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4 nov 2023

La mesa de la discordia

 

Pelea en la taberna, grabado de Gaetano Gandolfi (Museo del Prado)

En una mesa de un conocido restaurante de Malasaña están comiendo las tres amigas: Almudena, Beatriz y Elvira. En realidad, todavía no han empezado. Un joven camarero con el cutis esculpido en cera les toma nota.

—Perdone, señora, pero menestra ya no nos queda.

Elvira gira la cabeza y lo mira seria.

—Cada vez que me llaman señora se muere un gatito —dice.

—Lo siento, señora.

—Dos gatitos… —Vuelve la vista a su móvil donde ha descargado el menú—. Revuelto de gulas.

—Bien.

—Con mucho ajo.

—De acuerdo.

—Y ¿le echáis guindilla?

—Sí, ¿con mucha guindilla también?

—No, sin guindilla. Es decir, con guindilla al cocinar, pero al emplatar me la quitáis y…

—Elvira… —le corta Beatriz—. Para mí ensalada de queso de cabra.

—Vale, ¿la quieres con rúcula o con hojas de espinacas?

—¡Perdona! —espeta Elvira—. Cómo que “la quieres”. ¿A ella no la llamas señora?

—No, a ella no, señora.

—Tres gatitos…

Almudena se ríe y pide otra ensalada de queso de cabra también con rúcula. Cuando el camarero se marcha, les cuenta que ha conocido a alguien, Elvira sorprendida le pregunta por Eudald. Almudena resopla y le recuerda que lo dejaron hace casi dos meses.

—¿Y yo cómo iba a saberlo?

—Porque te llamé llorando al enterarme de que mantenía otra relación paralela.

—Ya… igual me quiere sonar, sí.

El camarero se acerca y deja sobre la mesa una botella de Navaherreros abierta y dos entrantes. Beatriz va llenando las copas:

—Almudena, que no te importe, ya conocemos a Elvira.

—¿Qué quieres decir con eso? —pregunta la aludida.

—Que no destacas precisamente por tu empatía ni por tu generosidad con las amigas.

—Ya —contesta seca—. Me lo dice la mujer que se metió en una secta de yoga dos años mientras tenía a sus padres en vilo y a sus amigos desesperados.

—Bien, vale, vale, bueno, pues lo he conocido por Tinder, se llama Luisfer, vamos, Luis Fernando, pero yo, bueno, todos: sus amigos, familia…

—¡Sucia tarada! —gritó Beatriz.

—… colegas del trabajo le dicen Luisfer. Así que yo también, Luisfer. Y es…

—¿Tarada yo? Me lo dice la que desaparecía durante meses dejando a unos padres poniendo denuncias en la policía días sí y días también, pero resulta que la niña se había ido a hacer yoga en medio del Sahara, flipando porque estaba encontrando la verdad, ¡descubriendo el sentido de su vida! ¡Oh, Osho, muéstrame el camino ante esta inmensidad de arena! ¿Tarada yo? ¿Ta-ra-da-yo?

—…matemático, es matemático, trabaja en un instituto dando clases y bueno, es así como bajito, a ver, más alto que yo, claro, un poco gordo, no suena bien, pero es muy guapo, vale, no, guapo no, pero eso que lo ves y dices, bueno, si me preguntan digo que ni guapo ni feo, o sea que...

—Elvira, eres una persona tan podrida por dentro que necesitas…

—¿Las ensaladas eran para? —El camarero ante la mesa. Almudena y Beatriz levantan la mano—. Estupendo, entonces las gulas para la señora.

—¡Cuatro gatos!

—¿Disculpe, señora?

—¡Y cinco!

Almudena intercede y el camarero se va. Se hace un largo silencio. Elvira toma el tenedor y enrosca algo del sucedáneo.

—Elvira —comienza Beatriz en un tono pausado—, estás tan llena de mierda, que con tan solo abrir un poquito la boca la esparces cual aspersor. Eres retorcida. Eres un ser negro y despreciable.

