro de la casa, se asomara a la ventana. Vio la escena frente al portalón y sonrió. Elvira completamente inmóvil empezó a reírse a carcajadas sin dejar de pedir ayuda exasperada. Sabina, sentada en otra silla similar a su lado, también se reía, bien por la situación tan circense o por las propias carcajadas. Las de Elvira eran profundas, parecían salirle del estómago, fuertes y contagiosas; mientras que las de Abel eran tímidas, como si estuviera luchando por no reírse. Abel tomó las manos de la amiga de su madre y, en un intento por liberarla, la arrastró por medio jardín, las carcajadas de ambos fueron en aumento hasta que Abel se desplomó en el suelo y boca arriba siguió riéndose. Almudena que había seguido toda la escena tras la ventana, pasó por última vez el trapo sobre la encimera de la cocina y, doblándolo por la mitad, lo colgó de la puerta del horno. Se restregó las manos en los pantalones y salió de la casona. Se acercó a su madre, tienes frío, mamá, le preguntó.

—¿Cómo voy a tenerlo? —y señaló con una risa tonta a su nieto y amiga.

—Sí, con semejante distracción una se olvida del frío.

Almudena entró de nuevo en la casa y del perchero de la entrada cogió su parka y las botas de gomas. Apoyada en el portalón se las puso. De una zancada bajó los tres escalones que separaban la entrada del jardín. Ayudó a su hijo a levantarse y entre los dos desencajaron a Elvira de la silla que seguía riéndose.

—¡Tu hijo es una bestia! —dijo.

—Tú que lo ayudas a serlo —replicó Almudena quien intentaba sacudirle la tierra que tenía en la parka y pantalones—. ¡Los dos tenéis mucho peligro! —Siguió limpiando a su amiga y cuando hubo terminado la miró y sonrió—. ¿Vamos a dar un paseo?

—Claro —contestó Elvira con cierta ilusión porque después del incidente de la escopeta Almudena había estado muy distante durante el almuerzo y parte de la tarde.

—Abel, quédate pendiente de la abuela, que no entre sola a la casa, si quiere ir al baño acompáñala.

Su hijo le contestó con un bajísimo “vale”, se sacó el móvil del bolsillo trasero del pantalón y se sentó de nuevo junto a su abuela.

—Parece que tu madre está un poquito mejor —dijo Elvira. Ambas amigas se alejaban de la casa por un marcado sendero que conducía al bosque.

—Sí, según avanza el día se va centrando, es como si tras la noche su cerebro se volviera a reiniciar y todo lo que se hubiera ido asentando a lo largo de la jornada se hubiera perdido.

—Es triste.

—Lo es. Muchas veces me pregunto dónde está, en qué momento de su vida se encuentra. ¿Está viviendo en sus 84 años, en sus 50, en sus 20?, ¿dónde está?, ¿dónde narices está?

Elvira la miró con arrepentimiento y le agarró del brazo.

—Siento mucho lo de la escopeta de esta mañana, complico más las cosas. Lo siento de verdad —dijo.

Almudena sonrió sin mirarla.

—No te preocupes, perdí los nervios. —Tomó aire con pausa y añadió—: A veces creo que es envidia. Veo complicidad entre vosotros dos, sé que le caes muy bien y a mí solo me odia, mi hijo solo me odia...

Elvira se paró y tirando de ella la abrazó.

—Si yo fuera su madre me odiaría más porque estaría haciendo las cosas mucho peor, créeme, es fácil caer bien cuando no hay compromiso ni responsabilidad, es fácil, muy, muy, muy fácil. ¿Por qué crees que a partir de los 40 todo el mundo casado está desesperado por encontrar un amante? —Almudena rio—. Amo con locura a Abel, es el único hijo de amiga que tengo.

Almudena se separó sorprendida.

—Pero si todas tus amigas de Bilbao tienen hijos.

—Sí, bueno, pero no conozco a ninguno, son como trescientos, ya sabes lo que se dice: “En Bilbao no se folla solo se reproducen”. Me los pones a todos juntos y no sé de quién es cada uno. Además… —Hizo una larga pausa—. Son niños diferentes, son niños de Bilbao.

