Mostrando entradas con la etiqueta Estados Unidos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Estados Unidos. Mostrar todas las entradas

10 nov 2020

¿Y si la vida fuera la opción B? (Segunda parte)

 

Fotograma de Back to the future de Robert Zemeckis

Nota: Continuación del relato ¿Y si la vida fuera la opción B?

Nuevamente un fuerte golpe hizo que me arrastrara por un suelo de gravilla con el que me raspé las manos. Me las miré y al ver que tenía algo de sangre las agité al aire.

—¡Carol!, ¿es que en el más allá no os enseñan a montar en bicicleta?

—Ya te he dicho que no vengo del más allá. Anda, levántate.

Dejó la bicicleta apoyada en la fachada de una moderna casa independiente. La formaban 3 cubos gigantes de hormigón blanco superpuestos de manera escalonada. Las ventanas no parecían seguir ninguna regla de simetría, enormes orificios acristalados salpicaban la fachada. Un cuidado jardín la rodeaba y una pequeña piscina rectangular asomaba por la parte de atrás.

—Joder, menuda casita, ¿quién vive aquí? —pregunté.

—Tú. —La miré atónita—. Te casaste con un arquitecto.

—¿Etienne?

—Etienne. ¡Vienes o qué!

Nerviosa seguí a Carol. Entramos en la casa. Del hall pasamos a un impresionante salón minimalista de techos de más de 8 metros de altura.

—Debe haber un error… —dije sin despegar la vista de los colosales muros—. Etienne nunca fue mi opción B. Un día, tras 4 años de relación, él me dejó y ya, nuestra historia no tuvo más opciones.

Carol me sonrió con cierto cinismo.

—Detesto a las mujeres que se hacen las víctimas —dijo y desapareció por un estrecho y larguísimo pasillo blanco que se abría en un lateral del salón. ¡Oye, oye!, le gritaba mientras intentaba seguir su apresurado paso. Se paró en seco y se dio la vuelta—. Agosto, 2008. Singapur. La relación con tu jefe es insostenible. Lanzas tu CV al mundo para comenzar el curso académico en otro país. Recibes 3 ofertas: un colegio internacional en la India, una universidad en EEUU, y un lectorado en Francia, en Lyon, en la misma facultad en la que ya habías trabajado un año antes. Descartas la India, no te interesan los niños. Por lo tanto, tus opciones se reducen a dos: Estados Unidos o Francia. Escribes a Etienne y se lo explicas. Le dices que hay una gran posibilidad de regresar a Lyon. Te contesta un breve email animándote a aceptar el trabajo porque le harías, palabras textuales, “el hombre más feliz del mundo”. Lees su email. Lloras. Lloras. Sigues llorando. Pasas la noche llorando. A la mañana siguiente confirmas a la universidad de EEUU que aceptas el trabajo. Tu opción A fue irte sola a un pueblo estadounidense del que nunca habías oído hablar. Esa fue tu opción A. Y ahora, si dejas de hacerte la víctima, voy a mostrarte lo que hubiera pasado de haber elegido la opción B.

Me quedé petrificada. No es que me hubiera hecho la víctima durante los últimos 13 años, es que simplemente no lo recordaba. Memoria selectiva creo que lo llaman, no lo sé, pero sí es cierto que soy capaz de borrar episodios completos de mi vida. Y, sinceramente, es maravilloso. Pero volviendo al caso, antes de poder asentir, Carol ya había desaparecido. Corrí hasta el final del pasillo. No la encontré. Me metí en una habitación que tenía la puerta entreabierta. Era un dormitorio. Vi a Carol sentada sobre la cama. Con una risita de adolescente me señaló la otra punta de la habitación, junto a la ventana. Un hombre de torso desnudo y jeans sin abrochar hablaba por teléfono de espaldas a nosotras. El corazón me reventó el esternón al escuchar su voz otra vez.

—Oh, madre mía, Etienne… —Me acuclillé y respiré como buenamente pude.

Al darse la vuelta y verlo de nuevo, después de trece años, me quebraron las rodillas y caí al suelo. Me apreté las tripas y empecé a llorar.

—¡Ya estamos otra vez! —espetó Carol.

—Es que lo quería tanto, tanto, tanto… ¿Qué nos pasó?

—Que elegiste la opción A.

—¿Por qué eres tan simple, Carol? ¡La vida no es A o B! La vida tiene pequeños parámetros que hacen que tus decisiones parezcan razonables en un momento determinado pero que llevados a otro punto de la línea temporal son absurdas. Sin sentido. Incluso, incluso… ¡son decisiones de las que te arrepientes día sí y día también! Vivimos siempre en una vida equivocada, ¿no te das cuenta? En una vida que de haber entendido en el presente nuestros errores del pasado, el futuro sería, no sé si correcto, pero sí plenamente justificado y por lo tanto convincente.

—Y ahora le da por filosofar a la llorona…

Carol no me entendía, pero al volver a ver a Etienne había comprendido que fue un error mi opción A. Siempre supe que Etienne y yo formábamos un buen equipo. ¡Míralo! Está como siempre, apenas ha cambiado. Se le ve feliz, tranquilo, la vida junto a mí le sienta realmente bien. Tuvimos nuestros problemitas, sí, claro que los tuvimos pero seguro que supimos hablarlo y solucionarlo, no hay más que verlo, es un hombre pleno junto a mí. Hemos formado el perfecto tándem que siempre creí que fuimos.

—Entiendo, mi amor —decía en francés por teléfono. Me levanté del suelo y me senté en la cama junto a Carol—. Sí, sí, ya sabes, hoy ha hecho algunas preguntas pero no te preocupes por ella, está en su mundo, y así mejor, no da demasiados problemas. No pienses en ello, por favor, mi princesa…

—Oh, está hablando conmigo —dije a Carol—. Siempre me llamaba princesa.

—Ya… —contestó ella.

—…Sí, acabo de salir de la ducha, en 30 minutos salgo para allá… ¿Sí?, bueno, voy a quitarte todo en cuanto te vea… ¿qué?... ¿con la boca? Oh, bebé…

—Buf, es que éramos muy piel con piel, ya sabes, unos guarrillos y, míranos, seguimos igual después de más de 17 años de relación, ¡madre mía! —grité fingiendo vergüenza.

—Ya, piel con piel…

En la habitación entró una jovencita espigada, pelirroja y de ojos miel claro. Confundida miré a Carol.

—Es Marion —me explicó—. Vuestra única hija de 12 años. Te quedaste embarazada al poco de llegar de Singapur. Os casasteis un año después.

—Es igual que él… —dije.

—Lo es, sí.

La niña hizo un gesto a su padre. Etienne terminó la conversación telefónica de manera abrupta y lanzó el móvil a la cama, Carol y yo lo esquivamos con cierta risa.

Su hija le preguntó si se marcharía también este fin de semana.

—Sabes que sí, cariño, el nuevo proyecto está en Ginebra y solo puedo revisar la obra los fines de semana. Salgo en 30 minutos.

—Es que no quiero quedarme sola con mamá, está loca.

¿Hola? ¿Cómo que la princesa está loca? ¿Coucou?

—Marion, no hables así, tu madre está enferma, ten paciencia con ella —contestó Etienne. La miró con cierta pena y luego continuó—: Está bien, ¿quieres pasar el fin de semana en casa de tu amiga Chlóe? Llámala y si le parece bien a sus padres te dejo con ella, me pilla de camino.

—Oh, gracias, papi, ¡gracias, gracias, gracias! —Y tras abrazarlo con fuerza, salió corriendo de la habitación.

—¡Y date prisa, en media hora me voy! —Se rio y terminó de vestirse.

Preparó una pequeña maleta, recogió su móvil de la cama y salió. Carol me estiró con fuerza del brazo y, con un “vamos”, le seguimos. Llegamos hasta la diáfana cocina. Etienne dejó la maletita junto a la puerta y se acercó a la mesa del fondo, una enorme plancha de mármol vetado sobre dos pies de piedra negra.

—Dios mío, Carol, ¿qué es eso…? —pregunté.

Eso eres tú.

En una de las sillas de aquella regia mesa vi a mi otro yo. A mi enorme otro yo. A mi desbordante otro yo. Pesaba por lo menos 50 kilos más que ahora. Me llevé las manos a la boca y retrocedí tres pasos, no lo podía creer, estaba completamente deformada.

—Tienes graves problemas de ansiedad que no sabes gestionar —empezó a explicarme Carol—. Intentas saciarte con comida y el resto del día duermes o lloras. Al poco de regresar a Lyon, las cosas volvieron a ir de mal en peor entre vosotros y teniendo un hijo pensasteis que se solucionarían, sin embargo la llegada de Marion no hizo más que empeorarlas. Etienne enseguida comenzó a hacer su vida fuera de casa, y desde hace 5 años mantiene una relación más estable con Sylvie Morin, su princesa.

No lo entendía. No lo podía entender. Soy independiente. Soy una mujer independiente. Con una carrera profesional que me da libertad para elegir cómo y dónde vivir, ¿por qué no me voy?

—¡¿Por qué no me largo de esta mierda-casa?!

