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19 jul 2019

Metas sin carreras


Running de Javier Avi

—¿Pero cómo narices te has metido esto? —preguntó Joan intentando sacarle un sujetador deportivo a Elvira que empezaba a cortarle la respiración.
Era julio y después de comer en el Vips de la Gran Vía de Madrid, se acercaron a Decathlon. Elvira lo tenía claro, iba a correr sí o sí y para ello debía ir mona, porque a su lado estaría Verónica. Así que en el probador llevaban 10 minutos largos con el dichoso sujetador constrictor. A Joan le empezó a entrar la risa, y es que Elvira estaba desnuda de cintura  para arriba con una especie de cinta opresora anclada al cuello y a uno de los hombros, repitiendo sin cesar “sácamelo, sácamelo, sácamelo”, pero por más que Joan tirara de aquello, no salía. Borracha de desesperación, Elvira se contagió de la risa de su novio, siempre les pasaba lo mismo, era oírse el uno al otro y empezar la catástrofe, así que terminaron en el suelo con sendos ataques de risa y con el sujetador sin poder ser desencajado. Las escenas de los vestuarios en las películas distaban bastante de aquel bodegón bizarro, desde luego.
Al día siguiente, Elvira entró en el gimnasio. Allí un chico joven le mostró el camino hasta una pequeña sala acristalada, con un alargado banco en la parte de atrás y una pizarra blanca en la de delante.
—Pablo te va a encantar, ya verás. Le comentas a él exactamente qué tipo de entrenamiento quieres. Estás en buenas manos.
—Gracias —contestó con cierta emoción.
Se despidieron y ella se sentó en el banco. En unos minutos llegó Pablo. Cuarenta y pocos, muy alto y fibroso. Con energía extendió la mano a Elvira quien, al levantarse como un resorte, le correspondió.
—Cuéntame un poco, chica.
¿Chica? 42 años y ¿chica? Elvira se molestó. Ni chica ni guapa ni cariño. Elvira. Tensó el cuello y prefirió no corregirle, estaban en un gimnasio, qué más daría, ¿no?
—Se trata de una maratón.
—Entiendo.
—En noviembre. En China, porque yo vivo allí durante el año. 10 km. Nunca he corrido.
—Entiendo. ¿Deportes?
—Gimnasia rítmica y ballet clásico hasta los 22 años.
—Entiendo. ¿Y después?
—Vida sedentaria absoluta.
—Entiendo. ¿Y por qué una maratón?
Porque Elvira se había enamorado de su compañera de departamento de la Universidad en China, ni más ni menos. Verónica se había convertido en el ser más extraordinario que jamás había conocido. Y todo porque un día, tras cenar juntas en su casa, se enteró de que la tesis doctoral de su compañera estaba redactada en chino.
—¿En chino?
—Me muero de la risa con las caras que pones, Elvi, eres mortal.
—¡¿Pero escribiste toda la tesis en chino?! —insistía ella.
—Sí, en chino.
—Creo que me acabo de enamorar…
Y no lo dijo en un sentido figurativo. Elvira se enamoró profundamente de su compañera, la amaba, no creía que hubiera nadie tan inteligente, tan hermoso y con tanto sentido del humor, era simplemente perfecta. Así que un día Verónica le propuso que para el próximo semestre deberían participar en la maratón de la ciudad, que los chicos siempre lo hacían y que creía que con un poco de preparación podrían hacer por lo menos 10 km juntas.
Juntas
Sí, en la cabeza de Elvira el concepto de maratón se tradujo a pasar más tiempo al lado a Verónica entrenando u organizando detalles para el día. Por lo tanto no lo dudó y aceptó el reto. Quedaron en comenzar a prepararse por separado, durante las vacaciones de verano, en España y en septiembre, al regresar a China, elaborarían un estricto horario de entrenamiento.
—¿Una maratón? ¿Tú? —preguntó Joan mientras le goteaba la hamburguesa en su plato del Vips.
—Sí, una maratón.
—No te habrás enamorado en China de un tío que corre maratones, ¿no?
—No, no es un tío, es una tía.
—Ah. —Y pegó un buen mordisco a la hamburguesa.
—Porque quiero superarme —mintió finalmente Elvira a Pablo.
—Entiendo.
Pablo tomó un rotulador y se colocó frente a la pizarra.
—Dime cuáles son tus metas en la vida.
—¿Perdón? —respondió ella descolocada.
—Mira, todos necesitamos organizar nuestra vida en metas para darle un significado.
Lentamente Elvira se volvió a sentar en el banco, supuso que aquello iba para largo, porque ella defendía el sinsentido vital, otorgarle significado a la vida era como pintarle rayas a un caballo blanco para que pareciera una cebra, de eso iba su tesis, aunque no estuviera escrita en chino.
—No tengo metas —dijo.
—Entiendo. Necesitas metas para poder correr una maratón.
Elvira agachó la cabeza y examinó sus mallas. Estaba impecablemente bien equipada. Sonrió recordando el momento del probador.
—Chica, mira, si no te lo tomas en serio me temo que yo no te puedo ayudar.
Entiendo —dijo ella mirándolo fijamente. Esperó un rato en silencio, después agradeció su tiempo, se levantó y se fue.
Quince minutos más tarde, estaba entrando en casa con un “ya estoy aquííííííí…”. Se quitó las zapatillas de deporte y se tumbó en el sofá. Joan, que estaba en su mesa de dibujo, la miró y, tras dejarle un tiempo para que se acomodara, le preguntó:
—¿Qué haces aquí, amor?
—El gimnasio no es para mí, y además... igual Verónica no me gusta tanto.
Joan se rió aunque prefirió que su novia no se diera cuenta porque seguía preocupado por ella, era una mujer de momentos y sabía que aquel no era uno especialmente bueno.
—Ya… Y, no sé, ¿ahora necesitas algo…?
Elvira lo miró y después de una pequeña pausa contestó sin dudar.
—Hombre, si me ayudas a quitarme este sujetador yo te lo agradezco.