Elvira deja el tenedor en el plato con delicadeza y responde imitando con ironía su sosegada voz:

—Y tú eres una pija malcriada con demasiado tiempo libre para mirarse el ombligo. Que mientras sollozabas embriagada de emoción al ver la vastedad del desierto, a pocos kilómetros se estarían muriendo cientos de subsaharianos cruzándolo para intentar escapar de la cárcel en la que África se ha convertido gracias a Europa. ¿En serio soy yo la retorcida? Háztelo mirar, Beatriz.

Beatriz se levanta y sin decir nada coge su chaqueta y bolso y sale del restaurante.

—Ay, Elvi, te has pasado… —Almudena.

—¿Yo? ¿Por qué siempre soy yo la mala?

—No eres la mala, pero tienes esa forma de hablar que… Anda, vete a buscarla.

—¡No voy a ir!

—¿Todo bien por aquí? ¿Más vino? —El camarero de nuevo ante la mesa.

—No, está todo bien, gracias —responde Almudena.

—¿Suficiente ajo, señora?

—Si lo que pretendes es un genocidio felino, lo estás consiguiendo.

Una vez más Almudena intercede y se quedan solas. Elvira la mira y sonríe, admira con envidia lo buena persona que es. Le pide que le cuente sobre su nuevo novio, cómo se llama, le pregunta.

—Luisfer, ya te lo he dicho.

—¿Cuándo me lo has dicho?

—No importa. ¿Quieres un poco de ensalada?

—No, ¿y tú gulas?

—No me gusta el ajo.

—Ya. ¿Tú crees que volverá?

—¿Beatriz?

—Sí.

—No.

 

7 jun 2022

Feria sectaria

 

La quema de los libros de Robert Smirke

Nota: Este relato es la tercera y última parte de Café sectario y Té sectario.

Me repasaba con el dedo una de mis cejas. Desde que me había quedado ciega de un ojo me resultaba difícil depilármelas con precisión, nunca atinaba a ver los pelitos más cortos y hasta que no empezaban a pincharme, cuando los tocaba con la yema de los dedos, no me daba cuenta del escandaloso desarreglo.

—¿Y entonces?

Dejé de acariciarme la ceja y miré a Almudena que me tenía cogida del brazo como si fuese una abuelita necesitada de ayuda.

—¿Entonces qué? —respondí.

—No hicisteis nada —dijo ella.

Estaban empezando a montar las casetas de la Feria del Libro en el parque. Una enorme hilera de planchas y tablones de madera desaparecían a lo largo del Paseo de Fernán Núñez.

—¿Cuándo empieza este año? —pregunté a un operario. El hombre levantó los hombros.

—El trabajo tiene que estar terminado para el 24 de mayo, lo que empiece o termine aquí ya no es cosa mía.

—Ya, gracias —contesté—. Vendremos, ¿no? —dije girándome a Almudena.

—No me lo vas a contar, ¿verdad?

