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6 oct 2024

Bucolismo en un biplaza

 

Dos viejos comiendo sopa de Francisco de Goya (Museo del Prado, Madrid)

—Podría haber venido Joan, ¿no? Digo yo que también será su casa.

—Beatriz, tienes un biplaza, ¿lo habrías metido en el maletero?

—Mira, Elvi, no vas a conseguir que me sienta culpable por tener un nuevo BMW. ¿Por qué todos los comunistas sois así? ¡Jodeos por vivir en la inmundicia, no es nuestro problema! ¿Tú no eres feliz con la chatarra de tu amiguita Almudena?, os la presta a todos, ¿no?, esa antigualla verde metalizada que ni sé cómo no está en el Museo Arqueológico, ¡cualquier día os matáis en ella! Sois unos inconscientes, pero, claro, en eso radica ser roja, ¿verdad?: en ser una inútil, no facturar y, culpando al sistema capitalista, decir que lo tuyo es mío y lo mío ya veremos, ¡lo mío ya veremos!

—Beatriz, este coche te lo acaba de comprar tu padre.

—¿Y qué quieres decir con eso?

—Nada, no quiero decir nada. —Suspiro y sigo mirando a la carretera.

—Si lo que tienes es envidia, chica, le digo que te compre otro a ti.

Me mira con sorna y nos reímos. Tener de vuelta a Beatriz en mi vida es volver a contemplar la vida desde otra perspectiva y eso me divierte. Lo cierto es que la había echado mucho de menos. La personalidad de Bea encendía cada momento que comparto con ella. Sí, es cierto, tengo envidia, no precisamente de su caprichoso BMW Z4 sino de su fuerza y seguridad en sí misma. Podía convencerte del mayor disparate jamás contado solo por cómo lo estaba exponiendo, te llevaba a su terreno con tal zalamería que nunca nadie le negaría nada. Y por ese motivo le había pedido que me acompañara. En la búsqueda de nuestra casita de campo, Joan y yo habíamos visto una en la Sierra del Segura. En realidad, se trataba de una casona derruida y un establo en medio de la nada, sin embargo, la podíamos pagar y ya veríamos cómo sacarla adelante. Aun así, queríamos bajar el precio, cuanto más pudiéramos reservar para la reforma, mejor. Y nadie como Beatriz para negociar una venta y salir ganando.

Llegamos y Bea sale del coche con coquetería poniéndose las gafas de sol y sonriendo al hombre de la inmobiliaria que espera frente al terreno. A mí me cuesta algo más, enseguida me doy cuenta de que desencajarme de aquel deportivo no iba a ser cosa fácil. Primero me agarro con una mano al techo, pero así, mis cortas piernas no alcanzan a tocar el suelo, así que las vuelvo a meter; esta vez me sujeto a ambos lados de la puerta, en cruz, y con impulso saco las piernas y de puntillas toco el suelo, sintiendo tierra firme voy arrastrando el culo hasta ponerme al filo del asiento, pego un salto y salgo con un gritito.

—Es discapacitada —señala Beatriz al hombre quien no deja de mirarme perplejo.

El hombre nos muestra la casa. La miro desde fuera y decepcionada digo:

—No tiene porche.

—¿Porche?, no tiene paredes... —añade Beatriz.

—Señoras, estamos ante una finca rústica con casi diez mil metros cuadrados de terreno. Podrán poner los porches que deseen una vez sea suya.

—A mí no me mire, la que quiere estas cuatro piedras es la tullida.

Sonrío al señor y él, acercándose, empieza a dibujar en el aire el plano de una supuesta casa de tres plantas conectada con el establo a través de un pasillo exterior de cristal.

—¿Lo ve? —me pregunta.

—Lo veo, lo veo —y vuelvo a sonreír con la misma condescendencia que antes.