—¿Qué significa eso?

—No sé, Bilbao es como Narnia, un paraíso que no representa la realidad. Van a colegios privados o concertados, algunos hasta católicos, crecen en estupendas casas pagadas por sus padres y ¡por sus abuelos!, sin mudanzas cada dos o tres años debido a la subida de renta, los inviernos en la nieve, los veranos en un precioso pueblecito costero, formando grandes cuadrillas, sintiéndose seguros en su entorno y creyendo que el resto del mundo vive como ellos porque piensan que es lo normal. —Las dos amigas retomaron el paseo cabizbajas—. Ninguno de ellos a sus catorce años ha pasado por dos comas etílicos, ni se ha escapado hasta en tres ocasiones para buscar a un padre maltratador sin saber cuáles son sus sentimientos hacia él, ni se hace cargo de su abuela demente a la que quiere con pasión y le duele verla así.

—Narnia…

—No estoy diciendo que mis amigas no estén haciendo un trabajo extraordinario con sus hijos, pero sus circunstancias son absolutamente favorables para hacerlo. Con todo esto, Almu, lo que quiero decir es que eres alucinante y no puedo admirarte más, es imposible. Eres tan bonita, tan, tan bonita... Estás criando a Abel de la mejor manera posible, bajo tus circunstancias que no son fáciles.

Almudena se apoyó en una alta piedra y estiró la mano, Elvira se la tomó.

—Siento mucho lo que te he dicho con lo de la escopeta, no es verdad, no lo haces todo mal, solo algunas cosas…

Las dos mujeres se rieron y aprovecharon el momento para desprenderse de cierta tensión a la que la conversación les había llevado. Elvira se sentó junto a ella.

—Me puse nerviosa, perdóname, no fui justa contigo.

—Almu, está bien, no te excuses más, de verdad, tenías razón. Lo entiendo.  

—No, no lo entiendes, Elvi, me puse nerviosa, muy nerviosa. —Almudena se levantó—. Mi padre se lo llevó de caza, Arturo solo tenía 8 años, pero ya sabes cómo eran las cosas antes, a esa edad podías ayudar a llevar las piezas pequeñas. Solo tenía 8 años. Inquieto y nervioso como un cervatillo, como un cervatillo. Era lo que decía mi padre durante los tres años siguientes: como un cervatillo, se me cruzó como un cervatillo. Lo mató de un solo disparo. Mi padre arrastró la culpa tan solo tres años, luego se ahorcó de la encina. Mi madre lleva arrastrando el dolor por su hijo toda la vida, antes en silencio y ahora su memoria se revela en voz alta.

—Almu… yo…

—Ver tan ingenuo a mi hijo con la escopeta, aunque fuera de perdigones me…

Elvira con lentitud se puso en pie y dio la mano a su amiga. Cogidas con fuerza retrocedieron el camino en silencio hasta que divisaron la casona desde lejos. Almudena se paró en seco y la observó con detenimiento.

—Tenías razón, Elvi —dijo—, es una casa llena de fantasmas.

 

15 ago 2022

En un lugar de la Mancha...

 

Encina de Marta Salvador Mancho


Con un ¿ya estamos todos? de Almudena desde el asiento del conductor de un viejo Citroën Xsara verde metalizado, comenzó el viaje. Su hijo y yo intercambiamos una condescendiente mirada. Estábamos sentados detrás porque a mi amiga no le gusta tener a nadie de copiloto, dice que le pone nerviosa. Como pasajeros no podíamos compartir su entusiasmo. Abel estaba a punto de cumplir 14 años y a esa edad hacer cualquier cosa con su madre era peor que tomar la libre decisión de tirarse de un avión sin paracaídas. Yo acababa de cumplir 45 años y pasar dos días en una casa de pueblo perdida en la sierra de la Mancha era inyectarme la eutanasia sin previo consentimiento.