Resoplé y me desquité de su brazo con bastante molestia. A veces Almudena era esa amiga que, sin darte cuenta, llevabas solapada a ti demasiado tiempo y por mucho que la quisieras sentías su peso en cada uno de tus movimientos. Qué quieres que te cuente, le dije. Lo intenté y no pudo ser. Lo intenté y no pudo ser. Y al decirlo por segunda vez en voz alta me di cuenta de la tristeza que me provocaba. Le conté las cosas como fueron. Que tras el primer arranque de furia, Beatriz decidió no delatarnos y seguir el juego. Fingió ser una sorprendida clienta de la peluquería. Le conté que Federico dijo que éramos tigres, animales poderosos que no esperaban a que una gacela pasase a nuestro lado sino que éramos hábiles cazadores a pesar de ser veganos. Le conté que nos llamaba seres de luz y que cada vez que hacíamos meditación me dormía. Le conté que nos repartían papelitos en los que valorábamos nuestro pasado y apuntábamos objetivos futuros que debían situarse en islas de paz. Le conté que la segunda vez que se me acercó una tal Marisa, administrativa y doula, hablándome de la importancia de abrazar a los pinos porque ellos te ayudan a filtrar la culpa y la exigencia, le contesté que tan solo estaba a favor de la prisión permanente revisable en dos casos: para coaches y doulas. No hubo un tercer acercamiento. Le conté que Federico insistía una y otra vez en que subiéramos el contenido en redes etiquetando al grupo, nos hostigaba a que compartiéramos la información con amigos y familiares. Le conté que nunca había comido tanta sandía y arándanos. Le conté que Geraldine estaba fascinada por las expresiones narcisistas de Federico y que escribiría un libro. Le conté las caminatas en que nos hacían fijarnos en las encinas como reflejo de mujer empoderada que necesitaba poner límites a una sociedad castigadora, y que el conocimiento no estaba en los libros sino en la ruta salvaje de la indagación personal a través de la naturaleza, a través de la pasión agreste que hacía abrir nuestros ojos a una verdad que la tiranía de lo meramente académico quería escondernos. Le conté que respiraba con fuerza y en cuclillas, dejando pasar al grupo de mentorís delante, rogaba para que todos aquellos seres huecos se desintegraran, sin dolor ni sufrimiento, solamente que desaparecieran de este mundo al que nada aportaban más que subnormalidad embutida. Le conté que por la noche, junto a la piscina jugábamos a “abrir nuestros corazones” y aquellas personas contaban episodios desoladores de sus vidas y que lloraban y se abrazaban y que yo les sonreía desde lejos y que con la mano estirada les pedía que no me tocaran, por favor, mientras Geraldine se tumbaba en el césped boca abajo para disimular su risa. Le conté que Beatriz habló de Pablo, de su muerte y de su culpa. Le conté que Beatriz lloró y que Marisa la abrazaba y que yo tan solo la miraba. Le conté que en su habitación intenté hablar con ella pero que tan solo repetía que yo no podía entenderla y sí que podía, claro que la entendía, por eso le dije que a la mañana siguiente me marcharía, que regresaría a Madrid con Geraldine, que no esperaríamos a la tarde, que se viniera con nosotras. Vente, Beatriz, le dije. Ella me abrazó y me auguró que algún día entendería la vida de otra manera.

—La vida solo tiene un sentido, Bea, le dije. Nosotras nos fuimos y ella se quedó.

Almudena frotó mi espalda con la palma de la mano abierta.

—Sí, vendremos a la Feria y compraremos muchos libros para que la tiranía académica termine con nuestras almas —dijo.

 

15 may 2022

Té sectario

 

Fotograma de la película Midsommar (2019) de Ari Aster

Nota: Este relato es la segunda parte de Café sectario

Mientras Elvira releía en voz alta el párrafo en el que emparentaba la inquietud existencialista en el teatro de Unamuno con la de Ibsen, Geraldine la escuchaba con los brazos prácticamente pegados al volante y concentrada en la carretera.

—No se entiende —dijo.

—¿Qué no se entiende? —preguntó Elvira recolocando su portátil sobre las rodillas en el asiento del copiloto.

—Lo de la herencia. No puedes afirmar como innovador que el sentimiento de desapego vital es heredado, esa idea es la que empapela todo el teatro del s. XVI y XVII. Busca otra perspectiva para explicarlo si no quieres que te tumben en los 5 primeros minutos de exposición. —Elvira la miró con desgana y cerró el ordenador de golpe—. No te enfades.

—¿Quién está enfadada? —Y después añadió entre dientes—. Francesa rancia…

—Algún día me explicarás tu trauma con los franceses.

—El único trauma que tengo eres tú.