Beatriz entra en conversación y con verdadero encanto le hace ver al gestor que semejante reforma triplicaría el gasto que había previsto, él parece entenderla, no obstante, le asegura que el terreno en sí ya vale el precio fijado. Me alejo de la discusión y camino sin rumbo, sigo un sendero que parece haber sido marcado por pisadas de ganado. A unos trescientos metros veo una casita. Me acerco, está a medio vallar, bastante descuidada, diría que abandonada. El ladrido de un perro me asusta y me alejo unos pasos, pero al ver un juguetón Border Collie, me acerco de nuevo. Hola, le digo, ¿vives aquí?

—¿Esperas que te conteste? ¡Es un perro!

Levanto la cabeza y en la entrada de la casa hay una vieja sentada en lo que parece una silla roñosa de playa.

—¡Hola! —saludo gritando—. ¡Pensaba que la casa estaba abandonada!

—Estoy medio ciega no sorda, deja de gritarme de esa manera.

—¡¡Lo siento!!

—Y dale… Anda, entra antes de que me sangren los tímpanos.

Abro una destartalada puerta de madera con alambre y entro en su terreno. Junto al perro, atravieso un pequeño jardín lleno de maleza.

—Hola —digo al llegar a la entrada.

—Hombre, sabes hablar en un tono normal.

—¿Vive usted aquí sola?

—¿Te parece que mi perro no es suficiente compañía?

—No, no, claro, o sea sí, sí, un perro lo es todo. Yo tengo un gato.

—Odio los gatos.

—Vale.

—¿Qué haces aquí?

—Usted me ha dicho que entrara porque estaba gritando demasiado.

—Esta conversación va a ser larga… Que qué haces aquí, en medio de la nada.

—Ah, he venido a ver la finca de arriba, igual la compro.

—¿La finca de los Gallardo? ¿Por qué?

—Mi chico y yo queremos dejar la ciudad, hay muchas cosas que ya no entendemos de ese estilo de vida.

—Ya. ¿Y creéis que vais a entender el estilo de vida del campo?

Levanto los hombros.

—No lo sé, pero parece un mejor lugar para vivir, más bonito.

La vieja suelta una fuerte carcajada.

—¿Más bonito?

—No quiero decir la apariencia, sino me refiero a bonito en esencia, todo aquí es más puro.

—¿Puro? ¿Quieres que te cuente algo puro? —Vuelvo a levantar lo hombros y la vieja comienza—: Mi marido murió hace cuatro años, aquí, en esta casa. Se levantó mareado, que no quería café, me dijo. Bueno, pues tómate aunque sea un poco de zumo, te hará bien. Se desplomó en la cocina. Los Gallardo habían dejado la finca hacía casi 20 años y los Benjumeda se habían ido a pasar la pandemia a casa de su hijo mayor. Me quedé sola y aislada, sin poder conducir por esta ceguera que tengo. Los servicios de emergencia, con la que estaba cayendo, aparecieron diecisiete días después. Diecisiete días conviviendo con mi marido muerto. Dime, guapa, ¿te parece bonito?

Beatriz me ve aparecer a lo lejos.

—¡¿Dónde te habías metido?! ¡¿Sabes que hay animales salvajes por aquí?!

Me acerco y contesto que lo siento, que estaba por ahí, que se me fue el tiempo. Beatriz me agarra por el brazo y al oído me susurra que ha conseguido bajar veinte mil euros del precio.

—No la quiero —le digo.

—¿Cómo que no la quieres? ¿Estás loca? No vas a encontrar nada mejor. ¿Por qué no la quieres?

—Porque no tiene porche. Vámonos.

 

 

13 abr 2024

Terror en la Mancha (II)

 

Fotograma de Los tres cerditos de Walt Disney

Nota: Este relato es la continuación de Terror en la Mancha (I)

Me acomodé la almohada bajo la cabeza y estiré el brazo sobre el pecho de Joan. Quería cosquillitas. Por lo blanco y en círculos, le indiqué. Con la primera caricia ya tenía piel de pollo, él se rio no sin recriminarme que lo trataba como a un esclavo. Los dos, boca arriba sobre la cama, mirábamos las enromes vigas de madera que por alguna mala decisión habían sido pintadas de blanco.