—Primero, porque solo te quedaría la opción de regresar a Bilbao, a casa de tus padres. Tienes 43 años y una simple licenciatura, ni masters ni doctorado, y llevas casi 10 sin trabajar porque no lo has visto necesario ganando Etienne lo que gana. Mira todo esto, os sobra el dinero. Entonces, dime, ¿quién te contrataría ahora con semejante currículo? Y en segundo lugar, estás tan anulada psicológicamente que no tienes capacidad de decisión. Tu única inquietud desde hace 11 años es comer, comer y comer.

Cerré los ojos intentando procesar toda aquella información.

—Elvira —dijo Etienne acercándose a mi otro yo por detrás—. Me voy. Paso el fin de semana fuera, ya sabes, por trabajo, te lo he explicado antes. Me llevo a Marion, la dejo en casa de Chlóe.

—¿No quiere quedarse conmigo? —preguntó mi otro yo sin ni siquiera mirarlo.

—No es eso. Volveremos el lunes por la mañana.

Se dio la vuelta y recogió la maleta junto a la puerta.

—Etienne —dijo mi otro yo con muy poquita voz—, sois todo lo que tengo…

Etienne salió de la cocina sin contestar.

Se me saltaron las lágrimas de la impotencia.

—Dios santo, Carol… ¿qué he hecho con mi vida?

—Elegir la opción B.

                                                                                       (Continuará…)

 

13 jun 2012

En crisis, sí, pero con amor


Blue Man Group and Venus Hum I feel Love

Elvira esperaba sentada en una silla frente a un pequeño escritorio. El despacho era de Gloria Sampere, coordinadora de estudios en la academia de idiomas Spanish Lessons Track-Madrid. Qué ridículos sonaban todos los nombres de centros de idiomas, pensaba Elvira.
―Perdona, Elvira, por este pequeñísimo retraso ―dijo la coordinadora entrando por la puerta a paso ligero y con la mano ya estirada para saludar a la joven. Elvira llama a este tipo de mujeres: las thermomix, porque se empeñan en hacerlo todo de golpe, para no perder tiempo. Ella es más de a fuego lento.
―No pasa nada ―contestó. Se levantó y le dio la mano, después se volvió a sentar.
―Bueno, vamos a ver. Elvira Rebollo, aquí te tengo ―dijo rescatando de una montaña de papeles el currículum  de ésta―. Vale, pues sí, efectivamente tienes una formación extraordinaria y, bueno, veo que tu experiencia es extensísima, ¿no? A ver, China, Cuba, Francia, sí, sí, sí… Singapur, Estados Unidos y... a ver ―decía sin levantar la vista de las dos hojas―, ahora mismo estás en dos universidades en Madrid, ¿verdad?
―Sí, lo que pasa que en verano no hay cursos, entonces me estoy buscando un poco la vida y…
―Claro, claro, porque el profesor de español es ese ente que divaga, ¿verdad?, por el espacio docente con el sambenito de la maldita enseñanza no reglada. ¿Que qué significa? Libertad para que cada centro ponga sus reglas, pague lo que quiera y extienda contrato siempre y cuando le venga bien. Nosotros no te vamos a hacer contrato, Elvira.
―Ya, no os viene bien.
Gloria se rió y luego añadió:
―Las cosas son así.
―Ya.
―Como te dije por teléfono nos interesas por tus tres años en China. Porque tenemos ahora mismo tres grupos intensivos para estudiantes chinos, y queremos que los lleves tú.
―¿Los tres?
―Los tres. Cada intensivo es de tres horas diarias. Suficiente, porque son iniciales absolutos, si les metemos más horas, los reventamos.
―Pero, perdona ―Agachó la cabeza, se llevó la mano a la frente y se rió un poco nerviosa―. Es que en ese caso, estamos hablando de que voy a dar 9 horas de clase al día.
―Efectivamente. Es un favor que te hacemos.
Elvira abrió los ojos como platos.
―¿A mí? ―Se moría por saber qué entendían por favor.
―No sé si te lo comenté, si no te lo comento ahora y ya está. Mira, la cuestión es que pagamos a 7 euros la hora. Así que te damos la oportunidad de trabajar hasta 9 horas diarias para que te hagas con un salario más o menos rentable, ¿me entiendes? Pero no lo comentes mucho por ahí, porque esto lo hacemos un poco, porque, a ver, comprendemos el currículum que tienes, y nos parece lo más justo.
Pero Elvira ya no estaba allí para contestar. Su cuerpo sí, pero su cabeza había volado hacía rato. Desde bien pequeña tenía el recurso de ahogarse en alguno de sus recuerdos para no sufrir el momento. Y Elvira recuerdos tiene muchos. Siempre piensa que de ser cierto eso de que al morir toda tu vida pasa por delate de tus ojos, en su caso se debería morir por lo menos tres veces, para que le diera tiempo a verlo todo.
Estaba en Las Vegas. Acababa de entrar con su amiga Cristina al teatro del Hotel The Venetian. Recordó que al sentarse Cristina hizo un gesto de dolor. El tatuaje, que se había hecho la noche anterior, le molestaba. Dos dados en movimiento, dibujados en su ingle, era el recuerdo que se llevaba de la ciudad del pecado. Elvira también, se tatuó un lunar en el antebrazo izquierdo, siempre fue muy lanzada. Revivió el nerviosismo con el que las dos amigas se colocaban el impermeable de plástico, que les habían ofrecido en la entrada, y se sacaban fotos con el móvil. Las luces se apagaron y con un estallido de focos fluorescentes, el escenario se iluminó y Blue Man Group hizo su aparición. Vio, de nuevo, a los tres hombres azules golpear tuberías en charcos de colores. Recordar el ritmo de la percusión le agitó el corazón.
―… los grupos serán de 24 ó 25 estudiantes. Sé que son muchos, pero subdividirlos significaría pagar a otro profesor y eso, en estos momentos, es inviable…
A Elvira se le iluminaron los ojos al visualizar, otra vez, el parpadeante  vestido de Annette, la voz de Venus Hum. Ya estaba en el escenario con Blue Man Group y la versión de I Feel Love inundaba el teatro entero.
―…no hay presupuesto para fotocopias, por lo tanto, bueno, no sé si tendrás impresora en casa o si no, te tendrás que conformar con utilizar ejercicios únicamente del manual…
Ooh, it’s so good, it’s so good, it’s so good…, ooh I’m in love, I’m in love, I’m in love…, I feel love, I feel love, I feel love…
―… el manual te lo prestaremos, pero no puedes escribir nada en él, porque en cuanto terminen los cursos, lo deberás devolver…
Ooh, fall and free, fall and free, fall and freeLas dos amigas se perdían entre el papel higiénico que caía del techo. Metros y metros de papel. Carcajadas y gritos… Ooh, you and me, you and me, you and me…
―…entonces, pues no sé, si no tienes preguntas, me gustaría saber si te interesa ―Silencio―. ¿Aceptas las condiciones? ―Silencio―. ¿Elvira?
Elvira la miró sin expresión alguna, extendió los brazos en cruz, alzó la vista y:
―¡I feeeeel looOOOÔÔÔôôooOOÔÔVE!
―¿Eso es un sí…?

11 may 2012

Viviendo, jugando


 Trilce de Sofia Serra

Elvira no tiene miedo a la muerte. Está más que convencida de que morirá joven. A los 40 dice. Ser tan absolutamente consciente de que morir no te importa, hace que construir el sentido a la vida, sea un esfuerzo titánico.
Tenía 22 años cuando un amigo suyo, después de terminar el pintxo de tortilla en la cafetería de la universidad, dijo que se marchaba. Se levantó, se desplomó y se murió. Nada ha podido justificar aquella muerte. Se levantó, se desplomó y se murió.
Elvira convirtió su vida en un juego en el que, tarde o temprano, dejaría de echar los dados.

―Es un tío raro.
―¿Quién? ―preguntó Elvira a Kayla, su compañera de departamento, que estaba, en ese momento, en su despacho. Las dos, profesoras treintañeras, trabajaban en una universidad de West Virginia.
―Darrell Crow.
Elvira se levantó de su mesa y se acercó hasta la puerta, desde donde su compañera veía cómo Darrell introducía las monedas en la máquina de café.
―No sé, no lo conozco ―contestó Elvira.
―¿A Darrell Crow?, ¡claro que lo conoces!, pero si tiene el despacho a la vuelta del pasillo, y he sido testigo de cómo has intentado sacarle conversación en el ascensor, ¡Darrell Crow!
―Sí, sí, sí, sé quién es, pero no lo conozco. No sé si es raro o no.
―Es raro. Tiene 37 años y parece de 50. No habla con nadie. Siempre va con esos mocasines, ¡aunque haga -20º! Es raro.