Geraldine se rio. Llevaba más de siete meses trabajando codo con codo con Elvira y, aunque al principio le costaba gestionar sus desplantes e improperios, había empezado a disfrutar de ese infantil malestar que le generaba todo lo proveniente de Francia.

—Entonces llegamos y nos dejamos llevar, ¿no? —dijo Geraldine intentando recuperar el buen humor de su compañera—. Tu amiga no sabe que vamos, ¿es así? Lo que no me queda claro es si fingimos conocerla o no.

—Tú no tienes que fingir nada, no es amiga tuya. —Geraldine volvió a soltar otra risotada, su compañera se le hacía muy cuesta arriba, por más que lo intentara siempre recibía una bofetada de frente—. ¿De qué te ríes?

—Bueno, es divertido pensar en lo mucho que inviertes por caer mal a la gente cuando la realidad es bien distinta. Aquí estás, a punto de implicarte en un grupo sectario de autoayuda durante todo un fin de semana para sacar de allí a tu amiga. Mostrándote desde el principio como buena persona, ¿no te ahorrarías mucho tiempo?

—De verdad que los franceses estáis hechos de lactosa, es oíros y me entra cagalera. —Se miraron un segundo y empezaron a reírse como dos niñas en medio de clase. 

Aparcaron el coche frente a una bonita casa en la sierra madrileña. Elvira echando un vistazo a los alrededores se decidió por tocar el timbre de la verja. Nadie contestó. Las dos mujeres revisaron de nuevo la dirección que en la oficina del centro de Madrid les habían dado.

 

—Será una experiencia única —les dijo la joven que les atendió—. Federico, nuestro mentor, os ayudará a adueñaros de vuestras emociones sanando el pasado. Y sé que nunca habéis asistido a algo tan, tan, tan hermoso y bestial al mismo tiempo.

—No, no, no, nunca, te lo aseguro —contestó Elvira ofreciéndole su tarjeta de crédito—. El retiro de mi amiga —y señaló a Geraldine— también me lo cobras a mí.

—Ya, si no te importa, me haces el pago por Bizum, es más fácil, más cómodo, estamos en 2022. Nos tenemos que ir olvidando de nuestras tarjetitas de plástico.

—Oh, oh, ya, por Bizum, sí, sí, claro, sin recibo ni factura, cómodo y maravilloso todo este mundo. —Sonrió mirando a su compañera de tesis y sacó el móvil.

Antes de salir de la oficina, la joven les indicó cómo llegar en coche y les dio el programa de actividades que tendrían durante los dos días de retiro.

 

—Vuelve a tocar el timbre porque es aquí —insistió Geraldine frente a la verja de la casona.

Elvira tocó. Nada. Buscó la ranura del correo postal, la abrió y voceó dos holas, tres eooos y un estamos aquí.

—Qué primitiva eres… —masculló Geraldine alzando la vista al cielo.

La verja se abrió desde dentro. Un hombre de algo más de cincuenta años con pantalones cortos y camisa de hilo azul clara las sonreía.

—Cristina y Léa, ¿verdad? —dijo apuntándolas con el dedo. Ellas asintieron. La idea de no dar sus verdaderos nombres fue de Darío pero pronto se dieron cuenta que, con el Bizum y otros muchos detalles, estaban dejando rastro de sus verdaderas identidades, aun así les resultaba divertido—. Ya me podéis perdonar. Estaba en la parte de atrás, en la piscina y no he escuchado el timbre. El grupo está de senderismo, regresarán en 40 o 50 minutos.

—Claro, llegamos un poco tarde.

—No pasa nada, ¿problemas en la peluquería?

Las dos mujeres no supieron qué decir hasta que Elvira recordó que en la ficha, que tuvieron que rellenar sobre sus datos personales, afirmaban tener una peluquería.

—Sí, sí, sí, lo siento muchísimo, no queríamos abrir pero una clienta nos ha llamado porque tenía una boda y pues, ¡vale, te peinamos!

—Oh, sí, sí, te peinamos, te peinamos, bien sûr! —Geraldine a los coros.