27 abr 2011

Domingo, dominguero

Parque dominguero por Rodolfo Stanley


Abrí la puerta todavía dormida. Al otro lado del umbral Rafa con una pletórica sonrisa.
―Chiquitina, hace un día precioso. ¡Venga, que nos vamos al Retiro!
A mí este entusiasmo un domingo a las once de la mañana como que no, no de no. No sé, pero los domingos son para desaprovecharlos. Que llegue el lunes y poder decir a tu compañera de trabajo eso de: ¿Ayer?, no hice nada, ¡qué depresión de domingo!
¡¿Pero a quién quiero engañar?!, ¡si me encanta arrastrarme por la casa como alma en pena y hundirme en el sofá hasta hacerle un agujero con mi culo! ¡Depresión dominguera, dame más, dame más!
―Venga, chiquitina, que vamos en bici.
¿En bici?, ¿ha dicho en bici? Me froté la frente con una sonrisa forzada y, después de carraspear, dije:
―Pero, Rafa, gordi, ¿para qué vamos a ir en bici si hay metro?
―¡Ja, ja, ja, ja! Qué tía, si es que… si es que… ¡te como! ―Y me abrazó hincándome los dientes en el cuello.
Bueno, esto me pasaba muy a menudo. Los hombres se enamoraban de mí por ese sentido del humor que se habían figurado que tenía, ¡pero no!, ¡que no!, ¡que yo soy así!
Rafa bajó las escaleras vociferando que en veinte minutos nos veríamos en el portal, que él ya tenía las bicis preparadas. Mientras lo veía bajar mantuve la misma sonrisa forzada de antes, pero, en cuanto cerré la puerta, me la arranqué de cuajo y grité:
―¡¡¿Y yo qué me pongo?!!
Quince minutos cagándome en mi anatomía fueron suficientes para después, en el minuto dieciséis, terminar con mis pantalones de algodón de pata de elefante y la sudadera de Marshall University, que siempre me sacaba de un aprieto.
En el portal encontré a Rafa inflando las ruedas. Levantó la cabeza, me miró, sonrió y me pidió un beso. Se lo di a regañadientes y él se rió más.
―Bueno ―comenzó diciendo mientras se ponía de pie―, ésta es para ti ―dijo y me ofreció una de las bicis. La tomé desde el manillar, la coloqué paralela a mí y comprobé que el sillín me llegaba por debajo del sobaco. Rafa se río aún más, más todavía y más si cabe. Cabrón.
Un poquito de llave inglesa y conseguimos bajar el sillín a la altura de mi segunda costilla flotante. Muerte asegurada. Me hice la señal de la cruz y salimos del portal.
Al llegar al primer semáforo en rojo, metí un gritito y con impulso salté de la bici hacia un lado.
―¡¿Qué haces, loca?!
―¿Cómo quieres que pare si tengo el suelo a metro y medio de altura?
La pareja que estaba dentro del Opel Astra se rió.
―Venga, móntate ―dijo Rafa sujetándome la bici por el manillar―, venga, corre, que enseguida se pone en verde y nos van a empezar a pitar todos.