Elvira tenía revisión de exámenes. Cuatro estudiantes esperaban sentados en el suelo del pasillo frente a su despacho. Un quinto estaba dentro, apoyado en su mesa, intentado convencerla de lo mucho que había estudiado.
―Si yo lo sé, Nathan, pero este examen no tiene un medidor de esfuerzo, sino de conocimiento.
El sonido de unas pisadas arrastradas hizo que Elvira ladeara la cabeza y mirara hacia el pasillo. Vio a Darrell Crow llegar a la máquina de café y echar unas monedas.
―¡El señor Crow! ―exclamó Nathan―. Ése sí que es un buen profesor. No hace exámenes a sus estudiantes. Dicen que valora  sólo la actitud en clase. Debe ser un tío genial.
―Tiene que ser difícil poner una nota sobre una actitud, ¿no? ¿Qué nota te pondría a ti, si te pasas toda la clase dormido? Con mi método tienes por lo menos un 53/100, ¡no está mal! ―Y devolvió el examen a su estudiante con una sonrisa―. ¡Siguiente! ―Nathan salió, pero nadie entró―. ¡Siguiente! ―Nada―. Se levantó y se acercó a la puerta. Allí vio cómo sus cuatro estudiantes miraban a Darrell Crow, que se había quitado un zapato para guardar en él las monedas que la maquina le había devuelto. Elvira no dijo nada, simplemente avisó a su alumna Penny de que entrara.
―Pobre señor Crow… ―dijo Penny sentándose en la silla que estaba junto a la mesa―. Es que últimamente parecía algo mejor. Mi prima iba en el avión, ¿sabe?
―No…, no, ¿qué avión? ―preguntó Elvira buscando el examen de su estudiante.
―En el avión. El que cogió de Huntington a Charlotte. Iba a hacer una entrevista de trabajo. Mi prima, no el señor Crow. El señor Crow iba con su novia. Y pasó.
―¿Qué pasó?
―¿No sabe lo que pasó en el avión?
―¡No, Penny, no sé lo que pasó en el avión! ―Su alumna la miró sorprendida―. Perdona, estoy un poco cansada. A ver, ¿qué pasó en el avión?
―Pues hará de esto casi 6 años. En el avión, nada más despegar, la novia del señor Crow empezó a decir que se encontraba mal. Mi prima, que estaba sentada justo detrás, le dio su botellín de agua, y parece que se sintió mejor. Y cuando el avión se estabilizó, su novia dijo que quería ir al baño. Se levantó, se desplomó y se murió. Tuvieron que aterrizar en Charleston de urgencia. Se levantó, se desplomó y se murió.
Elvira respiró hondo. Sacó el examen de Penny del montón y se lo dio.
―Bien, échale un vistazo y me preguntas las dudas.

Elvira raspaba una moneda contra la máquina de café.
―¿Perdona?
―Oh, Darrell, hola. Parece que la máquina no me la acepta, no sé por qué…
Darrell Crow se quitó su zapato. Metió la mano en él y sacó un par de monedas.
―Toma, prueba con éstas ―dijo ofreciéndoselas a Elvira.
―Oh, gracias… ―Extendió la mano un tanto indecisa y tomó las monedas. Las miró y luego se volvió a dirigir a él―: Pero tú primero, que… no sé, igual tienes más prisa que yo.
Darrel Crow asintió con la cabeza. Se colocó delante e introdujo el dinero por la ranura. La máquina comenzó a preparar el café. Elvira detrás, observaba las monedas en la palma de su mano y en silencio esperó su turno.

3 may 2010

Historias de un teléfono

Al teléfono por Noël Leindekar

Ras, ras, ras. Corría las perchas de un lado a otro por la barra de metal del armario. Ras, ras, ras.
Las cajas estaban en el suelo de la habitación esperando impacientemente ser llenadas con algo, porque llevaba más de veinte minutos mareando la ropa sin decidirme qué empaquetar primero, y es que no hay cosa que más pereza me pudiera dar que una mudanza.
El teléfono sonó. Me detuve ante el horroroso abrigo de invierno, no quería moverme por si delataba que estaba allí. Sonó el segundo tono. Seguí sin moverme. El tercero. Grité:
—¡No pienso coger! ¡A cagar todo el mundo! —llevaba dos semanas muy deprimida, ésa era la verdad.
Activé el movimiento. Ras, ras, ras. Cuarto tono. Saltó el viejo contestador y escuché mi propia voz diciendo, con un macarrónico inglés, el mensaje de bienvenida:

Hola, soy Elvira, en este momento no estoy en casa pero si quieres puedes dejarme un mensaje después del tono, gracias, aguuuuur.

Agur, claro. Siempre meando el terreno.
Piiiiiiiiiiiiiiiiiiii.

—Hola, Elvira… soy yo, Silvia —al escuchar su temblorosa voz, me paralicé de nuevo y miré al suelo abriendo los ojos, como si aquel gesto me permitiera escuchar con mayor claridad—. Elvira, jo… yo te llamo porque…—empezó a llorar—, me ha dejado, tía, Francesc me ha dejado… me he mudado, llámame, porfis… estoy ahora en el 91 371…
Salté por encima de las cajas y acelerada cogí el teléfono antes de que pudiera terminar de decirme el número.
—¡Silvi! —dije con el corazón en la boca.
—Elvi…
—Pero, Silvi…
—Ay, Elvi…

Silvia era mi mejor pésima amiga. Nos conocimos con tres añitos en una colorida clase de parvularios en el santísimo colegio de monjas, en el que nuestros respectivos padres nos habían encarcelado.
Silvia, junto con Blanquita, se convirtió en mi mejor amiga. Formábamos un equipo estupendo de tres. El tiempo convirtió a Blanquita en una extraordinaria amiga, paciente, comprensiva y con enorme sentido de la empatía, del que siempre, he de reconocer, había abusado. Por otro lado, los años transformaron a Silvia en una fan absoluta de su propio ombligo, era la faraona de su imperio microscópico de fantasía y color. A pesar de todo, yo sólo podía presumir de tener una mejor pésima amiga, en cambio Blanquita, la pobre, llevaba casi treinta años aguantando a dos.

—Loca mía, ¿qué ha pasado? —dije sentándome lentamente en el suelo.
—Tía, se acabó… —decía sin parar de llorar—, que dice que lo agobio, ¿de qué lo agobio, Elvi?, ¿eh?
—Ya, los tíos son así. —Aquella afirmación te salvaba de muchas situaciones como ésa. Era una generalidad tan ambigua que, sin saber de qué iba el asunto, matizaba cualquier causa masculina con enorme compromiso.
—Sí, eso es verdad —dijo absorbiéndose los mocos. Yo respiré tranquila porque, una vez más, había colado—. Me siento una mierda, Elvi, nada me sale bien… no sé…
—No digas eso, loca.
—¡Claro! ¡Para ti es fácil decirlo! Estás encantada con Pablo que está buenísimo, vives a cuerpo de rey en Estados Unidos dando clase en una universidad de la que se hizo una peli en la que, el mismísimo, McConaughey fue el protagonista. ¡Y encima te van a publicar una novela!
Tomé aire con parsimonia para tragarme la mala ostia que me estaba entrando. Cerré los ojos y me froté el entrecejo con brusquedad.
—Silvia, para empezar, el tío buenísimo no se llama Pablo sino Pedro y me dejó hace ocho meses. Si hubieras leído mis emails o si me llamaras más de vez en cuando, te habrías enterado. No vivo a cuerpo de rey en Estados Unidos y por eso he dejado mi trabajo. Me mudo pero todavía no sé adónde —poco a poco me iba calentando—, tengo la casa llena de cajas sin destino etiquetado, y me temo que tendré que regresar a Bilbao a vivir con mis padres de nuevo, porque no me sale trabajo y no voy a cobrar el paro, sino una simbólica ayuda de 300 euros como emigrante retornado. 300 euros es lo único que el gobierno puede darme después de haber danzado, durante ocho años, por medio mundo en busca de un trabajo digno ¡porque en España el profe de español es humillantemente ninguneado! ¡Y sí! —dije totalmente fuera de mí—, ¡me van a publicar una novela!, pero porque ¡me he pasado, dos putos años, encerrada en un pueblo de mierda en medio de la más absoluta nada, escribiendo día y noche! ¡Qué menos, coño!
Con el último grito se me escaparon las lágrimas.
Silvia, de pronto, rompió el silencio que se había prolongado por largo rato.
—Elvi, ¿estás segura de que se llamaba Pedro y no Pablo?
Me atraganté con mi propia carcajada, salió sin avisar, y es que todo el mundo sabe que no es fácil reír y llorar al mismo tiempo.
—No, en serio, ahora hablando en serio, de verdad —continuó diciendo Silvia mientras me oía reír—, si llego a saber que tu vida era mucho más mierda que la mía hubiera llamado a Blanquita y no a ti.
Me dio tal ataque de risa que me eché hacia atrás quedando totalmente tumbada sobre la moqueta del salón.
—Eres una idiota —le dije recobrando un poco de aire.
—Oye, petarda, si no tienes adónde ir, vente para Madrid.
—¿A Madrid?, ¿qué hago yo en Madrid? —pregunté volviéndome a sentar con las piernas cruzadas.
—¿Aquí? Bufff… ¡Esto es Madrid, Elvira!, hay grandes trabajos para una filóloga como tú, con tu experiencia.
—¿Sí…? ¿Tú crees? —Y mi cabeza empezó a repasar el archivo de todos los centros de enseñanza de español de la capital, es cierto que la boca se me hacía agua—. No sé, Silvi, ¿por ejemplo?
—¡¿Por ejemplo?! Pues, por ejemplo, sexadora de ardillas en el Parque del Retiro.
—¡¿Qué?! —dije muerta de la risa y arrepintiéndome por haber creído que hablaba en serio. Quise cambiar de tema porque me sentía avergonzada por haber sido tan vanidosa, además la oía reírse y eso me hacía sentir peor. Había caído en su trampa, qué cabrona, pensé—. Bueno, y entonces ¿qué pasó con Francesc? —Me consideraba tan mala persona que prefería ahondar en la herida ajena que seguir agujereando la mía.
—Pfff… que hace tres días se levantó del revés y me pidió que hiciera las maletas y que me fuera, no sé qué cosa de agobios o qué sé yo, que me fuera y ya.
—Bueno, Francesc siempre ha sido muy peculiar, no sé… ¡es publicista y catalán! Si es que ¡lo tiene todo! —dije riéndome para ver si le podía arrancar una risotada con este tema.
—¡Pues mira que Etienne! ¡Arquitecto y francés! ¿No encontraste nada más aburrido? —Lo conseguí porque me dijo aquello entre carcajadas—. Por cierto, hace tiempo que no hablas de él, ¿qué es de su vida? —me preguntó mientras le oía sonarse los mocos.
—No sé, lo cierto es que no sé nada de él desde hace casi diez meses —empecé diciendo mientras hacía memoria—. Lo último que sé es que lo habían trasladado a Chile, para un proyecto de renovación de no sé qué en Santiago. La cosa es que me llamó un día para saber cómo estaba en Estados Unidos y no me digas por qué, o hacia qué avanzó la conversación, pero terminé pidiéndole explicaciones de por qué me había dejado. Ya sabes que nunca hablamos de ello, él me pidió un día que me marchara y yo me marché, sin gritos, ni malas caras, nada. Y claro, con el paso del tiempo yo he necesitado de una explicación, de por qué tanto desprecio de, no sé, de por qué ella fue mejor que yo…
—¿Qué dices? Qué fuerte, no sabía nada de esto, y ¿qué te dijo?
—Mmm, nada, la verdad es que nada, empezó diciendo: allô, allô, Elviga, se va la conexión, se va, Elviga, allô, allô. Clonck. Y me colgó. Sin más, hasta hoy.
—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Ostia, qué fuerte! —Silvia se reía con muchísimas ganas—. ¡Este tío es un genio!, ¡es mi ídolo del escaqueo!, tiene cojoncillos de gorrión, metidos pa’dentro del cague que lleva encima. ¡Joder, me encanta!
Hombre, contado así, y después de casi un año, yo también le encontraba su gracia.
—Mira, Elvi, piensa en positivo, si dices que estaba en Chile es muy posible que se haya muerto por el terremoto ése que hubo.
—¡Silvia! —grité horrorizada por semejante broma.
—¡Pero imagínatelo, mujer! Mira, en plan: allô, allô, allô y… ¡chof! Espachurra’o, totalmente espachurra’o bajo sus propias obras arquitectónicas, ¡ja, ja, ja, ja!, ¿te lo imaginas, tía? —hizo una pausa sin dejar de reírse y añadió—: Y yo ¿sabes lo que voy a hacer?
—¿Qué…? —pregunté amortiguando la risa con el cuenco de mi mano, porque me sentía fatal al reírme de aquello, aunque la verdad contado por Silvi tenía muchísima gracia.
—Le voy a mandar a Francesc a Bali.
—¿A Bali?
—Sí, porque dicen que antes del 2011 viene un tsunami gigante.