—Lo vamos a pasar fenomenal —decía mirándonos por el espejo retrovisor—. Hay que oxigenarse. Respirar y abrazar las entrañas de la madre tierra. Decid: adiós, Madrid, ahí te quedas. ¡Vamos, decidlo! ¡Adiós, Madrid, ahí te quedas! ¡Vamos, chicos!

Yo quería a Almudena aunque a veces fantaseara con su muerte.

Tras poco más de hora y media de viaje, aparcamos frente a una enorme casona de piedra a unos quince minutos del pueblo más cercano. Del portalón salió una mujer de entre 80 y 200 años con los brazos en alto. Llamaba a Almudena entre sollozos. Almudena la abrazó y después señaló el coche, dentro seguíamos Abel y yo con cara de si no te mueves no te ven.

—Sal tú primero, es tu abuela —dije al chico dándole un codazo. Abel salió y abrazó a la vieja, era cuatro veces más grande que ella. Todos giraron la cabeza. Bajé del coche y saludé desde la distancia—: Hola, ¿qué tal?, ¿qué tal?, hola, hola. —Miré al cielo buscando el helicóptero de rescate.

La madre de Almudena, agarrándome con fuerza del brazo, me obligó a entrar en la casa. Olía a piedra mojada y, aun siendo tan solo las 11 de la mañana, la oscuridad campaba a sus anchas, la mayoría de las contraventanas estaban cerradas. Me dijo que me parecía a su prima hermana, tan poca cosa como ella, me lo tomé como un halago aunque no sé muy bien por qué. Me soltó y volvió a abrazar  a su hija. Almudena la mecía entre sus brazos y le decía que no llorara que ya estaban juntas. No hacía ni tres semanas que se habían visto pero aquella mujer parecía vivir en un sistema temporal ralentizado.

Salí de la casa y respiré profundo. Abel descargaba las mochilas del maletero.

—¿Te ayudo? —pregunté.

—Me puto da igual.

—¿Ya estamos con el puto, Abel? —Me miró y con una sonrisa sarcástica me hizo una peineta. Suspiré y mascullé el nombre de Dios una docena de veces.

Descendí por el sendero de la casa unos 300 metros. Miré a mi derecha y vi árboles, a la izquierda más árboles y volví a suspirar pero esta vez sin blasfemar. Me tapé los ojos con las manos y pensé en las calles de Madrid: gritos, empujones, sirenas, carcajadas, ruedines de maletas, el piu, piu, piu de los semáforos en verde…

Me senté sobre una piedra plana en el borde del camino. Cogí un palito y dibujé cuatro rayas en el suelo. No sé si pasaron 20 minutos o dos horas, quizá me estaba adaptando al sistema temporal de la vieja, cuando vi pasar a Almudena. Iba decidida con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos de la falda. Llegó hasta una encina no demasiado alta que parecía estar doblada por hastío. Almudena la tocó y besó su tronco. Se acuclilló y agrupando hojarasca del suelo la aplastó contra una raíz sobresalida, como si quisiera reforzarla en su sitio.

—¿Amando a la tierra madre? —pregunté riéndome desde mi piedra.

Almudena se giró desde el suelo. Al verme se levantó y se sacudió las manos.

—Comeremos pronto, mi madre tiene otro horario —dijo. No sonrió y emprendió el camino de vuelta a casa.

Después de comer fregaba los platos mientras Almudena preparaba café en una vieja italiana. Estaba seria.

—¿Todo bien? —pregunté.

—Claro, todo bien. —Ladeó la cabeza y sonrió sin despegar los labios. Vertiendo el café en las anaranjadas tazas de cristal añadió—: Como sé que te gusta estar sola, por la tarde puedes salir a leer. Detrás de la casa, junto a lo que era el establo, hay una mesa de piedra, si le pasas un trapo puede valerte, estarás bien allí. Yo bajaré al pueblo con mi madre, quiero que la vea alguien.

—¿Va todo bien? —volví a preguntar.

—Claro, todo bien. Abel también se queda.