—¿Por qué? —pregunté—. Me asusta la incapacidad de la gente para valorar lo original. Creo que la belleza de lo genuino es insustituible y, sin embargo, mira el desprecio constante que se ejerce sobre la propia pieza de arte. Sí, es una viga, ahora es una viga, ahora. Aunque sabemos que eso no es cierto en origen, el arte es una mentira que nos acerca a la verdad, ¿fue Picasso quien dijo esto?, creo que sí, ¿y a qué se refería? A la narrativa. Narrativa, Joan. ¿Qué es la vida si no pura narrativa? Ocultamos la esencia de nuestra existencia bajo falacias encajadas a martillazos en una sociedad que nos empuja a ello. ¿Por qué mostrarnos tal y como somos?, ¿qué sentido tendría?, ¿a quién le interesan los oleos en blanco? Bueno, sí, al Guggenheim, pero dime, dime, Joan, ¿cuántas vidas han sido pintadas de blanco cual cutres vigas de diseño escandinavo? ¿Cuántas?

Joan se incorporó sobre la cama y serio me preguntó:

Guess my fart?

—Prrr-prrrrff —contesté con la misma seriedad.

Joan se lo tiró y el sonido fue exacto al de mi interpretación. Los dos morimos de risa. Nuestra vida de pareja transcurría entre disertaciones filosóficas y pedos.

Sin embargo, la risa se nos cortó de cuajo al oír un fuerte golpe en la planta de abajo.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté.

—No sé.

—Ve a ver.

—¿Yo? ¿Por qué yo?

—Porque eres el hombre.

—Y dijo la feminista quemando su sujetador.

—Vale, vamos los dos, pero tú delante.

—Cariño, pensemos. No es necesario bajar, habrá sido la madera crujiendo.

—¿Desde cuándo la madera cruje como si la estuvieran demoliendo?

El ruido se repitió. Me agarré del brazo de Joan quien se había colocado frente a la puerta.

Vale, llama a la policía —me ordenó.

—¿Cómo?, ¡si no hay cobertura!

—¡No grites!

—¡¡No grito!!

—Van a oírnos.

—¿Quién…? —pregunté esta vez susurrando.

—Bloqueemos la puerta —dijo.

—¿Para qué…?

—Para que no entren.

—¿Quién…?

—Los que están abajo.

—¿Los? ¿Cuántos crees que hay?

—Pondremos la cómoda y las dos mesillas y también esa butaca, ¡trae la butaca!

—Amor, no puedo coger peso, ya lo sabes, mi glaucoma… Tampoco debo estresarme.

—¿Pero qué haces ahí? —espetó al verme en el suelo.

—Tumbarme boca arriba con los brazos en cruz y las piernas un poquito en alto va bien para la tensión ocular.

—Cariño, cariño, cariño, cariño, por favor, escúchame, escúchame bien: vamos-a-morir.

—Amor, ya lo tenemos hablado, morirme no me importa, pero sí quedarme ciega, no puedo perder el ojo que me queda —dije y volví a mi postura en el suelo.

No fue un nuevo estruendo en el piso de abajo, sino dos, tres, cuatro y hasta cinco seguidos. Quien estuviera en el salón lo estaba destrozando. Me levanté tomando conciencia de la situación.

—Joan, vamos a morir… —musité.

Joan me abrazó e intentó tranquilizarme, me aseguró que si nos encerrábamos en la habitación no pasaría nada, lo repitió una y otra vez hasta que empecé a reaccionar. Acerqué la butaca y las mesillas. Joan las iba dejando sobre la cómoda que ya había colocado bloqueando la manilla. Los dos observamos el resultado, estábamos agarrados de la mano y en silencio pensando, muy probablemente ambos, que de una patada aquel parapeto se vendría abajo sin esfuerzo. Acabábamos de construir nuestra casita de paja, el lobo no tardaría en llegar y soplaré y soplaré y… La luz se fue. Grité. Me aferré a Joan. En bajito me dijo que teníamos que mover el armario. Con la linterna de su móvil me dio indicaciones. Los dos arrastramos el armario un par de metros. Después, alumbró la puerta y me pidió que retirara los muebles ya asentados, le obedecí mientras él seguía acercando el armario. Entre los dos le dimos la vuelta y lo empujamos contra la entrada de la habitación, luego pusimos de nuevo la cómoda y encima de ella la butaca y las mesillas. Así, los dos cerditos observaron su casita de madera, yo no le temo al lobo feroz…