Solté el teléfono y me llevé las manos a la cabeza tronchada de la risa. Sólo pedí que la ética de Blanquita nunca supiera de este tipo de conversaciones telefónicas por parte de sus dos mejores pésimas amigas.

25 abr 2010

Vuelta a empezar

Road to nowhere by Rich Legg

—Oh, cariño, cuánto lo siento…, de verdad que lo siento —decía Kayla apoyada en la puerta de mi despacho. Yo ni la miraba, seguía con la vista puesta en mi ordenador quitando importancia al asunto—. Ellos se lo pierden, ¿qué quieres que te diga?, ¡tú vales mucho!
—¿Qué pasa? —Mi jefa, al oírla, acababa de entrar en mi despacho.
—A Elvira no le han dado la beca —contestó Kayla en un tono confidencial.
—Oh, ¿la de Nueva York?
—Sí —afirmó Kayla.
—¡Asquerosos! —gritó mi jefa.
—No, Luisa —dije yo mirándola—, la cuestión es que no me han dado la beca porque ni siquiera me han admitido en el máster.
—¡Ay! ¡Más asquerosos todavía!
—Luisa, hija, que te estaba buscando, que dice Richard que si la reunión de las tres se puede pasar a las cuatro y cuarto, que tiene no sé qué cosas que hacer —preguntó Juan Manuel desde el pasillo mientras se abanicaba con una carpetita amarilla.
—Bien, pero que no venga más tarde, que luego tengo cena a las seis en casa y todavía me queda por preparar todo.
—Pues na’, que ya se lo digo —confirmó con su acento cordobés. Después nos miró a las tres y, entrando en la oficina, preguntó—: Y ¿de qué tenéis esa cara tan mustia?, hijas, que parece que os deben y no os pagan.
—A Elvira no le han dado la beca —explicó nuevamente Kayla con solemnidad.
—Porque no me han admitido —puntualicé.
Juan Manuel apartó a Luisa para colocarse delante.
—Mira, Repollo, la culpa la tienes tú —inquirió enfadado, señalándome con el dedo—, que si no volaras tan alto, las caídas no serían tan gordas, porque ya puestos ¿por qué no solicitaste Yale o Harvard?
—¡Juan Manuel, deja a la niña!
—Pero Luisa, si la niña ya tiene sus treinta añitos y mira el disgusto que se está llevando. —Juan Manuel volvió a mirarme—. Pero ¿de dónde ibas a sacar tú los cincuenta mil dólares que costaba el máster?, ¿eh? Que se trata de una de las universidades más prestigiosas de este país y tú no tienes un duro. Que está muy bien que seamos de Bilbao, Repo, y que vayamos a lo grande pero, 'ja mía, ¡una pizquita de sentido común!
Apoyé los codos en la mesa y me sostuve la cabeza entre las manos. Tenía toda la razón del mundo. Me sentía mal, muy mal. Empezaba a tener inmensas ganas de llorar. Sí, que se fuera todo el mundo, quería llorar.
—¡Hey, estáis aquí! —Richard asomó la cabeza por la puerta—. Luisa, ¿te ha comentado Juan Manuel lo de...
—Sí, ya me ha dicho, no hay problema —dijo sin dejarle terminar. Después se hizo el silencio otra vez y todos volvieron a mirarme.
—Es que a Elvira no le han dado la beca… —susurró Kayla a Richard.
—No me han admitido… no es que no me hayan dado la beca, es que no me han admitido… —dije desganada, sin levantar la cabeza.
—No la han admitido… —se autocorrigió Kayla manteniendo el bajito tono de voz.
—¿El máster de New York…? —preguntó Richard imitando el mismo susurro.
—Sí…
—Pobre…
—Sí, me da penita porque tenía mucha ilusión…
—Ay, pobre…
—¡Hala, ya está! —gritó Juan Manuel dándose la vuelta hacia ellos y haciendo aspavientos con la carpeta al aire—. ¡Que parecéis dos viejas en misa! Tanto chisme, tanto chisme, ¡ya está!, ¡no se lo han dado y punto!
—Bueno, chica, ¿y qué vas a hacer ahora? —me preguntó Luisa sin parecer oír los gritos de Juan Manuel.

Levanté la cabeza. Vi a los cuatro mirándome con intriga. Un reguero de angustia me avinagró la garganta. Tragué saliva pero el ardor no se me iba. ¿Qué iba a hacer yo ahora? ¿Qué iba a hacer yo ahora? ¿Qué iba a hacer…?
—La Repollo se queda. Si no se va a Nueva York, la Repo, se queda otro año —afirmó con seguridad Juan Manuel.
—Hombre, podría —dijo Luisa antes de empezar a explicarse—, pero claro, como me dijo que se iba, pues la plaza se la ofrecí a Justyna Swiderska, que es polaca.
—¿Polaca? —preguntó sorprendido Juan Manuel.
—Sí, polaca de Kentucky.
—¿Polaca de Kentucky?
—Profesora de español e italiano.
—¡Joder con los polacos!
—Pero al final que no, porque su marido ha encontrado plaza en Ohio State.
—¿Polaco?
—¿Su marido?
—Sí.
—No, ¡qué va! Es ruso.
—Ah, bueno.
—Sí, ruso de Minnesota.
—Ah, mira, éste es de Minnesota…
—Sí, profesor de física cuántica.
—¡Joder con los rusos! Bueno, a lo que vamos —dijo Juan Manuel pretendiendo centrar nuevamente la conversación—, y ¿Elvira?
—¿Elvira? Elvira es de Bilbao —y diciendo esto mi jefa se quedó más ancha que larga.
—La madre que la parió… —empezó diciendo Juan Manuel—, y no te digo más porque, como Chair del departamento, mereces un respeto pero, hija mía…
A mí me entró tímidamente la risa pero Kayla y Richard, que se habían mantenido en un segundo plano hasta el momento, estaban a carcajada limpia.
—Bueno, pues si la polaca al final no ha aceptado, tú te quedas con la plaza, niña, que es muy tuya —me dijo el cordobés con convicción.