—Jamás debéis disculparos por daros a vuestro trabajo, jamás, jamás.

—Jamás, jamás… —repitieron.

—Aquí aprenderéis a aplicar con éxito los 5 yamas del yoga a vuestro propósito, sea cual sea: formar una familia, equilibrar cuerpo y alma o levantar una peluquería, vuestra peluquería, tu peluquería, Cristina, tu peluquería, Léa. Aquí.

—Oh, vaya, oh, qué fantástico, es… tan, tan, fantástico, ¿verdad, Léa?

—Oh, sí, sí, muy, muy fantástico, grande fantástico.

—Os siento abrumadas y no lo quisiera, os acompaño a vuestra habitación y después, cuando os hayáis hecho con el espacio y os sintáis cómodas, os invito a un té en el jardín para seguir hablando mientras llegan el resto de mentorís.

—Sí, los mentorís, claro, somos mentorís, tú eres el mentor y nosotros los mentorís. Mentorís, Léa.

Oui, mentorís, mentorís.

Dejaron las bolsas sobre las camas y al asegurarse de que Federico ya había bajado a la primera planta se juntaron como dos imanes y empezaron a reírse. Geraldine estaba absolutamente entusiasmada y le repitió a su compañera, hasta cuatro veces, que nunca podría pagarle el que le diera la oportunidad de observar tan de cerca a un narcisista de manual.

Federico les sirvió el té junto a la piscina y les pidió que hablaran sin miedo sobre ellas, que no tuvieran temor, que no maquillaran su pasado, que no aparentaran, que hablaran con la verdad para ir creando la toma de conciencia tan necesaria para seguir construyendo un futuro sin grietas. Geraldine comenzó inventándose un divorcio traumático por lo que tuvo que huir de Francia y empezar de cero, primero en Murcia y ahora en Madrid. Y Elvira se decantó por una complicada infancia con una madre ausente que le había incapacitado a día de hoy a responsabilizarse de sus dos hijas quienes vivían con su padre en Santander y a las que veía cada dos fines de semana.

—Valientes, las dos. Inmensamente audaces. Nos cuesta admitir nuestra vulnerabilidad pero fijaos en vosotras, qué transparencia. Con esta sinceridad podemos construir los cuatro pilares fundamentales para alcanzar nuestro propósito. —Les mostró la mano izquierda con cuatro dedos alzados. Las dos mujeres lo imitaron y mostraron sus cuatro dedos en alto también—. Exacto, los cuatro: cuerpo, mente, emoción y alma. —Elvira repitió alma levantando esta vez las dos manos con un total de 8 dedos, Geraldine tuvo que mirar hacia otro lugar para controlar la risa.

Después les contó una parábola sobre un panadero con una furgoneta en un pueblo y un hombre con mucho frío que no tenía pan ni dinero para comprarlo y de un vecino que tenía muchas barras en su casa y que un día éste le explicó al friolero cómo hacerlo en su propia casa y desde entonces siempre tuvo pan.

—¿Y el panadero? —preguntó Elvira.

—¿Perdón?

—Dejaron al panadero sin trabajo.

—No, emprendieron.

—¡Intrusismo capitalista! —exclamó.

Geraldine carraspeó.

—Es muy bonita, muy bonita —dijo la francesa—, una historia muy inspiradora.

—Gracias, Léa, por escuchar. Es importante escuchar y apaciguar nuestras voces rebeldes de pensamientos tóxicos y, Cristina, créeme, yo era como tú, inconformista, subversivo, sedicioso, golpista… Yo era la confrontación extremista entre mis emociones y mi alma, ¡yo! ¡Yo! ¡Fijaos en mí ahora!, ¿lo diríais viéndome así de calmado, sosegado, apaciguado?, ¿lo diríais?

—Ah, mais non!,  pas du tout, pas du tou.