En el coche sonaba Come to life de Arthur Russell. Hacía veinte minutos que Joan conducía de vuelta a Madrid.

—Sigo pensando que no debemos pagar nosotros los desperfectos del piso de abajo —dije.

Joan bajó la música y contestó:

—No voy a ser yo quien discuta con esa mujer. Pagaremos y ya está. Solo quiero olvidar esta noche.

—No nos lo dijo, Joan.

—No, no nos lo dijo, pero ella asegura que sí y no hay manera de probarlo. Ya está.

—¡Qué energúmena! ¡Menudos gritos! Como si fuera culpa nuestra, ¿qué quería que hiciéramos si no sabíamos nada? Claro que nos habló de las mantas, de las toallas, del café… ¡incluso del wifi cuando se lo pregunté!, ¡pero nada de la puerta trasera! Oh, sí, da a un jardín sin acotar, ¡cuidado con la Serranía! No, perdona, ¡cuidado con lo que hay en la Serranía!

Joan sonrió asintiendo con la cabeza.

—Cariño, ya está, si dice que nos advirtió de que no cerraba bien esa puerta, pues ya está. Si dice que nos avisó de que la Serranía estaba llena de jabalíes hambrientos, pues ya está. Y si dice que dos más dos son cuatro y que la culpa es nuestra, pues ya está. No lo voy a discutir, de verdad, no lo voy a discutir.

Joan además de tirarse pedos sabe vivir la vida apartando las piedras sin ni siquiera tocarlas. Yo, en cambio, soy de ir metiéndomelas una a una en la mochila.

—No nos lo dijo… —volví a alegar—. No pienso pagar, que lo haga su seguro privado que no dudo que tendrá uno como buena capitalista.

Joan soltó una carcajada.

—Bueno, entonces lo de mudarnos al campo lo retrasamos, ¿no?



 

18 feb 2024

Terror en la Mancha (I)

 

Hirce de Carmen Mansilla

En el coche sonaba Bury a friend de Billie Eilish. Hacía veinte minutos que Joan conducía por territorio manchego. Habíamos alquilado una casita en la Serranía de Cuenca. No trabajar los viernes me daba cierto margen para salir, sin prisas, de Madrid los fines de semana y retomar los lunes de la ciudad con otra perspectiva. Joan podía dibujar donde quisiera.

—Habrá que ir pensándolo —dijo.

Bajé la música.

—¿Pensar qué? —pregunté.

Sonrió sin dejar de mirar la carretera.

—Ya sabes qué.

—No tengo ni idea a qué te refieres —y subí la música de nuevo.

Dejar Madrid y trasladarnos a la sierra manchega, a una casita en mitad de la nada, era algo que nos rondaba la cabeza. Que Joan se dedicara a tiempo completo a sus dibujos y que mi ceguera me impidiera caminar cómodamente por una abarrotadísima ciudad, había plantado sobre la mesa unos planes que años atrás se concebían como una simple idea bucólica. Dar luz verde a la mudanza significaba asumir aspectos de mi vida a los que todavía no quería, o podía, enfrentarme. Prefería no abrir la caja, que el desorden dentro siguiera campando a sus anchas, no me importaba.

Joan aparcó el coche frente a una pequeña casa de dos pisos de piedra. Junto al portón de entrada había un todoterreno. Salí del coche y me estiré cual gato antes de ser cogido en brazos. “¿Hola?” dije acercándome al todoterreno. Eché un vistazo a su interior, no había nadie. Me di la vuelta e hice un gesto de incertidumbre a Joan, él me lo devolvió. Luego abrió el diminuto maletero y sacó las dos mochilas.