Así que, apoyándome en sus hombros, conseguí subirme. Y allí estaba yo, con las piernas colgaderas, como si estuviera sobre una gigantesca bici estática. La situación me parecía graciosa hasta que vi a la pareja del Opel sacarme una foto con el móvil, ¡venga ya! Preferí fingir que no los había visto, demasiado humillante era la situación en sí como para sazonarla más.
No sin mucha complicación, llegamos al Retiro.
―Chiquitina, ¿nos tumbamos allí?
¿Tumbarnos?, ¿allí?, ¿sobre el verde?, verde que te quiero verde. Me bajé de la bici porque tenía que rascarme el cuello, luego detrás de la oreja y otra vez el cuello: psoriasis. Me faltaba un poquito de aire, claro, todo se lo estaban tragando los árboles, ya lo decía mi abuela, que no era bueno dormir con plantas, porque las plantas te chupan el oxígeno, sacan el monóxido y te matan. Así que con el tamaño de aquellos árboles nos quedaban segundos de vida. Me quería ir a mi casa. Casa, casa-sofá, sofá-portátil, portátil-libro, libro-café, café-VIDA. ¡Quiero vivir!
―Dame, loca, deja aquí la bici. ―Cogió mi bici y la dejó sobre la hierba, al lado de la suya. Después se tumbó y, con la mano, me hizo un gesto para que hiciera lo mismo.
Me arrodillé con lentitud junto a él, imaginándome los millones de microorganismos que habría escondidillos entre la hierba. Esas cosillas vivas, de la gama de los animales pero en desagradables. Insectos que todo el mundo dice que no hacen nada, pero yo no estaría tan segura si han sobrevivido durante miles y miles de años durmiendo junto a los árboles, inmunes al monóxido asesino. Son indestructibles. ¡Superhéroes del ecosistema! Yo, por si acaso, no los quiero cerca.
―Buah… qué gozada de día, ¿eh, Elvi?
¿Qué es lo que hago mal una y otra vez? ¿Por qué termino con tíos como éste?: consultor, amante de la naturaleza y adicto al deporte, ¿por qué? ¡Yo lo que necesito es un informático en mi vida! Un friki con camisetas del capitán Spock, que se tire pedos mientras escribe en su blog, que sea alérgico al verde y que, en sus ratos libres, le guste recorrer la casa con la papelera de la sala en la cabeza, diciendo: Yo soy tu padre. ¡Alguien que me deje tranquila los domingos!
―¿Elvi…?
―¿Queeeeé…? ―contesté con la mano tapándome la cara. Me acababa de tumbar y no soportaba el sol.
―Nada.
―¿Qué? ―insistí cabreada.
Él se incorporó, se acercó a mí, me quitó la mano de la cara y…:
―¡¡¡Que me encanta joderte el plan de los domingos!!!
Al final no fue el monóxido lo que me mató, sino la risa.
Vale, Rafa no era un friki, pero estaba igualmente loco y eso me encantaba…