Elvira apretó los dientes y parpadeó con lentitud, lidiar con semejante charlatán le iba a costar más de lo que pensaba.

—Tranquila, Cristina, respira, sé cómo te sientes. Tu mochila es tan grande que crees ver enemigos en todas partes pero no es así. Soy Federico y voy a ayudarte a oxigenar tu pasado para que tu futuro no sea doloroso. Empezaremos por el principio, simple, por el primer pilar: la salud, eso es tu cuerpo, Cristina. Lo vamos a curar. Aquí.

Terminaron el té entre más parábolas y más pilares. Poco después apareció en el jardín un reducido grupo de 6 personas, los mentorís, entre ellos, Beatriz que reía a carcajadas cogida de la mano de una mujer, la misma que la de la foto de Darío. Geraldine nerviosa se puso de pie a pesar de que Elvira le gesticulara que no se moviera. Beatriz la miró, no sabía quién era, así que la sonrió con dulzura y le dio la bienvenida al grupo. Geraldine no supo qué responder solamente bajó la vista y señaló con la mirada a Elvira que seguía sentada en la tumbona. Beatriz, pasmada, se soltó de la mano y se adelantó hasta su amiga.

—¿Qué coño haces tú aquí?

                                                                                                      (Continuará…)

8 may 2022

Café sectario

 

Fotograma del documental Wild wild country (2018)

Almudena y Darío estaban sentados en la mesa del fondo. Desde ahí podían controlar la puerta. Bebían dos cafés y miraban la pantalla del móvil de Darío.

— Es mejor que se lo digas tú.

—¿Yo? —preguntó Almudena echándose hacia atrás—. ¿Por qué yo?

—Porque Elvi es tu mejor amiga.

—¡Y Bea la tuya!

La puerta de la cafetería se abrió y entró Elvira cargando una mochila y dos tote bags.

—Esta investigación me está matando —dijo soltando los bártulos sobre la mesa—. Y ¿sabéis qué es lo peor?, que no la vamos a poder entregar en el tiempo establecido. Se lo he dicho a Geraldine pero, como es francesa, ella a los quesos. Geraldine, que vamos muy atrasadas. Oh, chérie, ¿y qué me dices del Coeur de Neufchâtel con un poquito de confiture de frambuesa?, oh, là là!, oh, là, là! Sí, ¡oh, lalá!, le digo yo, porque como para explicarle que, con solo olerlos, me cago viva. Claro, es que…

 —Elvi… —intentó interrumpir su amiga.

—… es muy fina, fijaos que el otro día me trajo un bolso dorado, ¡dorado!, pero ¿a dónde vas, criaturita, con semejante accesorio de la Barbie destellos? Ahora, también os tengo que decir que le estoy cogiendo cariño, sí, es francesa pero lo que siempre digo: su culpa no-es, nacen así, pobrecita mía, y además…

—Elvira, por favor, siéntate, tenemos que hablar. —La voz de Darío sonó convincente. Elvira contrariada se sentó a cámara lenta. “¿Qué pasa?”, preguntó. Darío dio un codazo a Almu y esta empezó a hablar:

—Elvi, es Bea, estamos últimamente un poco preocupados por ella.

—¿Bea? Esa siempre ha estado más loca que las maracas de Machín, no le pasa nada.

Almudena y Darío cruzaron una mirada nerviosa. Darío mostró su móvil a Elvira.

—Está en un grupo —dijo. Elvira cogió el móvil y se lo acercó para ampliar las fotografías—. Es un grupo de ayuda, de… autoayuda. —Elvira levantó la cabeza como si de un resorte se tratara, miró a sus amigos sorprendida y volvió a las fotografías. En una de ellas aparecía Beatriz tumbada en una esterilla abrazada a otra mujer, las dos sonreían, parecían tener una fuerte amistad si no fuera porque se conocían de hacía dos meses. En otra, un grupo de ocho personas rodeaban, con los brazos en alto, una hoguera en un gran jardín.