—Tenemos que comprar un coche, esté último que hemos alquilado no me convence —dije.

—Pensaba que eras comunista. —Comenzó a imitar mi voz—: Nada de propiedades, amor, nada-de-propiedades.

—¡Quiero el divorcio!

—No estamos casados, las comunistas tampoco creéis en la institución del matrimonio. 

Me reí y le solté cuatro improperios.

—¿Elvira?

Detrás de mí apareció una mujer menuda de apenas cuarenta años. Me cogió por los hombros y me dio dos besos.

—Sí —contesté desconcertada. Con disimulo me limpié las mejillas porque la sensación aberrante que se me impregnaba al ser tocada por desconocidos iba en aumento con los años.

—¿Un viaje largo? —preguntó acercándose esta vez a Joan.

—No, no, no ha llegado ni a dos horas. Venimos de Madrid.

La mujer le extendió la mano y Joan se vio obligado a dejar las mochilas en el suelo.

—Cierto, que vosotros sois la pareja de Madrid. Bien, ¿entramos?

La mujer empujó el portón y nos dejó pasar primero. A primera vista me recordó a la casa de Sabina, la madre de Almudena, aunque la suya era bastante más grande.

—He llegado esta mañana para abrir ventanas y airearla un poco. Hace casi tres semanas que no la alquilábamos. Olía a cerrado, ya me entendéis.

—Claro. —Sonreí.

—Bueno, es muy sencillo. Abajo: cocina, salón comedor y servicio; arriba: tres habitaciones y cuarto de baño. ¿Eres comunista?

—¿Perdón? —exclamé absolutamente contrariada.

—Antes. Os he oído.

—Ah, eso. Es una broma entre nosotros.

—Ya. —Ladeó la cabeza y me sonrió rígida—. Bromear con eso con la que está cayendo en este país hoy en día es peligroso, ¿no crees?

Eché una rápida mirada a Joan quien recogió el testigo y cambió de tema como buen Virgo que es.

—Veo que la cocina tiene puerta trasera.

—Así es. Conecta directamente con el jardín. La casa dispone de doscientos metros de terreno, pero como os habréis dado cuenta no están acotados. Dibujad los lindes en vuestra cabeza y respetad del resto de la Serranía.

—Por supuesto, lo haremos, no te preocupes —contestó Joan con esa candidez que enamora a todos.

La mujer nos explicó el funcionamiento de la chimenea. Nos mostró donde se guardaban las mantas y las toallas y nos aclaró que la cafetera era de cápsulas, las cuales estaban en el tarro grande de cristal junto a la máquina.

—¿Y el wifi? —pregunté.

—¿A qué te refieres?

—La contraseña del wifi, si nos la pudieras dar, pues...

—No hay wifi. —Hizo una mueca expresando obviedad y nos explicó que en la zona casi no había cobertura.

Saqué el móvil del bolsillo trasero del pantalón y efectivamente marcaba con una equis roja la línea de 4G.

Cuando la vi alejarse en su todoterreno respiré aliviada.

—¿No te ha parecido rara esta mujer? —Pero preguntar a Joan sobre aspectos humanos era como pedirle a un pez que subiera a un árbol.

Lo vi deshacer su mochila, meter la comida en la nevera y proponerme dar un paseo. Accedí, aunque caminar entre naturaleza no fuera uno de mis mayores placeres. Lo único que me seducía de vivir en una casa en la montaña era que podría mantenerme alejada del ser humano, sin embargo, rechazaba todo aquel beatus ille.

Al volver a la casa, sugerí hacer algo sencillo para cenar, pensaba en una ensalada de pasta o un picoteo rápido de quesos y embutidos. Entré en la cocina y me paré en secó.

—¿Joan? —Esperé a que me contestara, pero no lo hizo, lo escuché en el piso de arriba, permanecí quieta un rato y lo llamé una vez más. Bajó las escaleras y se colocó a mi lado—: ¿Has dejado tú la puerta trasera abierta?