Despedí con la mano el coche mientras lo veía bajar por el camino de gravilla. Sonreía fingiendo ser parte de la familia que decía adiós a unos parientes el domingo por la tarde tras la visita. Desorientada entré en casa y busqué en mi mochila el libro para leer.

—¿Sabes que podría matarte, enterrarte y negar que fui yo?

Me di la vuelta y encontré a Abel apoyado en el quicio de la puerta de la habitación.

—Ah, ¿sí? Y si no fuiste tú, ¿quién sería, el oso Yogui? —De un manotazo lo aparté. Bajé las escaleras y salí de la casa.

—¡Nadie encontraría tu cuerpo! —le oía gritar desde dentro de la casa, al salir bajó el tono—: Diría que te fuiste al bosque a leer.

—¿Quién se iba a creer eso? ¿Yo, voluntariamente, adentrándome en el bosque?, ¿en serio? Detesto la naturaleza y tu madre lo sabe, así que te acusaría de asesinato, buscaría mi cuerpo y te pasarías el resto de tu vida entre rejas. Fin de la historia. ¡Y deja de ver tanto True Crime, te están trastornando!

Me senté en la mesa de piedra de atrás de la casa y abrí el libro por la página 126. Carraspeé al sentir a Abel sentarse a mi lado.

—¿Tú serías capaz? —preguntó.

—¿De qué…?

—De matar a alguien.

Cerré el libro y lo miré. Podría aparentar 17 incluso 18 años, tenía un cuerpo fornido pero su cara era la de un niño y, ahora, la de un niño asustado. Le acaricié la sien, qué pasa, Abel, pregunté.

—Que lo tengo por las dos partes. —Apoyó los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos.

—¿Qué tienes?

—Eso…

—¿Eso?

—Lo de estar pirado. Estoy puto pirado como ellos.

—¿Como quiénes?

—Mi padre, joder, lo sabes, tú lo sabes, tú lo conociste… —Repasé con el dedo índice el lomo del libro, tenía la vista baja y contuve una fuerte respiración que hizo que se me inflara el pecho con dolor. Hubo un silencio porque mi cobardía me impedía explicar nada como adulta—. Y mi abuelo… —dijo. Sorprendida lo miré sin decir nada—. Se colgó de un pino, de uno de los de por ahí, de los del camino, de esos, uno de esos, joder, no sé… Mi madre no cuenta mucho pero se le debió de ir la olla, se le fue al viejo. ¿Entiendes?, ¿eh?, ¿entiendes lo que te digo?

Qué puedes decirle a un adolescente aterrado de su propia sangre. Le acaricié la espalda y le pedí perdón por no tener respuestas. Él me sonrió y me dejó que lo abrazara, lo hice por mucho tiempo, no sé cuánto, pero lo sentí largo. Después se desprendió y lo vi desaparecer en el bosque.

Bajé el camino de gravilla y me senté en la piedra plana. Dejé el libro en el suelo y observé la encina de enfrente, a la que Almudena había besado aquella mañana, me agarré el estómago y lloré con rabia por no entender el dolor de alguien a quien tanto quieres.

Pasaron 30 minutos o 3 horas, cuando vi llegar el Citroën Xsara verde metalizado. Las vi bajarse del coche y entrar en la casa. Con paso lento llegué a la puerta y me senté en el poyo de la entrada. Apreté el libro en el regazo y cerré los ojos.

—¿Has leído mucho?

Los abrí y vi a Almudena sentada a mi lado.

—Sí, es un bonito lugar para leer.

—Me alegro —dijo. Miró al frente e hizo una larga pausa—. Tengo que llevarme a mi madre a Madrid, a vivir conmigo, ya no se puede quedar sola.

A tientas busqué su mano a mi lado y se la apreté con fuerza.

 

10 may 2021

Las videollamadas las carga el diablo III

Marc Riboud


En Madrid, cuarto piso de la Plaza de Cascorro, 2. Domingo a las 23.07.

Almudena entra en la habitación de su hijo de 12 años.