Las risas se acabaron y todos me miraban esperando mi confirmación. Pero, lo cierto es que, yo allí no me quería quedar. No tenía queja con respecto a mi trabajo pero mi vida personal… buff, mi vida personal estaba hipotecada.
Era divertido ver, por la tele, las rocambolescas situaciones a las que se enfrentaba diariamente el doctor Fleichman en Alaska, pero cuando tú te convertías en la protagonista de la serie dejaba de tener su gracia. Odiaba la naturaleza bruta y vivía en plena montaña de West Virginia. Las calles estaban vacías a cualquier hora del día. Las arañas eran tan grandes que hasta tenían el pelo rizado. Las carreteras estaban llenas de agujeros y cuando preguntaba que por qué no las arreglaban, me decían que porque vivíamos en un estado pobre. Los bancos no sabían lo que era el IBAN porque nunca antes habían hecho una transferencia internacional. Mis alumnos de las nueve de la mañana llegaban en pijama a clase. Tuve que aguantar, en casa, dos gastroenteritis y un dolor de muelas de infarto porque el seguro médico de la universidad no cubría asistencia médica de urgencias. Era deprimente ver como el setenta por ciento de la población era obesa por pura dejadez. Y echaba de menos mis tacones, mis mechas en el pelo y el sexo porque la vida monacal, a la que esa ciudad me había sometido, estaba haciendo estragos en mi cutis. Todo ello, sin mencionar esa soledad espesa que se te agarra a la piel y, como sanguijuela cualquiera, te chupa hasta las ganas de vivir. Necesitaba salir de allí.

—No… —dije finalmente—, no me voy a quedar… no, buscaré otra cosa, no sé.
—Ay, Repo, qué disgusto me das —dijo Juan Manuel atizándome con la carpetilla amarilla.
—Bueno, chica, es tu decisión, algo encontrarás. El mundo es muy grande y, como a ti no te importa viajar, pues vete a saber dónde terminas —dijo mi jefa y, dándome un golpecito en la espalda, salió del despacho.
Todos se marcharon menos Kayla que se acercó y se apoyó en mi mesa.
—Desertora —me dijo con una mueca de medio lado—. ¿Nos echarás de menos?
—Claro —dije sin levantar la vista.
—Pero qué mentirosa eres, cariño.
La miré y a las dos nos entró la risa.
—Venga, desertora, que te invito a un café —propuso al tiempo que me golpeaba el brazo.
Recogí las cosas, me coloqué el bolso al hombro y, junto a Kayla, salí del despacho. Antes de cerrar, eché un vistazo para cerciorarme de que no me olvidaba de nada. No, nada me dejaba allí. Click. La puerta se cerró.

3 feb 2010

Decepción

¿No lo has probado todavía? No, todavía no, tendré que ir. Vete, de verdad, no sabes lo que te pierdes. Vale, ¿New York?, ¿se llama el New York? Sí, el New York, increíble, en serio. ¿De qué habláis? De nada, que Elvira no ha probado el New York. ¿El New York de Jeannie’s? Sí. Oh, ¡demonios!, ¡no me lo puedo creer! Bueno, siempre que voy se ha terminado así que al final me pido lo mismo, un Cherry Pie. Claro, no llega al lunes, lo sacan el domingo y para el lunes al mediodía ya se ha terminado. Es que es como un orgasmo, ¿a que sí, Kayla? Sí, mira, Elvira, cariño, con el primer pellizquito que le des con el tenedor ya vas a sentir ese contorneo tan cremoso. ¡Uy, uy, uy!, y cuando lo tengas en la boca ni te quiero contar, es un orgasmo de los grandes, de los de mi Terry en sus buenos tiempos. Ya… como un orgasmo… ¿no? Elvira, chica, ¡con más entusiasmo! Déjala que a ésta se le han olvidado lo que son los orgasmos. ¡Ja, ja, ja, ja!, ¡ay, Kayla, qué mala!, pobre chica. Bien, pues iré este lunes antes de clase, a las nueve, y ¡claro que me acuerdo de los orgasmos!

—Hola, Jeannie.
—Hola, abejita.
—Bueno, quiero un trozo del New York.
—Cariño, no queda.
—Pero, Jeannie —dije mirando mi reloj—, es lunes y no son ni las nueve de la mañana.
—Lo siento, cuenquito de miel, se terminó ayer, vino Edna con un grupo de amigas y no dejaron nada.

Esperé junto a la puerta. Era domingo, las diez de la mañana. La cafetería seguía cerrada, sería la primera en entrar y la primera en probar el maravilloso New York. Vi a Jeannie acercarse.
—Abejita, ¿qué haces aquí?
—No quiero que nadie se coma mi porción de New York.
—¿El New York, dices? Hoy no es posible, Shannon lleva toda la semana enferma, no tenemos nada de repostería, ya sabes que es la única que sabe de esto. Ninguna otra se atreve a meterse en la cocina y competir con ella. ¡Ven la próxima semana!, te guardaré un trozo, te lo prometo.
—No Jeannie… —dije desmoralizada—, me voy a España por navidades, no volveré hasta enero.
—Oh, cariño, lo siento, bueno, pues en enero tendrás tu porción de New York, el mejor pastel que jamás hayas comido.

Bueno, ¿qué te pareció? Pero si todavía no lo he probado. ¿Cómo que no? ¿De qué habláis? De nada, que Elvira sigue sin conocer el orgasmo del New York. ¡Ay, dios mío!, ¡puro pecado!, ¿a qué esperas, chica? Si yo quiero comerlo pero no he tenido suerte hasta el momento, además me pillaron las vacaciones de navidad por medio. Vale, pero estamos casi a febrero, cariño. Lo sé, lo sé, Kayla, pero como es un poco caro quiero esperar a un momento realmente especial. ¡Ja, ja, ja, ja!, esta chica, es un encanto. Boba, diría yo. ¡Son casi doce dólares de trozo de pastel! Dentro de tres meses y medio es tu cumpleaños, ¿te parece razón suficientemente especial, cariño? ¡Uy!, a mí me lo parecería, chica, ¡vete!

Eran las cuatro de la tarde, miré por la ventana del salón. Había dejado de nevar. Al ser domingo las carreteras estaban cubiertas de nieve, casi no había movimiento de coches que las despejaran, así que decidí ir andando. Me calcé las botas de oso y el forro polar, me encasqueté el gorro y me metí, en el bolsillo de los apretados jeans, los quince dólares que había separo para la ocasión.
—Hola, Jeannie.
—Hola, abejita.
Me senté en la barra. Saqué de mi bolsillo los quince dólares y los coloqué en el mostrador, frente a ella.
—Un-New-York, por favor —dije muy lentamente, vocalizando a la perfección el nombre.
Jeannie, tras reírse burlona un rato, se dio media vuelta y acercándose a la neverita giratoria me preguntó con misterio:
—¿Estás segura de que quieres probarlo…?
—¡Jeannie, tráelo de una vez! —grité impaciente porque me moría de ganas, salivaba como el perro de Pávlov. Llevaba meses esperando aquel momento, mi New York y yo nos íbamos a ver las caras por fin.
Jeannie se acercó con un platito, lo portaba ceremoniosamente con ambas manos, y tarareaba una facilona melodía de intriga.
—Y… ¡Ta-chaaaaaán! —exclamó Jeannie dejando el plato en el mostrador, bajo mi depredadora mirada.
Lo miré, lo volví a mirar, me acerqué el platito un poco más por si no lo estaba viendo bien y finalmente dije:
—Pero… Jeannie, tiene crema…
—Claro, abejita, el secreto del pastel New York es su crema.
—Jeannie, no me gusta la crema… —dije bajándome del taburete y con paso lento llegué hasta la puerta.
—Pero, abejita, ¡¿adónde vas?!
—A mi casa, a comerme un yogur.