No contestó, se limitó a cerrarla y sin mirarme me dijo que sí. Mentía.

 

(continuará)

 

25 jun 2023

En la niebla manchega (tercera y última parte)

Cabeza de venado de Diego Velázquez

 Nota: Para contextualizar este relato es mejor leer la primera parte aquí y la segunda aquí.

Abel intentaba desencajar a Elvira de su silla. La tela que cubría la endeble estructura de aluminio se había roto y el culo de Elvira se había deslizado hasta rozar el suelo. Las rodillas las tenía paralelas a la barbilla y pedía auxilio desesperada. Abel hacía todo lo posible hasta que le entró la risa. La soltó de golpe y la masa amorfa que formaba Elvira cayó de lado. Los gritos y las risas hicieron que Almudena, desde dentro de la casa, se asomara a la ventana. Vio la escena frente al portalón y sonrió. Elvira completamente inmóvil empezó a reírse a carcajadas sin dejar de pedir ayuda exasperada. Sabina, sentada en otra silla similar a su lado, también se reía, bien por la situación tan circense o por las propias carcajadas. Las de Elvira eran profundas, parecían salirle del estómago, fuertes y contagiosas; mientras que las de Abel eran tímidas, como si estuviera luchando por no reírse. Abel tomó las manos de la amiga de su madre y, en un intento por liberarla, la arrastró por medio jardín, las carcajadas de ambos fueron en aumento hasta que Abel se desplomó en el suelo y boca arriba siguió riéndose. Almudena que había seguido toda la escena tras la ventana, pasó por última vez el trapo sobre la encimera de la cocina y, doblándolo por la mitad, lo colgó de la puerta del horno. Se restregó las manos en los pantalones y salió de la casona. Se acercó a su madre, tienes frío, mamá, le preguntó.

—¿Cómo voy a tenerlo? —y señaló con una risa tonta a su nieto y amiga.

—Sí, con semejante distracción una se olvida del frío.

Almudena entró de nuevo en la casa y del perchero de la entrada cogió su parka y las botas de gomas. Apoyada en el portalón se las puso. De una zancada bajó los tres escalones que separaban la entrada del jardín. Ayudó a su hijo a levantarse y entre los dos desencajaron a Elvira de la silla que seguía riéndose.

—¡Tu hijo es una bestia! —dijo.

—Tú que lo ayudas a serlo —replicó Almudena quien intentaba sacudirle la tierra que tenía en la parka y pantalones—. ¡Los dos tenéis mucho peligro! —Siguió limpiando a su amiga y cuando hubo terminado la miró y sonrió—. ¿Vamos a dar un paseo?

—Claro —contestó Elvira con cierta ilusión porque después del incidente de la escopeta Almudena había estado muy distante durante el almuerzo y parte de la tarde.

—Abel, quédate pendiente de la abuela, que no entre sola a la casa, si quiere ir al baño acompáñala.

Su hijo le contestó con un bajísimo “vale”, se sacó el móvil del bolsillo trasero del pantalón y se sentó de nuevo junto a su abuela.

—Parece que tu madre está un poquito mejor —dijo Elvira. Ambas amigas se alejaban de la casa por un marcado sendero que conducía al bosque.

—Sí, según avanza el día se va centrando, es como si tras la noche su cerebro se volviera a reiniciar y todo lo que se hubiera ido asentando a lo largo de la jornada se hubiera perdido.

—Es triste.

—Lo es. Muchas veces me pregunto dónde está, en qué momento de su vida se encuentra. ¿Está viviendo en sus 84 años, en sus 50, en sus 20?, ¿dónde está?, ¿dónde narices está?

Elvira la miró con arrepentimiento y le agarró del brazo.

—Siento mucho lo de la escopeta de esta mañana, complico más las cosas. Lo siento de verdad —dijo.

Almudena sonrió sin mirarla.