—Abel, hace una hora que debías estar en la cama. Te lo pido, por favor, apaga la consola. No me mires así, no soy tu enemigo. Me habías prometido que cumplirías los horarios. Tenemos un trato.

—Tendremos un trato cuando vea a mi padre. Este verano me voy con él.

—¡Abel!

—¡Muérete!

En el campus de una ciudad del norte de China. Sexto piso del edificio de profesores extranjeros. Lunes a las 05.07.

Elvira da vueltas con la cucharilla al café recién hecho. Mira por la ventana de la salita de estudio. A pesar de la hora, es completamente de día y muchos estudiantes se dirigen a la pista de atletismo para hacer deporte. Intenta sacudir la cucharilla en el borde del vaso, se le resbala, cae al suelo, al agacharse pierde el equilibrio y derrama el café sobre uno de los libros del escritorio que está bajo el ventanal. Joder, gime, joder, joder, joder. Con una servilleta de papel intenta limpiarlo. La servilleta se desmenuza y pelotillas compactas de papel con olor a café se incrustan entre las páginas. Joder. Se sienta frente al escritorio, mira su desordenada mesa, su sucio libro y colocando las manos entre las piernas comienza a llorar.

En Madrid, en un diáfano salón de un chalet en Puerta de Hierro. Domingo a las 23.07.

Beatriz niega con la cabeza mientras escucha a su padre sentada en la repisita de la chimenea.

—No es eso lo que he querido decir, cielo. Sabes que esta es tu casa. Tu madre y yo estamos encantados de que te quedes, por eso no queremos que te precipites con un nuevo proyecto. Berlín puede esperar. Quizá lo que necesites es encontrar tu espacio otra vez en Madrid.

—¿Mi espacio? ¿Aquí? ¿Con vosotros?

—Cielo, no te preocupes por eso, alquilaremos un nuevo apartamento. Algo pequeño para ti. Quizá una buhardilla, ¿te gustaría, eh, pajarito? Podría ser en Malasaña o La Latina o Chueca… No sé, un barrio con vida en el que tú te encuentres a gusto, cielo.

—Cariño —interrumpió su madre—, deja de huir, por favor. Primero Múnich con ese chico, ahora… Tu padre tiene muchísima razón. Además, ¿qué tiene Berlín que no tenga Madrid?

—Una vida propia, mamá. Una-puta-vida-propia.

Beatriz sale del salón, sube las escaleras y se encierra en su vieja habitación. Alcanza el móvil y escribe en el grupo de Wechat que comparte con sus amigas Almudena y Elvira, desde que esta última se marchara allí a trabajar.

¿Podéis hablar un ratito? ¿Videollamada? Me va a estallar la puta cabeza. Elvira, ¿estás despierta?

Elvira se seca los mocos con la manga del pijama y coge el móvil al sentirlo vibrar sobre la mesa y responde:

Dame 5 minutos.

Almudena lee ambos mensajes sentada en el retrete. A mí dame 10, contesta.

Doce minutos después, las tres amigas están conectadas.

En la parte de arriba, a la izquierda, se ve a Beatriz. Con el pelito corto pero lo suficientemente largo para tenerlo bastante alborotado. Una camiseta de tirantes negra y un ancho jersey gris que deja su hombro derecho al descubierto. Sostiene  en la mano un botellín de cerveza.

A la derecha, no se ve a nadie. Supuestamente debería estar Elvira pero está desplomada sobre la mesa. Y en la fila de abajo, en el centro, se ve a Almudena. Media melena, flequillo y gruesas gafas de pasta azul. Está comiendo medio sándwich de pavo.

—Elvi, no te vemos, ajusta el portátil —dirige Beatriz.

—Estoy aquí —dice alzando una mano—, aquí.

—Ya, pero no te vemos.

Elvira levanta la cabeza y Almudena da un respingo.

—Pero, ¿qué mierda te pasa?

Elvira se acerca a la cámara de su portátil y dice muy despacio:

—Sacadme de aquí ya. Ya. Ya.

—¿Qué coño…?