18 ene 2010

Café vs Chocolate


—¡Hola, señora Elvira!
Levanté la cabeza del suelo y vi a Shayne bajándose de su bici frente a las escaleras de mi porche.
—¡Hey! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo fueron tus vacaciones de Navidad? —me hizo ilusión verlo, me encantaba aquel niño.
—Bien, fui a Princeton con mi madre, a casa de mis tíos. Estuve con Jesse, ¿sabes?
—Oh, eso suena divertido —dije con una sonrisa desde la puerta de casa, con el bote de sal en una mano y la taza de café en la otra.
—¿Qué haces? —preguntó mirando extrañado la sal.
—Bueno… pretendo quitar el hielo de la entrada porque ayer me caí —Shayne se rió—, así que con un poco de sal puede valer.
—Mi padre tiene un spray especial, lo utiliza para quitar la nieve del coche —dijo serio sujetando su bici con ambas manos.
—Sí, pero yo no tengo spray, no importa la sal de cocinar sirve también —al decirlo me sentí un tanto ridícula, porque me di cuenta de que un niño de diez años me estaba dando una lección de practicidad. Intenté cambiar de tema—: Oye, Shayne ¿no hace demasiado frío para andar en bici?
—Sí, pero mi madre está limpiando la moqueta y dice que si estoy en casa la voy a pisar, así que tengo salir por dos horas más o menos…
—Vaya… pues, creo que vas a pasar mucho frío —dije con pena.
Shayne levantó los hombros con gesto de: ya lo sé pero ¿qué quieres que haga?, después me preguntó:
—¿Qué es eso?
—¿Esto? —dije levantando la taza de café. Shayne asintió con la cabeza sin dejar de mirarla—. Es café —contesté.
—¿Está caliente?
—Mmm… sí, todavía está caliente.
—Está guay beber cosas calientes cuando hace frío —dijo mirando al suelo, luego levantó la cabeza y preguntó con intriga—: ¿En tu país hace frío? Y, y, y ¿nieva?, ¿nieva como aquí?
—Bueno, depende de las ciudades, en la mía no, no nieva casi nunca.
—Está guay la nieve, pero el frío no me gusta tanto —dijo volviendo a mirar al suelo.
Me dio pena verlo así.
—Hey, Shayne, ¿te apetece un vaso de chocolate caliente?
—¡Vale! —gritó tirando la bici hacia un lado y subió corriendo las escaleras del porche.
—¡No! —dije cortándole el paso—. Antes debes pedir permiso a tu madre, no quiero meterme en problemas.
—¡Vale! —gritó nuevamente mientras bajaba las escaleras tan rápido como las había subido. Se colocó en mitad de la carretera y empezó a vociferar—: ¡Mamá, mamá, mamaaaaaaaaaaá!
¿Tanto le costaba terminar de cruzar la carretera, entrar en su casa y hablar con su madre en un tono de voz medianamente normal?, pensé riéndome desde el porche.
—¿Qué demonios…? —preguntó la señora Harper saliendo por la puerta de su casa al escuchar los gritos de su hijo. La señora Harper era una mujer muy gorda, tenía el pelo grasiento, bastante largo, lo llevaba atado en una coleta baja, y a pesar de no llegar a los cuarenta años lo tenía completamente cubierto de canas. Por su gesto comprimido parecía estar de muy mal humor.
Shayne desde la mitad de la carretera, le preguntó si podía venir a mi casa a beber chocolate. Su madre me miró con desconfianza. Yo, a modo de saludo tranquilizador, levanté el bote de sal, cuando me di cuenta del error lo volví a bajar rápidamente y levanté la taza de café que estaba en la otra mano.
—Está bien —dijo mirando a su hijo con cara de pocos amigos, luego levantó la vista y dirigiéndose a mí añadió—: Cariño, cuando te canses de él, échale a la calle —y sin más volvió a entrar en casa.
A Shayne le faltó tiempo para correr hacia mi puerta y meterse directamente en mi salón. Una vez allí lo miró todo con curiosidad, bueno, en realidad, había poco que mirar. Estaba tan acostumbrada a las mudanzas que ya no tenía ninguna ilusión por decorar mis nuevos apartamentos. Así que un par de murales indios por aquí, una vieja butaca por allá frente a un pequeño televisor prestado y un escritorio, imitación a madera, contra la pared.
—¿Vives aquí sola?
—Sí —contesté entrando en la cocina—. Ven y dime qué taza quieres.
Abrí uno de los armarios y empecé a sacar todas las tazas que tenía. De San Francisco, de Las Vegas, de New York, una que decía: “yo estuve en el Gran Cañón”, dos de la universidad donde trabajaba, otra de Hollywood…
—Y ¿por qué no te casas? —preguntó Shayne detrás de mí.
—Bueno… no sé, imagino que porque nadie quiere casarse conmigo, ¿no? —dije sacando la última taza que tenía, era de Washington.
Shayne se acercó a mí y señaló la taza de San Francisco, era la más grande y tenía los dibujos en relieve, fácil elección para un niño.
—¿Es porque eres tan bajita? —me preguntó con absoluta seriedad mientras se sentaba en la mesa.
Me costó aguantarme la risa y le contesté que no creía que mi estatura fuera el problema de mi soltería.
—Ya… —dijo meditando—. ¿Sabes quién es Megan Fox? —le dije que sí con la cabeza mientras buscaba la leche en la nevera—. Ella es alta.
Cerré la puerta de la nevera muerta de la risa.
—Shayne, creo que entre Megan Fox y yo no sólo existe la diferencia del tamaño.
—Vale, pero ¿sabes quién es Sue Reed?
—No, ¿actriz? —pregunté vertiendo la leche en la taza de Shayne.
—No.
—¿Cantante?
—No, está en mi clase.
—¡Aaaah! —exclamé divertida, ¿cómo podría haberlo adivinado?
—Y ¿sabes quién es Connor Grant?
—No, Shayne, no sé quién es Connor Grant —dije esta vez cubriéndome las espaldas.
—Está en mi clase también. ¡No muy caliente, por favor! —se apresuró a decirme al ver que metía la taza en el microondas—. Sue Reed era mi compañera en el equipo de gimnasia y el lunes me dijo que se iba al grupo de Connor Grant.
—Vaya, lo siento, Shayne, y ¿Connor Grant es más alto que tú?
Shayne se puso en pie, se estiró todo lo posible y colocó su mano derecha como a un par de palmos sobre su cabeza diciendo:
—Así, es así, ¿ves?, así de alto.
—¡Ay!, pues sí que es alto, y ¿tú crees que Sue Reed se casará con Connor Grant?
Se sentó de nuevo resoplando y meditando la pregunta.
—Yo creo que sí… —contestó al fin en un tono desesperanzador.
Me conmovió, pronto empezaba a sufrir por amor.
Le preparé la taza de cacao vertiendo toneladas de chocolate líquido. Cuando Shayne vio la taza tan negra se le iluminaron los ojos de nuevo.
—¡Irayo! —exclamó excitadísimo.
—¿Irayo?, ¿es otro amigo alto que tienes en clase? —pregunté mientras me levantaba para prepararme otra taza de café.
Shayne se rió.
—¡Noooo! Irayo significa gracias en Na’vi.
—¿En dónde? —dije frunciendo el ceño mientras me acercaba a la mesa con la taza de New York rebosando café negro.
—En Pandora.
—¿Eh?, ¿como la caja?, ¿la caja de Pandora?
—¿Qué? —preguntó Shayne tronchado de risa sobre la mesa porque no entendía que no pudiera saber de qué me estaba hablando—. ¡Avatar! ¡La película Avatar que tiene idioma propio!
—Oh… la película, es que no la he visto.
—¡¿No?!, ¡es guay, señora Elvira, es guay! Mi tío nos llevó a mi primo Jesse y a mí al cine en Princeton, y, y, y —estaba tan emocionado contándomelo que hasta se le trababan las palabras—, la vimos en tres dimensiones con unas gafas guays, que te las pones y todo sale de la pantalla y te cae encima.
—¡Wow!, ¡qué miedo!, ¿no?
—No, no da miedo —dijo rápidamente para tranquilizarme, tapé mi risa tras la taza—. ¿Te la cuento?
—¡Claro! —me moría de ganas por escuchar a aquel niño contar una historia del mismísimo James Cameron.
Shayne se reclinó sobre la silla y se quedó todo tieso.
—Mira, así, así, ¿ves? —decía inmóvil con los brazos bien pegaditos al cuerpo—, así se mete Jack en una caja de cristal que la tapa se baja automáticamente, mira, hace así: sssshhhhhup —articulaba con la boca mientras que el brazo derecho fingía ser la tapa.
—Ya veo ya…
—Entonces, a Jack lo convierten en na’vi, que, que los na’vis son extraterrestres de otro planeta, ¿no?, que son azules y son súper, súper, súper altos.
—¡Vaya! ¡Entonces estarán todos casados!
—No sé… eso no lo dicen en la peli —contestó el pobre Shayne sin entender mi chiste—. Entonces Jack ya no es Jack, es, es, es, ahora es extraterrestre, es azul, y eso y llega allí, al otro planeta, Pandora y la chica...
—¿Sue Reed?
—No, tonta —me corrigió loco de risa—, Sue Reed está en mi clase, pero esta otra chica es una na’vi, y, y, y entonces luego se hace muy amiga de Jack y Jack ya no quiere volver a América.
—Vaya…
—¡Es que Pandora es guay! Entonces como Jack no quiere volver a casa, van a buscarlo y hay luchas y luchas y…
Shayne tardó en contarme lo de las luchas por lo menos una hora, que sí crash, pum, pugggg, boooom, pam-pam-pam-pam, nio, nio, crash, zup, zup, y la tapa de cristal que se abre otra vez y sssshhhuuuuup y se vuleve a cerrar sssshhhuuuuup, bang-bang, zip, zip y… ¡BUUUUGGHHH!

—Tienes que verla, señora Elvira —me recomendó Shayne recogiendo la bici al final de las escaleras del porche.
—Seguro, la veré, ¡adiós, Shayne! —dije desde la puerta.
—¡No!, hay que decirlo en el idioma Na’vi: ¡eywa ngahu!
—Oh, ¡eywa ngahu, Shayne! —dije con cuatro dedos de la mano izquierda en alto, separándolos de dos en dos.
—Eso no hacen en la peli —me recriminó serio mientras se montaba en su bici.
—¡Ops! —y escondí con vergüenza la mano tras mi espalda.
Antes de llegar a la acera de enfrente se paró, se dio la vuelta y con convicción me dijo:
—Mi abuelo dice que nos pasamos la vida creciendo así que, señora Elvira, no te preocupes, al final, te casarás.
—Irayo… —dije emocionada por tanta inocencia.