—No te preocupes, perdí los nervios. —Tomó aire con pausa y añadió—: A veces creo que es envidia. Veo complicidad entre vosotros dos, sé que le caes muy bien y a mí solo me odia, mi hijo solo me odia...

Elvira se paró y tirando de ella la abrazó.

—Si yo fuera su madre me odiaría más porque estaría haciendo las cosas mucho peor, créeme, es fácil caer bien cuando no hay compromiso ni responsabilidad, es fácil, muy, muy, muy fácil. ¿Por qué crees que a partir de los 40 todo el mundo casado está desesperado por encontrar un amante? —Almudena rio—. Amo con locura a Abel, es el único hijo de amiga que tengo.

Almudena se separó sorprendida.

—Pero si todas tus amigas de Bilbao tienen hijos.

—Sí, bueno, pero no conozco a ninguno, son como trescientos, ya sabes lo que se dice: “En Bilbao no se folla solo se reproducen”. Me los pones a todos juntos y no sé de quién es cada uno. Además… —Hizo una larga pausa—. Son niños diferentes, son niños de Bilbao.

—¿Qué significa eso?

—No sé, Bilbao es como Narnia, un paraíso que no representa la realidad. Van a colegios privados o concertados, algunos hasta católicos, crecen en estupendas casas pagadas por sus padres y ¡por sus abuelos!, sin mudanzas cada dos o tres años debido a la subida de renta, los inviernos en la nieve, los veranos en un precioso pueblecito costero, formando grandes cuadrillas, sintiéndose seguros en su entorno y creyendo que el resto del mundo vive como ellos porque piensan que es lo normal. —Las dos amigas retomaron el paseo cabizbajas—. Ninguno de ellos a sus catorce años ha pasado por dos comas etílicos, ni se ha escapado hasta en tres ocasiones para buscar a un padre maltratador sin saber cuáles son sus sentimientos hacia él, ni se hace cargo de su abuela demente a la que quiere con pasión y le duele verla así.

—Narnia…

—No estoy diciendo que mis amigas no estén haciendo un trabajo extraordinario con sus hijos, pero sus circunstancias son absolutamente favorables para hacerlo. Con todo esto, Almu, lo que quiero decir es que eres alucinante y no puedo admirarte más, es imposible. Eres tan bonita, tan, tan bonita... Estás criando a Abel de la mejor manera posible, bajo tus circunstancias que no son fáciles.

Almudena se apoyó en una alta piedra y estiró la mano, Elvira se la tomó.

—Siento mucho lo que te he dicho con lo de la escopeta, no es verdad, no lo haces todo mal, solo algunas cosas…

Las dos mujeres se rieron y aprovecharon el momento para desprenderse de cierta tensión a la que la conversación les había llevado. Elvira se sentó junto a ella.

—Me puse nerviosa, perdóname, no fui justa contigo.

—Almu, está bien, no te excuses más, de verdad, tenías razón. Lo entiendo.  

—No, no lo entiendes, Elvi, me puse nerviosa, muy nerviosa. —Almudena se levantó—. Mi padre se lo llevó de caza, Arturo solo tenía 8 años, pero ya sabes cómo eran las cosas antes, a esa edad podías ayudar a llevar las piezas pequeñas. Solo tenía 8 años. Inquieto y nervioso como un cervatillo, como un cervatillo. Era lo que decía mi padre durante los tres años siguientes: como un cervatillo, se me cruzó como un cervatillo. Lo mató de un solo disparo. Mi padre arrastró la culpa tan solo tres años, luego se ahorcó de la encina. Mi madre lleva arrastrando el dolor por su hijo toda la vida, antes en silencio y ahora su memoria se revela en voz alta.

—Almu… yo…

—Ver tan ingenuo a mi hijo con la escopeta, aunque fuera de perdigones me…

Elvira con lentitud se puso en pie y dio la mano a su amiga. Cogidas con fuerza retrocedieron el camino en silencio hasta que divisaron la casona desde lejos. Almudena se paró en seco y la observó con detenimiento.

—Tenías razón, Elvi —dijo—, es una casa llena de fantasmas.