—No soporto ni un día más en este país. Todo es gris. Alguien hizo desaparecer los colores. Los días están apagados, con esa pegajosa niebla. Y hay tantos, tantos, taaaaantos conflictos entre los profesores que en vez de una universidad parece un patio de colegio. No lo soporto. Sacadme ahora mismo, por favor, os lo suplico… —comienza a llorar de nuevo.

Beatriz se ríe y le pide que se calle, que no sea niña, que tan solo le quedan dos meses.

—Dos meses es suficiente para acabar con una persona…

—Pero, Elvi, loca mía, pensaba que lo peor ya había pasado —explica Almudena—. La cuarentena terminó y ahora es disfrutar de tu idílica vida en el campus.

—Aquello no fue una cuarentena, fue un campo de reeducación. Solo les faltó hacerme dos trencitas en el pelo, vestirme de verde y sacarme al campo a arar la tierra.

—¿Estoy oyendo quejarse a la comunista convencida? —preguntó Beatriz. Elvira volvió a desplomarse sobre la mesa—. Vamos, Elvi, ¿qué quieres?, ¿regresar a Madrid? ¿Sabes la que se ha liado este fin de semana con el fin del estado de alarma? Van a colapsar los hospitales otra vez, esto está lleno de subnormales.

Elvira levanta la cabeza:

—¿Subnormales? ¿Hablamos de mi Departamento?

—O de mi hijo…

—Almu, debes enderezar a ese niño, como no lo hagas ya, te va a comer en unos años —explica Beatriz.

—¡Ya lo está haciendo! No sé cómo pararlo.

—Tráelo a China. Tres semanas en un hotel de Tianjin de cuarentena y… voilà, ¡como nuevo! Se le quita la tontería de raíz, bueno, luego también se le quitarán las ganas de seguir viviendo, pero ese es otro tema...

—Quiere ver a su padre.

—Dile que está muerto.

—Apoyo a Bea.

—¿Cómo le voy a decir semejante barbaridad?

—Abel, tu padre ha muerto.

—Apoyo a Elvi.

—¡Estáis mal de la cabeza! ¡Las dos!

—Almudena, cuanto antes nos deshagamos de los padres, mejor. Y no lo digo yo: Kafka, Kierkegaard, Unamuno, Freud, Nietzsche…

—Elvi, tu filosofía y tú os podéis ir a la mierda.

—Supongo que hasta que no muera mi padre estaré atada a su vida —dice Beatriz—. Y, aunque me incomoda, me aporta mucha seguridad. No lo voy a negar, me gusta pensar que mi vida está resuelta. Sí, soy una privilegiada, ¿debo avergonzarme? Soy una hija florero, soy una hija florero. —Se pone de pie con los brazos en cruz y grita—: ¡Soy una hija florero! Todo lo que he tendido en mi vida ha sido gracias a mi señor padre, todo, ¡todo!

—Bueno, el cáncer fue tuyo, solo tuyo.

—¡Elvi! —reaccionó Almudena.

Beatriz empieza a reírse. Se sienta y mira a cámara:

—Sabes, Elvi, cuando no tengo un buen día, como hoy, me gusta tomarme mi tiempo. Reflexiono y pienso mucho en ti y eso me reconforta. Sí, porque saber que me parezco tan poco a ti me da tranquilidad.

—¿Te has enfadado? —pregunta ella parpadeando con rapidez. Al no recibir respuesta insiste—: Almu, ¿Bea se ha enfadado?

—Sí, Elvi, Bea se ha enfadado, no ha estado bien.

Elvira se deja caer con lentitud sobre la mesa. Levanta una mano y agitándola en el aire dice:

—Está bien, cuando empiece mi segunda vida, me avisáis.

En Madrid, cuarto piso de la Plaza de Cascorro, 2. Domingo a las 23.57.

Almudena entra en la habitación de su hijo. Está sobre la cama, sigue despierto. Ella respira profundamente y se apoya en la puerta.

—Abel... —Hace una pausa, duda. Termina diciendo—: Me acaban de llamar, mañana tenemos que hablar.