12 nov 2009

Betty

The love between a Father and a Daughter, por Keith Burns

Betty se levantó a las seis y media de la mañana. Su madre le había preparado la cafetera la noche anterior, sólo tenía que apretar el botón verde para que empezara a funcionar y pudiera tener el café caliente. Estaba muy nerviosa. Se apretó el estomago cuando fue a coger una rebanada de pan de pasas con canela. La sostuvo un momento y la volvió a dejar. No tenía demasiada hambre. Estaba muy nerviosa. Se alisó el camisón y miró a su alrededor. Siempre tomaba una rebanada con mantequilla de cacahuete, pero si hoy no tenía hambre no sabía qué podría hacer. Se volvió a alisar el camisón. Se contó los dedos de la mano, tenía cinco en una y otros cinco en la otra, repitió la operación no fuera a haberse equivocado. No, realmente eran diez en total, tenía diez dedos. Estaba muy nerviosa. Saltó la lucecita verde de la máquina de café. Ya lo podía retirar, su madre se lo había explicado así. El café estaba preparado. Abrió el armario y buscó su taza amarilla con motas naranjas. A Betty le encantaban los colores fuertes y las motas. No la encontró. Su taza no estaba en el armario. Dónde estaba su taza. Se alisó el camisón. Estaba muy nerviosa. Con los nudillos de su mano derecha se golpeó la cabeza. Dónde, dónde, dónde, dónde está. Agitó las manos al aire y gritó. Su madre apareció en la cocina asustada. Betty no parecía verla. No parecía ver nada. Dónde, dónde, dónde. Se agarró de un mechón de pelo y estiró con rabia de él. Se lo arrancó. Su madre se apresuró a la fregadera. Al encontrarla la limpió y la secó. Se la dio. Aquí está, aquí está, cariño, dijo dándole la taza a su hija lamentándose de no haberla fregado por la noche. Se le olvidó. O quizá no la habría visto, sí, seguramente lo segundo, porque cómo se le podría haber olvidado sabiendo cómo se ponía Betty si no la encontraba en su sitio. Su madre la sentó junto a la mesa. Desayunaron juntas. Al terminar Betty se acarició la calva que se había dejado junto a la sien. No se te nota, cariño. Te voy a hacer una coleta, con el pelo hacia atrás. Su madre se levantó y peinó el pelo de su hija con las manos. Ves, no se te nota, estás preciosa.

Betty se levantó y contó hasta siete antes de dar el primer paso. Su madre la acompañó al dormitorio y le preparó sobre la cama el vestido que debía llevar. Era azul con florecillas rojas y blancas. Dejó junto a la puerta los mocasines rojos. Betty guardó los mocasines rojos y sacó los blancos con motas negras. Su madre guardó los mocasines blancos con motas negras y sacó de nuevo los rojos. Betty guardó los mocasines rojos y sacó los blancos con motas negras. Su madre, en absoluto silenció, volvió a tomar los mocasines blancos con motas negras para guardarlos. Betty se alisó el camisón. Se zarandeó de un lado a otro como si fuera un péndulo. Su madre abrió el armario y los guardó. Betty se golpeó el pecho y gimió. Está bien, dijo vencida su madre. Terminó de peinarla en la salita, junto al viejo piano de la abuela. Adornó la coleta con un llamativo lazo fucsia. La miró de frente. Con sus manos le aplastó el volumen. Era difícil manejar aquel pelo tan rizado.

Su madre, en el porche, le cruzó el bolso por el hombro. Siempre era más seguro llevarlo así. Le atusó la rebeca azulona y le dio la mano.
–¡Hey, Betty!, pero qué guapa estás hoy, ¿adónde vas? –preguntó la señora Butler desde su porche con una taza de café.
–Vamos a la estación de autobuses porque se va a Huntington, a ver su padre –contestó su madre sin poder ocultar cierto nerviosismo.
–Oh, ¡buen viaje, cariño!
Betty agitó la mano desde la acera de enfrente y gritó sin cesar: gracias, señora Butler, gracias, señora Butler, gracias, señora Butler.
Su madre miró el reloj y apretó el paso. Llegarían a la estación en poco más de veinte minutos. Casi con una hora de antelación. Pero la madre de Betty siempre sentía llegar tarde a todos los sitios.
Betty se despidió de su madre por la ventanilla del autobús. Su madre desde fuera le hacía el gesto de que comiera. Betty miró la bolsa que su madre le había dado. Había tres zanahorias, un huevo cocido y pelado con un poco de sal y mostaza. No había un sándwich. A Betty no le gustaban los sándwiches. No entendía por qué había que meter la comida entre pan. El autobús arrancó. La madre de Betty lo siguió unos metros saludando con la mano a su hija que no dejaba de mirarla por la ventanilla. Betty se alisó la falda del vestido. Con la punta de los dedos se daba golpecitos en la frente. Estaba nerviosa. No le gustaba ver a su madre llorar. El autobús salió de Parkersburg.
Por el camino Betty contó trecientos sesenta y siete coches rojos, doscientos cincuenta y cuatro amarillos y ciento ochenta y tres verdes. Vio muchos grises pero no los contó. No le gustaba el gris. Al cruzar Charleston empezó a contar los camiones. Pero sólo los camiones que trasportaban troncos. Los de vigas o líquidos inflamables no le gustaban. Comió sus zanahorias. El señor de la visera de los Mountaineers la miraba. Estaba sentado en la fila de atrás. Betty hacía mucho ruido comiendo porque Betty no cerraba la boca.
–Disculpe, señora, podría… ¿señora?, ¿señora?
Betty no se dio la vuelta. Su madre le había repetido muchas veces que no debía hablar con nadie. Dejó de comer. Miró al frente. Se alisó dos veces la falda de su vestido. No quería hacer ruido al respirar. Si no hacía ruido podría convertirse en invisible y así el señor de la visera dejaría de llamarla. Y sí, el hombre de la visera dejó de llamarla. Enseguida se dio cuenta de que Betty era diferente.
El autobús aparcó en la vieja estación de Huntington, parecía estar anclada en los años cincuenta. Betty bajó del autobús cruzándose el bolso. Recordó las palabras de su madre. Era más seguro llevarlo de aquella manera. Se quedó de pie junto al autobús. No le gustaba andar entre la gente. Eso la ponía muy nerviosa. Su padre la vio. Se acercó a ella y la abrazó. Su pequeña niña. Su pequeña niña de treinta y siete años. Betty estaba tan contenta. Le mostró su lazo fucsia y sus mocasines blancos de motas negras. A su padre le encantaron. Estaba emocionado. Hacía casi seis mese que no la veía, quizá por un poco todo. Se montaron en la camioneta. Betty abrió su bolsa y ofreció a su padre la mitad del huevo cocido con sal y mostaza.

Aparcaron frente a la casa. Al subir las escaleras del porche, se encontraron con Elvira que salía en ese momento.
–¡Buenos días, Fred! –dijo la joven vecina cerrando su puerta.
–Chica, déjame presentarte a Betty, mi hija, acaba de llegar de Parkersburg.
Betty agachó la cabeza, no le gustaban las personas nuevas. Se zarandeó hacia delante y hacia atrás. Se apretó el lóbulo de la oreja y se alisó dos veces la falda del vestido.
–Hola, Betty, ¿cómo estás? –dijo Elvira con su fuerte acento extranjero.
A Betty le gustó la voz de Elvira. Levantó la cabeza y seria le respondió.
–Hasta Charleston he visto setecientos noventa y cuatro coches de colores, pero no los grises porque el gris no me gusta. Después de Charleston, he visto once camiones de troncos.
–No le gustan los de vigas ni los de líquidos inflamables –explicó Fred a su vecina.
–No sabía que tuvieras una hija, Fred –dijo Elvira con cierta ternura.
–Sí, vive con su madre. Es mi princesa, mi verdadera princesita –dijo Fred besando a su hija en la cabeza–. Ella también es mi princesa, ¿sabes? –susurró al oído de Betty señalando a su vecina–, la adopté cuando vino de fuera para no echarte tanto de menos, mi vida…