—¿Qué mierda es esta? —preguntó soltando el móvil y modulando un tono de voz absolutamente diferente al que había mantenido mientras contaba lo de los quesos de Geraldine.

—Lleva mandándome fotos desde hace unas cinco semanas —explicó Darío—. Al principio no le di demasiada importancia, está bien que salga con otra gente; lo de su cáncer, Markus, lo mío con Almu… No sé, pues, joder, pensé: ¡qué de puta madre, sale del círculo!, ¿no?, ¡sale del círculo! Le va a venir bien ver otras cosas, nuevas amistades, creo que todo es positivo. Sin embargo, las fotos empezaron a volverse raras, ya no solo eran de paseos por la Sierra, sino de sesiones de yoga y meditación grupales en retiros de fin de semana, en casonas aisladas fuera de Madrid, ¿entiendes? No sé, todo se me volvió sospechoso. Y la gota fue cuando me dijo que el grupo lo lideraba un tal…

—¡¡¿Líder?!!

—Elvi, tranquilízate.

—¡¡¡Estoy muy tranquila, Almudena!!!

—¿Ya sabe lo que va a pedir, señora? —frente a la mesa la camarera.

—¡Sí, un abogado!

—Nada, gracias —contestó Almudena y la joven regresó a la barra molesta.

—Federico Gaescán —dijo Darío—. El pavo que mueve los grupos se llama Federico Gaescán y por supuesto lo he investigado por internet. Es valenciano pero ha vivido en Argentina más de 15 años, supongo que de allí se ha traído toda esta movida. En Latinoamérica proliferan estos grupos de crecimiento personal, emprendimiento, meditación, yoga y coaching, incluso en algunos te ofertan la “inigualable experiencia” de un viaje introspectivo con ayahuasca. —Elvira se quitó las gafas y se frotó los ojos con desesperación—. Te responsabilizan de los fracasos de tu vida hasta ahora pero te prometen un cambio radical a través de sus cursos. Todos son iguales. Y todos tiene un gurú, líder o mentor.

—Una secta —dijo Elvira colocándose de nuevo las gafas.

—Sí, de alguna manera son las nuevas versiones de las sectas. La religión ya no es un buen cebo para captar gente, no obstante el emprendimiento y crecimiento personal parece que sí.

Elvira se giró, respiró con dificultad y pidió un café a la camarera de la barra que con hastío asintió.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó después.

Almu y Darío se miraron. Almudena agachó la cabeza y dijo finalmente:

—Verás, hemos pensado que como tú tienes esa personalidad tan, bueno… tan… así, tan… como de…

—¡El café! —la camarera dejó sobre la mesa la taza—. Son 2,60€.

—Primero me lo tomaré y luego te pagaré.

—La consumición se abona inmediatamente. Son las normas.

—¿Las normas? ¿Te parece que llamemos a la policía o mejor aún que os denuncie por abusar de los derechos de los consumidores? Te aseguro que os costará explicar semejante precio por un simple café en este barrio. Dime, ¿qué prefieres?

La chica con un violento movimiento de cabello se alejó de la mesa. Elvira con parsimonia abrió su sobrecito de azúcar y lo vertió en el café, al levantar la vista se dio cuenta de que sus dos amigos la miraban fijamente.

—¿Qué?

—Pues eso, tu personalidad —aclaró Almudena—. Hemos pensado mucho, mucho, mucho en tu personalidad. Elvi, no hay nadie mejor que tú para meterse en ese grupo y desde dentro abrirle los ojos a Bea.

Elvira no movió ni una ceja.

—Es una broma, ¿verdad? —dijo—. Porque no podéis decir en serio que me meta en una secta solamente porque me cabreo con los precios de la hostelería madrileña. Es una broma, sí, decidme que es una broma.

Ninguno de los dos contestó. Elvira pegó un sorbito al café con la vista perdida en una de sus tote bags.


(Continuará…)