—¿Sobre qué?

—Duérmete, es tarde, hablamos mañana.

Almudena sale y cierra la puerta apretando los labios.

En Madrid, en un chalet de Puerta de Hierro. Domingo a las 23.57.

Beatriz se cuela en la habitación de sus padres. Se acuclilla frente a la cama, en el lado de su padre.

—Papá, ¿duermes? ¿Papá?

El hombre se despierta sobresaltado.

—¿Qué pasa, pajarito?, ¿estás bien? ¿Ocurre algo?

—Nada, es solo que… Bueno, me gustaría una buhardilla en La Latina, quiero estar cerca de mis amigas, son unas idiotas, pero me harán compañía.

—Claro, cielo, claro. Oh, qué alegría le vas a dar a tu madre. Claro, mañana lo buscamos, pajarito mío.

Beatriz lo besa y sale del dormitorio.

En el campus de una ciudad del norte de China. Sexto piso del edificio de profesores extranjeros. Lunes a las 05.57.

         Elvira sigue desplomada en su escritorio, con la manga de su pijama llena de mocos, murmurando, como si de un mantra se tratara, sacadme de aquí… 


12 ago 2020

Monstruos en agosto

Fotograma de 'Nosferatu' de Murnau de 1922


Deseo la muerte de mi padre cada día, cada día, cada día, cada día… ¿en qué me convierte eso?
—En un monstruo —me contestó Gael en agosto de hace 9 años, sentado en un banco de El Retiro mientras se comía un helado.
En agosto de 2020 desayunaba una tosta con tomate y aceite en una cafetería de Chueca con Alba.
—Ni te imaginas lo agotada que estoy, Elvi, ni te lo imaginas…
Alba daba vueltas a su café con la cucharilla, llevaba haciéndolo dos o tres minutos, el soniquete del metal con la cerámica no parecía molestarla, a mí sí. La paré con la mano.
—Un día se acabará —dije.
—¿Cuándo? —preguntó desquitándose bruscamente de mi mano—. ¿Eh?, dime, ¿cuándo?
Conocí a Alba hará cosa de 6 años, cuando hacía una sustitución de 3 meses en una universidad privada a las afueras de Madrid. El ambiente esnob y pijo que allí se respiraba era surrealista tanto por parte de los alumnos, la mayoría extranjeros, como por los profesores. Alba y yo éramos las únicas docentes que llegábamos hasta el enorme campus en transporte público y aquello nos unió. Los trayectos en bus eran de casi hora y media y aprovechábamos para criticar, entre risas, la universidad pero también, y sobre todo, para hablar de nuestras cosas. Hicimos muy buenas migas, tanto fue así que, aun habiendo terminado la sustitución, seguimos quedando con cierta asiduidad hasta hoy.
—No lo sé —contesté.
—Ese es el problema, Elvira, que nadie lo sabe. Nadie. —Un niño de la mesa de al lado tiró un tenedor al suelo, Alba lo miró con reproche—. Que el que mi madre me tuviera con 45 años no fue mi problema, ¿me entiendes? Que el que la mujer quisiera cumplir su deseo de convertirse en madre a toda costa no fue mi problema. Pero aquí estoy, limpiándole el culo desde hace dos años, aquí estoy. Claro que sí, a esa mujer brillante que jamás se imaginó que perdería completamente la cabeza a los 84 años, ¡jamás! Eso les pasa a otros, ¿entiendes? ¿Mi madre? ¡Lúcida hasta los 100! ¿Cómo una profesora de Literatura Comparada iba a perderla? Tendrás madre hasta hartarte, me decía. ¿Sí? ¿A los 39 me harté? Bueno, qué digo a los 39, a los 35 ya empecé a notar que las cosas que decía no eran coherentes, pero te hace gracia, ¿sabes? Al final lo tomas como anécdotas, ¡mi madre es un caso!, te dices a ti misma. —Pegó un sorbo de café y continuó—.  ¿No te acuerdas cuando trabajábamos en la universidad y me llamó su vecina para decirme que mi madre estaba tirando el papel higiénico por el patio gritando que estaba nevando? ¿Te acuerdas? —Asentí—. Y las dos muertas de la risa, ¡mi madre es un caso!, ¡mi madre es un caso!