On the road

Estábamos cruzando West Virginia en coche, pronto llegaríamos al estado de Virginia. No lo sabía con certeza pero habían pasado casi dos horas, así que seguro que estábamos cerca. Me quité las botas de oso como las llamaba él, y me senté a lo indio. Iba de copiloto, me encargaba de la música, del abastecimiento de agua y de chocolatinas y de leer los mapas. Nunca he sabido leer un mapa de carretera, aun él sabiéndolo no dijo nada cuando con entusiasmo le propuse que yo me encargaría de ellos.
—¿Cuándo dejamos la 64? —preguntó con una mano al volante y buscando ciego con la otra la botella de agua que le estaba ofreciendo.
—Uy, pues casi en Washington. De la 64 a la 66 que nos lleva directamente a la Avenida Constitución ya dentro de la ciudad.
Mentira. Aquello no era así, no iba a resulta tan fácil, y lo decían claramente los mapas. La 64 no se juntaba con la 66 en ningún punto de los Estados Unidos. Pero el ser una analfabeta de carreteras implicaba meter la pata hasta el fondo y terminar perdidos por la 95 dirección Miami, pero esto no lo supimos hasta casi tres horas más tarde.
—Oye, loco, ¿un café?
—Pues igual sí, ¿no?
—Vale, marca que a dos millas hay una estación de servicio —dije desdoblando un tercer mapa. Estaba enterrada entre líneas de colores que cruzaban estados, de los cuales no sabía ni sus nombres.
—¿Washington pertenece al estado de Viginia?, ¿no?
—¿Virginia? —pregunté con cierta duda—. No, al de Maryland, ¿no…? —lo cierto es que no lo tenía nada claro.
—Ni puta idea, Washington DC… —reflexionó en voz alta.
—DC, sí, Distrito Federal.
—¡Ostia, pava! —gritó muerto de la risa—, ¡¡ostia, qué graveeeeeeee!!! —seguía riéndose— ¡DC!, ¡de-ce, no efe o fe según tú! ¡Eso es México, México DF!
No le pudo contestar porque estaba hecha una bola en el asiento muriéndome de la risa. Esas meteduras de pata eran muy mías, y lo peor de todo es que me quedaba más ancha que larga después de soltar semejante barbaridad.
—Así que me sonaba fatal… —dije finalmente a modo de absurda justificación sin parar de reír—. Bueno, pues ¿qué es DC, listo?, ¿eh?, que eres un listo, ¿a ver?
—Distrito de Columbia —dijo fingiendo cierta soberbia porque sabía que me acaba de ganar por goleada—. Lo que no sé es si eso es un estado —y me miró con ganas de que le sacara de dudas.
—¿¿Y me lo preguntas a mí??
Los dos nos reímos de nuevo. Los mapas que tenía encima crujían al compás de mis carcajadas. Él pareció calmarse de repente y dijo con una fría sonrisa en los labios:
—He sido un amigo de mierda, ¿eh, chiquitina?, llevo años siendo un amigo de mierda, pero no pretendo compensarte con esta visita, con el viaje, digo, pero, no sé, tía, no sé... me gusta vernos así, descojonarnos por tonterías nuestras.


Conocí a Gaizka con trece años. Me acuerdo perfectamente de ese momento. Era junio y Jaime y yo nos íbamos a inscribir en el campamento de verano.
—Éste es Gaizka, mi amigo del equipo que te dije que vendría al campamento con nosotros —me dijo Jaime a modo de presentación—, y ésta —dijo, esta vez a Gaizka, señalándome a mí— es Elvira, amiga mía y, bueno, es maja.
¡¡¡¿Y, bueno, es maja?!!! ¿Ya? ¿Nada más? ¿Y qué pasaba con mis tetas? Tenía una noventa de pecho desde los once años, y apenas alcanzaba el metro y medio, ¡era el sueño de cualquier treceañero onanista!
En fin, si entonces hubiera analizado el concepto tan asexuado que Jaime tenía de mí, me habría ahorrado muchos disgustos.
Gaizka hizo un gesto como de saludo con la cabeza y luego se puso a explicar no sé qué cosas sobre fútbol a Jaime, los dos se partían de risa. Dejé de existir. Era una enana de tetas inmensas que forzaba la risa para no sentirse marginada.
Aproveché un segundo que Gaizka se acercó a la papelera para tirar el envoltorio de la palmera de chocolate, que se acaba de comer, para agarrar a Jaime por banda.
—Yo no quiero que este tío venga con nosotros —Jaime me puso cara rara—, es que es un poco chulito.
—No digas paridas, es un descojono de tío. Joder, cuando te pones en plan moñas no hay quién te aguante, qué chorra eres.
Cuando te pones en plan moñas no hay quién te aguante, qué chorra eres, creo que a este último concepto también le tendría que haber dado un par de vueltas mucho tiempo antes.
—¿Eres chorra? —me preguntó inocentemente Gaizka que ya estaba de vuelta.
—No, claro que no —dije muy poquito convencida.
—Pues yo soy mogollón de chorra, todo el mundo me lo dice, éste también —dijo dando un golpe en el pecho a Jaime— pues sí, soy un chorra pero es mejor que ser un vinagres como éste —y volvió a darle a Jaime en el pecho riéndose como un loco, después añadió—: Oye, tía, vaya tetas que tienes, ¿no?
Sí, señor, ahí empezó una larga y sincera amistad pero sincera de verdad.


Lo miré.
—Pero ¿tú qué dices, subnormal? —dije tirando al suelo del coche todos los mapas, empezaba a estar harta de ellos.
—Ya sabes a qué me refiero, no he estado ahí últimamente.
—Normal, llevo más de siete años dando tumbos por el mundo, si hubieses estado ahí serías el mismísimo espíritu santo convertido en paloma.
—Elvi, joder, ya sabes…
—¡Anda, calla! ¡No seas pesado! —grité.
Estaba más que convencida que las amistadas que no fallaban nunca era porque no habían durado lo suficiente para cagarla. Pero si tienes tiempo la cagas y bien además. Así que yo me quedaba con eso, con los casi veinte años de amistad, con la opción de hacerlo mal porque estadísticamente es lo que toca y porque sólo unos pocos privilegiados pueden cagarla. Y Gaizka y yo, se mire como se mire, éramos unos privilegiados.
—¿Preparado? —le pregunté cambiando de tema. Saqué el CD de Amaral y metí uno nuevo.
—¿Eh?, ¿para?
No le contesté, seleccioné la última pista del CD y empezó a sonar Tonight is what it means to be young.
—¡Ostias! ¡Ostiasssssssssss! ¡Street of fire!
Nos miramos y a los dos pareció poseernos un algo infernal. Gaizka aceleró, yo empecé a dar botecitos en el asiento con las manos en alto mientras intentaba ajustarme al estribillo con mi: guichi son for de night magic chubi yong. A Gaizka no pareció importarle mi carnicería con el inglés, incluso lo agradeció así él pudo empezar sin complejos con su: over, over bifor is nouguin to go to nait. Al ritmo de la frenética batería, saludaba como una loca a los camioneros que adelantábamos. Ellos me miraban desde sus colosales cabinas sin poder evitar reírse. Gaizka empezó con su singular coreografía de cuello, para‘lante y para’trás. Lo imité sin dejar de mover al libre albedrío mis brazos. Cómo gritábamos, qué histeria a dúo tan poco canalizada, qué gozada, realmente qué gloria de catarsis.
La canción terminó pero seguíamos riéndonos contagiados por la energía de Calles de Fuego.
—Jo, Gaizka, ¿qué me dices ahora?, ¿eh? Disfrutando de la carretera americana, a nuestro aire por la 95 —dije justo después de ver un cartel con el signo de autopista interestatal en blanco y azul con ese número—, camino a Washington…
—¿Cómo 95? —preguntó serio.
—No sé, ponía ahí 95.
—Richmond siete millas—leyó en voz alta al pasar por debajo de un enorme cartel que lo anunciaba—. Busca Richmond en el mapa, Elvi.
Me agaché para recoger todos los mapas que había tirado antes.
—¿Ruckersville?
—No, Richmond —corrigió Gaizka un tanto sorprendido de que hubiera confundido ambos nombres, no se parecían en nada, pensó.
Pasé mi dedo por la ruta que se suponía que teníamos que haber seguido, y pronuncié el siguiente pueblo.
—¿Culpeper?
—¡Noooooo! ¡Richmond! Elvi, ¿qué ostias andas? ¡Richmond!
Me entró la risa. Hay gente responsable pero no es mi caso, y me entró la risa porque tuve claro que no sabía ni dónde me daba el aire. Lejos de agobiarme me reí como una idiota zarandeando el mapa sin sentido.
—Lo siento, Gaizaka, lo siento, es que viene todo tan pequeñito que me lío al verlo… —intenté disculparme al ver su cara de pocas bromas.
Llegamos a una gasolinera y Gaizka cogió el mapa para aclararnos, por fin, dónde estábamos.
—Aquí, tía, estamos aquí, Richmond en la 95. ¡A tomar por culo de la ruta!, porque no era la 64 sino la 29 a la que debíamos habernos desviado, pavita pura, que eres un mito de puta madre, tía.
Lo miré fingiendo cara de afligida porque lo sentía un tanto cabreado, pero lo cierto es que me estaba costando mucho aguantarme la risa.
—Venga, Gaizka, bah, no me seas vinagres tú ahora, ¿eh? ¿Sabes lo que vamos a hacer? —hice una pausa para ver si su cara cambiaba de rictus, pero no lo estaba consiguiendo—, vamos a buscar un Motel al más puro estilo Norman Bates, con madre loca y todo.
—Bueno, loco él, porque su madre estaba muerta, la pobre.
—Ah, sí… entonces, ¿de quién era la madre loca?
—¿De Carrie? ¿Sthephen King?
—De ésa… —dije con gesto pensativo con los dedos en el mentón, rememorando la escena de la sangre de cerdo—, qué mala era, ¿eh?, qué mala…
—Estás como una puta cabra, tía —dijo riéndose y devolviéndome el mapa—. Anda, toma, guárdalo, que el viaje no ha hecho más que empezar…