Me reí. Recordé aquel momento perfectamente. Retiré el plato de la tosta, apoyé los codos sobre la mesa y reposé la barbilla en mis manos. No dije nada, solo la miré.
—Todo fue de mal en peor y, sí, a mis 39 la bañé por primera vez y creo sinceramente que no me correspondía hacerlo, o no por demencia. Que se hubiera caído, vale. Que tuviera un cáncer y la quimio la dejara sin fuerzas para hacerlo sola, vale. Pero, ¿por demencia?, ¿en serio? ¡Eooooo! ¡Hola! Tengo 39 años, una mujer joven, que decide ser soltera y sin hijos para disfrutar de una larga independencia, porque me corresponde por edad. Me corresponde, Elvi. ¡Me corresponde, coño! —Dio un golpe en la mesa que hizo que me sobresaltara—. Ahora tengo 41 y llevo dos años viviendo con ella, con una vida hipotecada. ¿Y sabes por qué?, porque mi madre quiso cumplir un deseo, y… Mira, Elvira, mira… los hijos no son deseos, ¿sabes?, no lo son. Deseos son los que escribes en la lista de Amazon. Esos son los deseos, ¡esos son los putos deseos!
Alargué la mano y le agarré la muñeca.
—Alba…
—Perdona, perdóname, es que estoy sobrepasada. Lo siento… ¿Tienes un kleenex?
Inmediatamente busqué en mi bolso. Saqué el pequeño paquete de pañuelos de papel y se lo ofrecí.
—Nadie sabe cuánto va a durar esto —dijo mientras se sonaba la nariz—. ¿Un año? ¿Dos? ¿Cuatro? ¿Diez? Elvira, ella no está mal, solamente ha perdido la cabeza. No sabe quién soy, no sabe quién es ella, no sabe quiénes son sus cuidadoras, no sabe que tiene que comer, no sabe que tiene caca en el pañal, no sabe nada, es un bebé otra vez. Es un bebé de 86 años. ¿En eso nos vamos a convertir, Elvira? Después de todo una vida vamos a terminar cagándonos encima y repitiendo 50 veces al día ‘tápame los pies, que tengo frío, Ricardo’. ¡Vete a saber tú quién coño es Ricardo!
No quise pero me reí, ella también.
—Es lo que somos, Elvi, un cerebro que tiene los días contados y como nos falle se acabó nuestra dignidad. Por lo menos ni tú ni yo torturaremos a nuestros hijos a que lo vean. Deberemos encontrar a ese tal Ricardo para que nos tape los pies y nos limpie el culo. —Rompimos a reír. Bebió algo más de café y con serenidad dejó la taza en la mesa—. Cada día al despertarme, me quedo unos segundos inmóvil en la cama, deseándolo. Sí, como ella cuando tenía 45 años y se creía una mujer rompedora por quedarse embarazada estando soltera y siendo tan mayor. Mi madre siempre a contracorriente, qué mujer, ¿verdad?, qué mujer... Pues yo también, Elvi, me despierto y lo deseo en silencio, desde la cama, mirando a la pared. Lo deseo, lo deseo y lo vuelvo a desear con fuerza. Y luego me levanto y lo primero que hago es ir a su habitación y comprobar si sigue respirando. Y sigue, claro que sigue respirando y el mundo se me cae encima, Elvi… se me cae encima, porque no lo soporto más. Porque no es mi responsabilidad haber sido su deseo... Porque... porque qué cosas, ¿eh?, su deseo fue darme la vida y ahora el mío es quitársela, ¿en qué me convierte eso?, ¿eh?, dime, ¿en un monstruo?
Estiré la mano sobre la mesa, le acaricié la suya.
—No llores, Alba, no llores, porque todos somos monstruos, y ellos lo fueron primero.